miércoles, 30 de diciembre de 2009

Entre Gabo y J. Steiner

Cuando comencé el ciclo en la universidad pensé que sería más sencillo. Arriesgado, atrevido y con grandes dosis de insolencia osé meterme en un curso de literatura en la facultad de letras. A su vez, como incansable perseguidor del sueño ingenieril, me inscribí en un curso de mecánica, una materia básica de ingeniería industrial.

Mi semana comienza así: Los días lunes me despierto con el chip literario. Me dirijo a la facultad de letras de la católica. Me siento en la segunda carpeta al filo de la puerta. A mi lado están los chicos que estudian la carrera de literatura y unos extranjeros que por alguna extraña razón terminaron en el Perú, en mi universidad y llevando ese curso conmigo. No tengo amigos, porque soy un forastero. A lo mucho hablo con la profesora, pero por correo electrónico. Tampoco hablo con los extranjeros porque no hablan español y yo no hablo inglés, aunque a veces los escucho hablar en su idioma natal y trato de entenderlos, cosas básicas, sería imposible discutir algún texto con ellos, ni en ingles ni en español. Los martes me cambio el chip y me vuelvo un matemático. Voy a la facultad de ciencias de la universidad católica y cargo conmigo la calculadora científica de siempre y un juego de separatas llenas de figuras y enunciados que hablan de velocidades, aceleraciones, fuerzas axiales, sumatoria de fuerzas, leyes de Newton y el teorema de J. Steiner. Me gusta el curso de mecánica, aunque es complicado. Me esfuerzo resolviendo ejercicios y por momentos recuerdo que debo de leer a Borges para mi clase de literatura del día jueves. Cuando estoy leyendo a Gabo recuerdo que la fricción genera una fuerza no conservativa y que los movimientos relativos deben ser usados cuando los niveles de referencia son distintos. El teorema de Steiner invade mi mente cuando trato de entender La Continuidad de los Bosques de Cortázar y, Los Jardines de Senderos que se Bifurcan de Borges me asaltan cuando dibujo el diagrama de cuerpo libre de algún sólido.

Es difícil vivir entre estas dos disciplinas. Alguna vez Joaquín, un amigo de la escuela, me recordó que, salvando las distancias, Ernesto Sábato vivió lo mismo. Mientras en las mañanas se graduaba de doctor en física atómica, en las noches se reunía con la bohemia literaria bonaerense.

Zambullirme en la literatura latinoamericana me permitió entender mejor la historia de América y su actualidad política. Cuán importante es lo real maravilloso en las mentes de los jóvenes, y no hablo de sus enredadas posturas literarias, sino, de sus novelas, sus autores, lo que representa cada uno de ellos como entes de cambio, de lucidez, voces autorizadas para definir lo que somos como una sola nación.

Hablar de ciencias es hablar de Newton y sus leyes. Es hablar de Einstein y su ley de la relatividad. Es abrir tu mente a los juegos lógicos de lo natural, explicar lo que podemos tocar o percibir o sospechar con números y teoremas. Entender los avances de la ciencia es una manera de entender el mundo y la ambición del hombre. No dejaría de estudiar ingeniería, porque me permite conocer esa otra cara de la moneda. Los números tienen su encanto y entenderlos demanda horas de concentración, tantas, que al escapar de sus vericuetos y enredos te da un aliento de vida que solo puedes comparar con el éxtasis del final de una novela.

Todas las semanas me pierdo entre la cinética de un sólido rígido, lo fantástico en Borges, la cinemática de una partícula, Cortázar, armaduras y bielas, Cien años de Soledad, marcos y máquinas, Rulfo, sistemas de fuerzas, Casa Tomada, sumatorias de momentos, Poe, momentos de inercia, Los pasos Perdidos, dinámica, lo real maravilloso, fuerzas no conservativas, Arguedas, sólidos rígidos, El Aleph, estructuras, Carpentier, aceleraciones y masas, Gabo, velocidades angulares, Funerales de la mama grande, ingeniería y literatura, en fin.

La intención de lo Real Maravilloso: La búsqueda del Pasado en Pedro Páramo de Juan Rulfo

La pregunta es: ¿para qué lo real maravilloso busca representar la situación actual (entiéndase por actual todo el siglo pasado) del espíritu de la sociedad latinoamericana? ¿Y cuál es su relevancia en comparación con otro tipo de narrativa en Latinoamérica?

Para dar respuesta a estas dos preguntas, repasaremos la obra de Juan Rulfo y su novela Pedro Páramo. Cabe decir que Juan Rulfo, como ciudadano mexicano nacido en 1918, tuvo una marcada influencia de las consecuencias que dejó la revolución mexicana (1910-1917) y la guerra cristera (1926-1928). A su vez, literariamente, tuvo un apego importante hacia las obras de Faulkner y escritores franceses, rusos y nórdicos que le dieron herramientas literarias que lo diferenciaron de la obra recurrente en esos tiempos, la novela revolucionaria. Sus obras fueron El Llano en Llamas (1953) y Pedro Páramo (1955) donde, lo que lo hace distinto, es su manejo del tiempo y su visión mitificada de la realidad.

Lo que quiero rescatar de la obra de Rulfo, y en particular de Pedro Páramo, es la intención de la novela, porque eso respondería las dos preguntas iniciales. La obra no busca describir los hechos caóticos de la revolución, sino, parte de una consecuencia, como por ejemplo la cantidad de huérfanos que dejó la guerra, pasando por la búsqueda del padre que nunca conocimos y llegando al desolador final de un pasado fantasmal, un infierno donde predominó el feudalismo, el abuso al campesino, la indiferencia de la iglesia y el problema de las tierras.

Juan Preciado, buscando cumplir la promesa que le hizo a su madre antes de morir, va al encuentro de su padre, Pedro Páramo, a quien no conocía y del que solo sabía que vivía en un pueblo llamado Comala. Al volver atrás, encuentra este pueblo infernal, lleno de fantasmas y presagios que anuncian el mal. Descubre, también, que su padre está muerto, como la mayoría de habitantes de aquel pueblo. Aquí, Rulfo usa el concepto de muerte como un segundo nivel, un estado del hombre que le permite mantener contacto con los vivos. Se entera, de boca de los primeros habitantes que le dan la bienvenida al pueblo, que no era el único hijo de Pedro Páramo y que su padre muerto había sido un señor feudal, dueño de toda la hacienda Media Luna. La muerte de sus hijos y su principal decepción amorosa con Susana San Juan, hizo que Pedro Páramo azotara al pueblo con su abandono y abuso, obligando a los pobladores a huir de Comala. La narración de Rulfo pasa por temas agrícolas y, los diálogos entre los personajes, son tratados respetando el dialecto de la región. La novela nos cuenta la forma en que viven los habitantes de Comala, y lo hace mediante los recuerdos y las vueltas al pasado de los colocutores de Juan Preciado.

El regreso al pasado es el pilar principal de la novela y de lo real maravilloso. Mediante ese ‘volver’ podemos darnos cuenta del verdadero rostro de un pueblo, en este caso México, siendo más general, Latinoamérica. Juan Preciado, al buscar a su padre, nos da la oportunidad de conocer el pueblo, sus habitantes, sus creencias, sus costumbres y la barbarie a la que fue sometida. El buscar a su padre, lo hace ir en busca, también, de su identidad, de su procedencia, encontrándose con un mundo acabado por el odio, el rencor y la venganza. Todos esos sentimientos destructivos son representados por Pedro Páramo, el feudal, el cruel y arbitrario mandamás de las tierras, que fueron las que desataron la Revolución Mexicana en 1910. El final de todo esto, y esa es, en mi opinión, la razón de la novela Latinoamericana: es mostrar nuestro rostro mágico, oriundo y auténtico, darnos cuenta que ya sea por la modernidad o por nuestra propia alienación, siempre terminamos enfrascados en guerras y posiciones políticas radicales, obviando lo obvio, olvidando y desconociendo, lo que viene a ser peor, lo que realmente somos.

El Miedo

Antes de dormir me siento frente a la computadora tratando de escribir un artículo. Las noches en el cuarto piso del edificio donde vivo son tranquilas y silenciosas. Por mi ventana puedo ver la torre de interbank en la avenida Javier Prado, y un conjunto de luces multicolores sobre ese edificio le dan un tono romántico a la noche. Trato de evocar los momentos más felices en mi antigua casa de las Flores, en San Juan de Lurigancho, buscando la inspiración necesaria para culminar un artículo lacrimógeno e intrascendente. Recuerdo la casa de las Flores, inmensa en comparación con este departamento. Tenía una sala llena de muebles y cuadros barrocos. Al entrar, topábamos con unos muebles chatos color crema; a la mano izquierda un espejo reflejaba aquellos pequeños cuadros barrocos y al frente una mesa redonda era el lugar donde pasábamos la noche buena todos los años. Para llegar a los cuartos, entrábamos a un pequeño pasadizo, a la mano izquierda estaba el baño decorado con mayólicas pequeñas color verde, un estante donde dormían los cepillos y la pasta dental, un espejo que miraba hacia la puerta, un lavabo, un inodoro y la ducha española que tanto le gustaba a papá. Al frente del baño estaba el cuarto de mis padres, una cama delante de la puerta, grande, con dos mesitas de noche a cada lado y un armario de caoba donde descansaba el televisor. Al final del pasadizo estaba el cuarto de mis hermanas, apartados de toda la casa, como si fuera un ambiente separado, un par de cuartitos alquilados a los que no visitaba con frecuencia. Mi habitación estaba al lado de la principal, la de mis padres, no era muy grande, tenía una ventana que daba con la lavandería de donde mi madre me hablaba mientras yo trataba de dormir mi siesta de media tarde. En el comedor había un enorme librero antiguo lleno de libros y lámparas que le daban un aspecto imponente a la casa. La cocina era estrecha, la parte más pequeña de la casa, adornada con mayólicas blancas y una campana extractora que hacia un ruido infernal cuando mamá preparaba alguna fritura. Al lado de la lavandería, un pasadizo nos conectaba con el salón de estudio, donde estaba mi computadora y los libros de la universidad; un escritorio en medio del salón plagado de fotos y portarretratos de la familia y unos anaqueles de farmacia, color plomo, soportaban las cosas que no usábamos con frecuencia. Saliendo, un patio grande hacia las veces de cochera y de canchita de fútbol, a pesar de que no tenía hermanos hombres, siempre convencía a una de mis hermanas a jugar a la pelota. En general, la casa era una reconstrucción de la casa que compramos hace catorce años, con miles de refacciones y detalles que mi madre le supo dar. Era un lugar tan grande y familiar, que me genera una nostalgia indescriptible verla abandona, sin nosotros.

Me imagino entrar en esa casa abandonada de mi infancia. Es de noche, todo está oscuro excepto una luz que proviene del baño. He venido solo, eso creo. Camino hacia la luz, intrigado. No soy el mismo, siento como si el tiempo hubiera retrocedido y ahora vuelvo a tener trece o catorce años. Paso por la cochera, entro a la sala y camino por el pasadizo hasta llegar al baño. Hay un hombre tirado al lado del inodoro. No reconozco quien es, trato de acercarme pero la sangre me lo impide. Es mi padre. Lo llamo, pero no responde. No está muerto, mueve su cabeza como si estuviera luchando por no perder la conciencia. Trato de ayudarlo y en mi intento me doy cuenta que alguien está en el cuarto de mis padres, el mismo que da frente al baño. Un bulto sobre la cama me da la sensación de ser observado. La misma luz del baño entra dejando sombras en la habitación principal. Es mi madre echada mirando la escena de mi padre, sin la mínima intención de ayudarlo, con su pijama puesto, los ojos abiertos, espantados, como si hubieran visto al mismo demonio. No sé qué hacer, me paro en el pasillo, entre mis padres, sin atinar a nada y con ganas de que todo sea un mal sueño. Aparece un hombre. Es un ladrón, pensé. Busco algo con qué defenderme, pero no tengo nada a la mano. Sin más remedio y muerto de miedo lo ataco con toda la violencia de la que puedo ser capaz. Arremeto contra el hombre de negro, escucho su risa, una risa satánica que me causa escalofríos. Solo soy un niño, mis golpes no le causan daño, contra más lo golpeo más se ríe. Siento que el hombre me abraza con fuerza, sus manos son grandes y evitan que le siga lanzando golpes. El abrazo es más fuerte y mis intentos por zafarme van decayendo. Despierto bañado en sudor. Mi padre está a mi lado abrazándome, con un rostro de susto que descifré después de darme cuenta de que estaba en mi departamento, con ellos, frente a la computadora y sin haber escrito nada importante.

La revancha del agregado más absurdo

Mi relación con Sofía comenzó cuando ella aún era novia de Renzo. Entiéndase que al decir relación me refiero a esa amistad coqueta previa al noviazgo, esa complicidad cálida que se convierte en la etapa más excitante de cualquier pareja, y no, a los besos amorosos en los labios, agarraditas de mano en la pasarelas de la universidad y encuentros íntimos. Entiéndase también, que era una relación de amistad abierta, explicita, declarada, y no a las espaldas de Renzo, que generalmente estaba ausente por su propia voluntad, por su autosuficiencia de chico ganador.

Renzo y yo éramos amigos ocasionales. Entiéndase por amigos ocasionales a dos hombres que se encuentran con un saludo educado, distante, respetuoso, cargado de una admiración sincera y también de una sana envidia, porque él tenía a la novia que yo siempre quise, porque él tenía no solo a la novia que siempre quise, sino incluso, las amantes que siempre quise. Que no se entienda por amigos ocasionales a ningún tipo de atracción física y mucho menos a ningún encuentro clandestino cargado de cariño extremo.

Renzo y yo éramos amigos de tragos. Entiéndase por amigos de tragos a dos hombres que, borrachos, hablan del amor y sus enormes dificultades, como el amor entre él y Sofía, los celos asesinos de ella, el amor inmenso que él sentía por ella, la confianza que ella depositaba en él y las escapadas que él se perdonaba, según me decía: para valorarla más.

Renzo me confesaba que Sofía y él eran muy felices mientras yo conspiraba por devastar ese amor perfecto, por robarle a la novia que siempre quise, por apoderarme de sus besos y sus caricias y por hacerme dueño de sus sueños. Él no sospechaba que yo tenía esas intenciones, no sospechaba que era un canalla que había llegado a su vida para robarle a la mujer de sus sueños húmedos, no sospechaba que cada día de ausencia hacia que perdiera inexorablemente a Sofía y que cada conversación nuestra me permitía conocer sus falencias y atacar sus debilidades de pareja.

Me excuso con decir que en las batallas del amor no hay hermandad que nos una, que mi amor por Sofía podía más que mi cariño y admiración por Renzo, así, me fui acercando a la vida de Sofía, delante de él, tanto que a veces nos encontraba conversando, a ella y a mí, en la cafetería de la universidad y se acercaba a saludarnos, confiado tontamente en que yo estaba ahí para abogar por él, por esa relación que me había empecinado en aniquilar.

Fue un golpe duro, una bomba molotov que estalló en su rostro cuando se enteró, de labios de Sofía, que había comenzado una relación conmigo. Y es que si algo tengo que rescatar de Sofía es que esa vez fue valiente, citó a Renzo en una banca de la universidad y le dijo, de frente y mirándolo a los ojos, ya no estoy contigo porque estoy con Sergio. Ese es un gesto que no muchas mujeres tienen.

Esta fue la revancha del agregado más absurdo (*), ese personaje que siempre pierde, que generalmente pierde y que probablemente siga perdiendo, pero que aquella vez venció con astucia y encanto, ese encanto mentiroso que algunas mujeres imaginan que es el amor perfecto para toda la vida, y es que si le mentí a Renzo también le mentí a Sofía, porque nada dura para toda la vida, todo tiene un final, feliz pocas veces, infeliz muchas.

Quién sabe si ahora Renzo busca su revancha o la vida misma se encargará de dársela. Quién sabe si es que ahora Sergio se convirtió en Renzo, en ese personaje que se dejó vencer por el agregado más absurdo, y es que eso es lo lindo de la vida, no siempre tenemos el mismo papel, no siempre cumplimos la rutina de un mismo personaje. Para ser consecuentes, debo mantener mi posición y decir que para el amor no hay amigos, que cualquier compañero de trago o de tertulia tranquilamente puede ocupar mi lugar con alguna ex novia mía, desplazarme, hacerme a un lado, o mejor aún, yo darle, voluntariamente, mi lugar.

La pirata Carmenchu

Carmen es Carmenchu, la chica de las películas del fin de semana, la de los conciertos, la de las clases de matemáticas, la de los paseos por Wilson, la de las tertulias por MSN y la de las noches de baile y alcohol. Carmen es Carmenchu, porque así le escuché decir a Oscar cuando ella pisó la oficina por primera vez y porque tiene un estilo distraído y dormilón al momento de caminar que provoca la ternura de llamarla con un diminutivo chistoso, y, como Carmencita no tiene nada de chiste, le decimos Carmenchu. Carmenchu se convirtió en mi amiga, aunque no me di cuenta cuando ocurrió, porque con ella no se sabe, no te dice nada, solo se deja expresar por muecas y mohines que algunas veces son divertidos y, otras, no tanto.

Con Carmenchu hemos hecho casi de todo, y es que nos queremos mucho a pesar de que ya no trabajamos juntos, porque ha quedado vigente una amistad que será para siempre, una complicidad que sólo con pocas mujeres había logrado, porque Carmenchu es algo así como mi Ximena (la productora y amiga de Jaime Bayly) con ella no puedo guardarme nada y, aunque a veces terminamos discutiendo, siempre volvemos a ser amigos y siempre volvemos a ver películas en su casa.

Las personas que nos conocen confunden esa amistad con algo menos, y digo ‘menos’ y no ‘más’ porque creo que llevar nuestra amistad a otro nivel estropearía todo, y es que seguro lo intentamos alguna vez, pero ella no me soportó, y preferimos ser los amigos geniales y eternos que somos ahora y dejar esas cosas complicadas del amor de pareja que ni ella ni yo entendemos. Por otro lado, no nos preocupamos por disimular nuestro cariño y damos pie a que nos hagan parte de una novela de amor mexicano, y nos divertimos horrores cuando nos preguntan: ¿Están?

Puedo recordar que todo comenzó en alguna fiesta del banco. Aquella noche seguro conversamos, me confesó que había estudiado letras en San Marcos, que odia la vida que lleva y que no vive con sus padres. Eso nos unió, el amor por las letras, el odio por nuestras vidas y el deseo de escapar de nuestros padres. Y es que para ese entonces yo también quería huir de casa, huir de mi propia vida, largarme a alguna parte a buscar esa felicidad que no encontraba en Lima. Después me contó que era socialista, como no podía ser de otra manera habiendo estudiado letras en San Marcos, y la amé más porque compartíamos las mismas ideas de justicia y equidad, ella moría por trabajar en una ONG e irse a zonas de conflicto social, estudiar el caos y la marginación del pueblo serrano y selvático, y denunciar el olvido del gobierno hacia los que menos tienen; yo, siendo más caviar que ella, quería largarme del país, llevar cursos de literatura y escribir novelas que atentaran contra este sistema democrático vil y corrupto.

Nuestro acercamiento a Patria Roja, las publicaciones de a Mano Alzada, las lecturas interminables de la Cuarta Espada, nuestras discusiones sobre Mao y sus tácticas de guerra, el recuento de los años ochenta en el Perú, las películas Nazis, los libros Marxistas y la salsa de Blades nos fraternizaban aún más. Y es que somos unos revolucionarios sin chispa, unos Guevaras sin Castro, unos Pablos Pueblo resignados a vivir una vida adormecida y burguesa, pero siempre con la mente y la mirada puestas en ese mundo ideal y por eso Carmenchu es mi compañera, mi guerrillera al frente, mi huelguista preferida.

Como nadie es perfecto, Carmenchu tiene ese lado vano e intrascendente que muere por un tal Renato Cisneros, algo que me pasa a mí con Bayly; pero igual me enfurece, me corroe, me jode, porque deja de leerme por leer a ese burguesito completamente dispensable de cualquier biblioteca. Aunque también debo decir que los comentarios más gratos y generosos los he recibido de esta mujer a la que quiero mucho y a la que espero tener a mi lado por siempre.

Carmenchu es una gran mujer y conocerla cambió mi vida. Ahora veo más películas que antes, piratas todas, porque es eso lo que somos, dos piratas que van por este mundo buscando el baúl de la felicidad, esa cosa abstracta que nos es esquiva, pero que algún día lograremos alcanzar.

La Huelga

Aturdido por la noche anterior, por el recuerdo de la niña de los ojos lindos, por la exhausta tarea de controlar la magia que sus ojos generan en él, Ricardito amaneció más triste que de costumbre, llevando en el alma el mismo color del cielo limeño y en la piel el frío húmedo de la mañana. Su día comenzaba igual que siempre, bañarse antes de las siete y antes de que alguien acabe con el agua caliente, tomar desayuno, arreglar su dormitorio y alistar su mochila para ir a la universidad. Esa se había convertido en la rutina de Ricardito, sin olvidar lavarse los dientes y las manos antes de salir.

A pesar del ánimo taciturno de Ricardito, al llegar a la universidad, algo le llamó poderosamente la atención. Un grupo de compañeros de la facultad sentados en las veredas adyacentes a la puerta principal, trabajadores de la universidad sin el uniforme acostumbrado, llevando en las manos unas pancartas que decían: Cumplan con nuestros Derechos Laborales. Dentro del recinto, nada era como un día normal. Los baños estaban abandonados a su suerte, los jardines extrañaron las manos de sus cuidadores, los tachos de basura se quedaron un día más acompañándonos y un ligero caos se apoderó de los pasillos, donde ya no estaban los diligentes trabajadores de limpieza y mantenimiento, porque todos estaban afuera de la universidad reclamando por sus derechos. Ricardito se sorprendió de ver que en su salón tampoco había profesores y que la mayoría de sus compañeros se había tomado el día libre. Más carteles proclamando derechos, más lugares desiertos y caóticos. En las oficinas administrativas un letrero escrito a mano con tinta roja decía: Volvemos más tarde. La señora del kiosco se había solidarizado con los protestantes y la maquina dispensadora de gaseosas tenía un papelito pegado que decía: Hoy no doy vuelto. Ricardito pensó que todo era un mal sueño, su retorno a la universidad había sido reciente y necesitaba ir contra el tiempo y terminar esa carrera que tanta frustración le había causado. Sin profesores, sin personal administrativo, sin alumnos, sin personal de limpieza y mantenimiento y sin saber a dónde ir, Ricardito decidió regresar a casa.

Al volver a la calle, sus compañeros seguían en la misma vereda, fumando unos puchos y compartiendo unas gaseosas. Caminó hasta el paradero y esperó que viniera un bus que lo regresara a casa. En la espera pensaba que todo andaba mal, que no podía perder su rutina por culpa de personas que preferían acampar en los alrededores de la universidad. Podía ser posible que su pliego de reclamos tuviera sustento, pero a él no le importaba nada de eso, él solo quería terminar la universidad lo más pronto posible. Si la universidad es privada, cómo es posible que sucedan estas cosas, pensó Ricardito.

El bus no pasaba, pero observando con paciencia el escenario, en realidad no pasaba ningún coche por ahí. La calle estaba desierta, como la universidad. Esto no tiene lógica, pensaba Ricardito, si acabo de venir con un bus desde mi casa, cómo ahora no hay ni un solo carro, se preguntaba inquieto. Caminó por esa avenida larga e interminable y se percató que ni el anciano que pide limosna al costado del puente peatonal estaba, que los puestos comerciales de la avenida habían cerrado, que los chicos malabaristas del semáforo habían dejado abandonados sus puestos, los niños que venden caramelos en los buses tampoco estaban y la caseta del policía de tránsito estaba tumbado como un árbol talado. Las tiendas estaban abiertas pero con un cartel que decía: Cerrado; los centros comerciales atendían a un público ausente y las cajas solo tenían dinero, pero no cajeras; en los bancos no estaban los habituales policías y en el interior el box del gerente estaba vacío. Ricardito caminaba absorto por lo ocurrido y no podía creer lo que estaba viendo. Los taxistas habían abandonado sus taxis, los ambulantes habían dejado tirado sus productos, los policías tumbado sus casetas, los bancos linchado a sus gerentes, los supermercados sin cajeros, las universidades sin maestros y los trabajadores de la calle en sus casas. Y es que una silenciosa revolución había comenzado, quizás, y fuera de los alcances de Ricardito también podíamos ver, televisoras sin señal, comisarias desiertas, colegios sin alumnos, estadios vacios, zoológicos sin elefantes, librerías sin libros, casas de gobierno sin gobernante, museos sin Sipán y sin momias, hoteles sin amantes, farmacias sin penicilinas, restaurantes sin mozos, gimnasios sin bicicletas estacionarias, cines sin películas, teatros sin graderías, cerros sin casas, ríos sin agua, ciudades sin ciudadanos, casinos sin dinero, cochera sin coches y un día sin rutina.

Ricardito pensó que caminaría mucho para llegar a casa. Resignado, herido aún por el recuerdo de la niña de los ojos lindos, solo quería llegar y preguntarle a su madre, si aún estaba ahí, si él seguía siendo su hijo.

¡Regresó papá!

Hace muchos años atrás, poco después de que naciera yo, papá viajó a un lugar muy lejano. Una mañana, escapó de Riohacha en busca de prosperidad y de un Macondo para su familia. Durante muchos años, mi padre viajaba por el mundo mientras mi madre y mis hermanas nos hacíamos compañía, eran vagos los recuerdos de él y yo lustrándonos los zapatos en la puerta del armario blanco en nuestra casita de San Martin, los paseos en mi bicicleta BMX color azul y frenos de mano por las calles de San Juan y el diario que papá comenzó a escribir durante el embarazo de mamá y mis primeras semanas de nacido.

Años después, al leer los manuscritos de papá cuando detallaba mis primeros días en este mundo era como descifrar los libros de Melquiades y descubrir el inmenso amor que sentía por mí. Mirar las fotos donde posábamos papá y yo era un ritual sentimental que me permitía de vez en cuando, porque eran pocos los días en que él se encontraba en casa y no había mejor manera de recordarlo que robando su alma en una fotografía. Por esas épocas, mamá asumió el rol de padre para los campeonatos del colegio, para los partidos de básquet en la canchita del IPD y para las despedidas en los paseos de verano. Pero, no puedo olvidar las sesiones de ajedrez con papá en la casa de las Flores, cuando él me vapuleaba con autoridad en ese deporte ciencia, aunque no por mucho, porque aprendí rápido el manejo de las fichas y terminé venciéndolo en más de una oportunidad. Imposible olvidar la vez que intentó convencerme de que amar a una mujer mayor que yo era la peor forma de comenzar a vivir el amor, o la vez que asistió a la iglesia y me vio llorar en medio de la congregación y soportó la vergüenza de no poder expresar sus sentimientos frente a tanta gente. Nunca olvidaré la vez que me regaló una cajita de condones para disfrutarlos con alguna chica distraída, cosa que nunca hice, te lo confieso papá, porque terminé botando la cajita camino a casa de Elena, la chica que me gustaba en ese entonces, por miedo a que ella encontrara en mi bolsillo semejante artefacto lujurioso. Fui feliz cuando juagábamos pelota en el parque de la casa de las Flores, cuando chicos de mi edad me miraban jugando contigo, yo vestía mi uniforme de la U y tú peloteabas como un niño más en medio de nosotros. Recuerdo la noche en que fuimos a ver los resultados del examen de admisión a la universidad y celebraste mi ingreso con la frase más memorable salida de tus labios: hijo, el futuro es tuyo. Esa noche sentí que me amabas como cuando escribías sobre mis primeros días en este mundo.

A pesar de que su viaje era largo, papá aparecía cuando menos lo esperaba. Como cuando me fue a recoger al colegio con un coche nuevo, o, las veces que iba detrás de nosotros cuando mamá escapaba a la casa de la abuela en Ica. También cabe decir, que algunas veces te olvidaste de mí, como cuando olvidaste recogerme de la academia de Paseo Colón, en el centro de Lima. Todos los trabajadores de la academia se burlaban de mí, porque ya tenía once años y no sabía cómo llegar a casa… ¡Qué vergüenza papá! O como la vez que regresé de mi viaje de promoción y tuve que caminar solo a casa mientras mis amigos abrazaban a sus papás que se habían tomado la molestia de levantarse a las seis de la mañana para recoger a sus retoños.

Pasaron algunos años y algunas cosas fueron cambiando. Ya no venias con frecuencia a casa, mamá hacia lo posible por criar a tres chicos desobedientes y engreídos, el colegio fue fácil pero en la universidad las cosas cambiaron, una de mis hermanas abandonó la universidad y la casa también, y, de la última no te digo nada porque recién entra a secundaria. Poco a poco comencé a entender que tu ausencia era crónica y que era mejor acostumbrarse que sufrir por eso. Además, qué mejor que ser independiente y no tener a un padre fiscalizador detrás de mí, al final, creo que era muy afortunado, aunque algunas veces te extrañaba, y mucho.

Tus paradas fueron haciéndose más espaciadas y mis turbaciones aumentaban con la edad. Al principio Dios y la iglesia habían ocupado tu lugar, pero a veces es mejor tener a un padre que tener a Dios, por algo será que el grandísimo inventó el puesto de papá, quizás no podía solo con todo el trabajo. Pasaban los días y mis intenciones de ser padre se perdían en los ruegos de Sofía porque algún día, muy lejano, tuviera un hijo mío. No me siento en la capacidad de encargarme de otro ser humano, al que seguro amaré tanto como tú me amas a mí, pero al que terminaré haciendo infeliz, porque algo dentro de mí me dice que aquel hijo mío será escritor y se vengará en sus novelas y manifiestos, lanzándome toda su frustración y matándome de pena por no saber cómo ayudarlo. No quiero pasar por el juicio de un descendiente mío, porque soy un cobarde que sabe que la escuela para padres jamás abrirá una nueva matricula y que el único instructor en esta tarea épica es el amor. Pero el amor es efusivo, impulsivo y atarantado, no es un buen maestro a pesar de sus buenas intenciones, tal vez necesite de alguien que haya pasado por la escuela de la vida, quién sabe, alguien como tú papá, tal vez.

Lo genial de todo esto es saber que me amas, y si te fuiste es porque buscar algo mejor para mi, para tus hijas y tu mujer, porque sabes que el camino en esta vida es largo y espinoso, y a veces es necesario hacer algunos sacrificios, como este viaje durante más de veinte años por los parajes más inciertos y bellos por los que la vida misma te ha llevado.

Lo genial y maravilloso de este viaje es que tu destino era tu punto de partida. Regresaste al lugar donde escribiste los manuscritos de mis primeros días en este mundo y acabaste con tu sacrificio de amor, terminaste con ese viaje largo por desiertos llenos de oro y plata. Finalmente estamos juntos ahora, porque dejaste las maletas en el armario blanco donde antes lustrábamos tus zapatos y mis zapatillas, y regresaste para quedarte, para enseñarme esa tarea interminable de ser papá y convertirme en el hombre que soñaste cuando aún buceaba en el vientre de mi madre. Convertirme en ese hombre que sabe amar y que a pesar de viajar por el mundo, jamás olvidó que tenía que volver algún día, para jugarle un segundo tiempo a la vida y una partida más de ajedrez.

Ahora yo muevo las blancas, te toca a ti.

Para mi padre, la persona que regresó para rescatarme.

El agregado más absurdo

La literatura, en especial la novela, fue un descubrimiento reciente, de algunos años atrás. Me encanta la magia del escritor para crear o contar una historia, muchas veces personal, otras invenciones totales, ambos casos con la misma capacidad de hacernos divagar por mil lecturas y un sinfín de conclusiones. Cada personaje es un mundo diferente, una sicología en la cual muchas veces nos sentimos identificados. Quién no ha leído alguna novela que parece extraída de nuestra propia vida. Muchas veces intuimos que el escritor, con cada historia que nos cuenta, hace un intento fallido por plasmar su biografía. Otras veces los escritores asaltan su intimidad y nos regalan una novela humana que oscila entre lo real y la ficción. En mis exploraciones por narrar historias, he usado mucho esta forma de escribir. Me gustan los personajes a los cuales una canción que alguna vez escuché denominó: 'los agregados absurdos'; esos que sufren por amor, que no son bienvenidos para los personajes principales, porque son tristes y jamás serán protagónicos, porque carecen de talento, de belleza o de créditos para ganar un lugar en el podio de la novela. Estos personajes siempre se enamoran de la mujer más bella de la novela, de esa musa que los lleva al otro lado de la luna, donde descansan y sueñan los poetas. Como es evidente estas mujeres bellas no se fijan en el personaje afanoso que está detrás de ellas, porque sueñan con el príncipe azul que baja del caballo para recogerlas, elegirlas en medio de un mar de chicas lindas. Este príncipe azul es el centro de la novela, de la historia, es bello o tiene dinero, es un galán potentado, generalmente de escaso cerebro y que esconde en su personalidad encantadora a un rufián que cree hacerle un favor a la bella doncella enamorada.

En la vida misma me ha tocado ser ese tercer personaje, aquel que pasa desapercibido para la actriz principal. Ese mediocre actor de reparto que lo único que reparte es amor y detalles lindos para su princesa, pero que a cambio recibe la indiferencia, o, lo que es peor, recibe el título de gran amigo, de hermano, de confidente, el pañuelo de lágrimas de esta mujer embobada por el príncipe azul. Este ser extraordinariamente patético poco a poco se convierte en el depósito de mierda, en el baúl donde se guarda lo que apesta, lo que avergüenza, pero sin embargo, de ese mismo hoyo hediondo debe rescatar las palabras más dulces para reconfortar a su amada, darle un abrazo de esperanza, disculparse en nombre de ese príncipe azul por la estupidez humana de no valorar a una mujer tan perfecta como la que tiene al frente.

Y es que para que exista novela la niña de los ojos lindos debe equivocarse de amor. Debe fallar en su intento por ser feliz, debe entregarse a un ser malvado y nauseabundo, sufrir un largo tiempo, para que al final descubra que el verdadero amor está en otra dirección, no tan lejos de ella, esperando que abra los ojos y abandone esa sentencia voluntaria de ser infeliz junto a un patán. Pero cabe mencionar que el patán tiene su mérito, por lo general es cautivador en su manera de hablar, te enrolla en una telaraña de mentiras y buenas intenciones. Para enamorar, este protagonista ganador usa su verborrea embustera, sus mejores calificativos, sus mejores dardos van detrás del centro de esa diana enamoradiza, que necesita un amor, una esperanza o mil promesas.

Lo curioso de este tercer actor es su espíritu de lucha. A pesar de que sabe que tiene todas las de perder, piensa en ganador y apuesta todo por el amor de su amada. Sabe que cualquier migaja de cariño por parte de la bella dama son solo muestras de desprecio para aquel hombre que le hizo daño, del cual quiere vengarse, pero solo una noche, una tarde, porque al final terminan perdonando a ese amor nocivo y regresan a los brazos traicioneros de aquel galán que duerme con ella todas las noches. Este personaje perdedor debe consolarse con los pequeños momentos que le regala su reina y no esmerarse en persuadir a ésta de que abandone a su amor narcótico, porque ella podría ofenderse y abandonarlo, lo cual sería fatal para este empequeñecido hombre que no es capaz de escapar de esa prisión, de esos ojos miel con los que sueña todas las noches, las mismas, en las que su amada duerme en otro lecho.

Para reconocer el valor de este corazón no correspondido, diremos que gana algunas batallas. En el mejor de los casos, la mujer despechada se entrega a la venganza junto con su amante de turno y termina por complacer los deseos de éste, aunque a la mañana siguiente el amante espere que la noche se prolongue para siempre, lo cual no sucederá porque ella sólo quiso sentirse deseada, bella, y se viste nuevamente para regresar a casa. En el peor de los casos, este amigo conveniente solo acompaña los lamentos de su amada, mientras la adora en secreto, mientras desea que la realidad le dé una oportunidad de amarla como no puede hacerlo ese tipejo despreciable. El amor no correspondido es un arma poderosa para los escritores que abusan de estos personajes olvidados y pobretones. En nombre de ese amor, obliga al protagonista perdedor a humillarse, a convertirse en un ser humano que vive de la generosidad de esta mujer que no lo ama, que sólo lo quiere como amigo, la peor forma de querer a un hombre enamorado.

En mi experiencia personal, porque como aspirante a escritor no puedo dejar de usar esta herramienta literaria, puedo decir que en un par de oportunidades he sido este personaje impresentable, mediocre y perdedor. No es necesario contar el final de esas historias que me presentan como el amigo conveniente, el agregado más absurdo, el segundo plato en la mesa, porque esas bellas mujeres jamás me tomaron enserio, no me vieron, no me amaron más que como se ama a un buen hombre, amigo, hermano mayor. Y es que en esas historias no es necesario un tercer punto que forme el triangulo, porque el patán que sólo ignora en el fondo es el príncipe real, no azul, ese que ama defectuosamente, ronca, expide flatulencias, llora, ríe, sangra, come y caga, porque no existe ficción en las relaciones de amor, todo es cruel y real, y bastan sólo dos puntos para encontrar la distancia más corta entre dos corazones que se aman sin razón.

No somos necesarios en el día a día, solo en la literatura seguiremos siendo esos héroes delirantes que aman sin ser correspondidos, esos títeres de escritores frustrados como yo, que se camuflan en su historia con algún personaje de éstos, para no decir su verdadero nombre, para no decir que ellos fueron esos seres inanimados que la vida, o el amor, alguna vez golpeó.

Manco Capac y José Arcadio Buendía

Había una vez un pueblo denominado aimara, provenientes del norte de Argentina, lo que ahora conocemos como Tucumán, y del norte de Chile, hoy Coquimbo. Este pueblo inquietado por lo agreste de su medio ambiente, busca abrirse campo hacia el norte, con la intención de invadir y conquistar nuevos pueblos. En su empresa, llegan al pueblo altiplánico de Taipicala, lo que años después seria llamado Tiahuanaco. Ahí, los aimaras hacen posesión de todo el territorio, obligando al pueblo de Taipicala abandonar sus dominios.

En la huída del pueblo de Taipicala, se internaron en las aguas del lago Titicaca, en busca de nuevas tierras donde refundar su pueblo. En esas islas flotantes del lago permanecieron por algún tiempo, hasta que su pasado nuevamente los alcanzó. Los aimaras en su afán conquistador, llegaron al lago y obligaron a los Taipicala a escapar.

El pueblo necesitaba un ejército fuerte, conquistador, para ganar terreno al noroeste de esas tierras. No podían vivir escapando.

Al poco tiempo llegaron al reino de Tamputoco. Aquí nació Manco Capac, en medio del éxodo por buscar nuevas tierras. Pasaron muchos años para que, frente al crecimiento demográfico, el reino de Tamputoco obligue a los Taipicala a reubicarse en otro lugar. Cabe mencionar que este desalojo fue pacifico.

Para esto Manco Capac crece y se hace líder de un grupo considerable de familias. Este grupo sigue su marcha hasta llegar al pueblo de Huanacancha. Aquí Manco Capac conoce a Mama Ocllo, se casan y viven en ese lugar por algunos años.

La búsqueda del nuevo reino de Taipicala no tenia tregua. Manco Capac y su esposa Mama Ocllo lideraban la nueva búsqueda, ya que no se podían quedar en Huanacancha. Llegaron al pequeño reino de Pallata donde nació Sinchi Roca, el primogénito de Manco Capac y Mama Ocllo. Para entonces ya contaban con un ejército considerable, por eso, vieron con buenos ojos el reino del Cusco y decidieron asentarse ahí definitivamente. Bajo el poder de la fuerza, obligaron a los pequeños pueblos aledaños a adherirse a los Taipicala, también usaron el matrimonio como alianzas, ya que Manco Capac casó a algunas Taipicalas con los líderes de cada pueblo conquistado.

Poco a poco los Taipicalas fueron ganando poder y se hicieron dueños del señorío del Cusco, a pesar que todavía tenían enemigos, sobretodo los Ayamarcas, pero Manco Capac y su ejército lograron imponerse. Con el paso del tiempo, los Taipicalas fueron llamados Incas.

José Arcadio Buendía y Úrsula Iguarán escaparon de su pueblo por la presencia fantasmal de Prudencio Aguilar, quien fuera asesinado por José Arcadio después de una pelea de gallos. Fue entonces que los Buendía y los más aventureros del pueblo fueron en busca de la tierra que nadie les prometió. Aquí vemos una semejanza con el pueblo de Taipicala, ya que ambas escapaban de sus terrenos por una razón inmanejable. Los Buendía se internaron en la sierra y en el camino nació el primogénito de la familia. Mama Ocllo trajo al mundo a Sinchi Roca camino al Cusco. En la empresa por buscar un nuevo hogar cerca al mar, los Buendía se dieron con la irrefutable realidad de que nunca llegarían a su destino. Fue entonces cuando decidieron fundar una aldea cerca al rio llamada Macondo.

Macondo era una aldea ejemplar fundada por los Buendía y un puñado de aventureros, seguidores de José Arcadio. No tuvieron que conquistar a nadie porque el lugar estaba en medio de la sierra. Aquí podemos marcar una diferencia con los Taipicalas, ya que ellos tenían que invadir a base de fuerza, con Manco Capac a la cabeza.

José Arcadio era el líder de Macondo. Dirigió la construcción de las casas y vio la distribución de la pequeña aldea. Manco Capac encabezó la unión entre los Taipicalas y los pueblos invadidos, con la intensión de hacerlos partes del nuevo imperio.

Podemos llegar a la conclusión de que la fundación de Macondo tiene un tono de leyenda, una especie de fábula donde todo puede ocurrir. García Márquez alguna vez dijo que deseaba escribir una novela donde todo el relato ocurriera en una casa, pero se dio cuenta que era imposible, por eso necesitaba crear un mundo, una aldea, para echar a andar su proyecto. Para entender a la Historia, a veces necesitamos de las leyendas para explicarnos cómo Manco Capac y Mama Ocllo pudieron viajar por el altiplano, llegar al Cusco y fundarlo. Una herramienta mítica de la que también hace uso García Márquez para comenzar una historia donde lo imposible se convierte en cotidiano y donde nunca jamás está a la vuelta de la esquina.

La niña de los ojos lindos

Había una vez un lugar muy lejos del centro llamado Banrural, algo parecido a una pecera gigante donde vivían seres vestidos de azul en unas cajitas de atención al público. Era el lugar perfecto para pasar la tarde entera y parte de la noche, encerrados, mirándose unos a otros, sobretodo, para el más romántico de la pecera, Ricardito, que no dejaba de mirar a la niña nueva de ojos miel, verdes, azules o los tres al mismo tiempo, surtidos en una combinación maravillosa y única.
Ricardito, que nunca se había atrevido a llamar a ninguna niña porque es tímido, una tarde perdió el miedo y se armó de valor, cogió una silla y le pidió a la niña de los ojos lindos que se sentara a su lado. Para qué, preguntó la niña; para conversar, respondió Ricardito.
El sentido del humor de Ricardito hacia reír a la niña de los ojos lindos, cuya sonrisa era la de un ángel, con unos labios rosa delineados y unos mármoles blancos perfectos, que juntos dibujaban la obra de arte más impecable y perfecta que ningún pintor surrealista ha podido crear hasta ahora. Su sonrisa era fantástica, surreal, pensaba Ricardito.

No pasó mucho tiempo para que se hicieran amigos. No pasó mucho tiempo para que Ricardito se enamorara de ella. Fiel a su estilo, romántico y bobo, el niño enamorado le dejaba mensajes sublimes escondidos por cada rincón de la pecera. Cuando la niña de los ojos lindos merodeaba el lugar y encontraba los mensajes, Ricardito, escondido, observaba la reacción de su amada y celebraba cada sonrisa que ella daba. Ricardito sentía que la hacía feliz y por eso minó toda la pecera de cristal con papelitos blancos que decían: te quiero ojos lindos.

Pasaron los días y Ricardito se las ingenió para conocer la casa de su amada. Le pidió que ella lo acompañe a hacer unos trámites al centro de la ciudad, y ella, encantada, le dijo que la fuera a recoger a su casa. Reto cumplido para Ricardito, porque no solo encontró la dirección de su doncella sino que pasó la mañana más linda después de mucho tiempo. Su bella dama vestía el mismo horripilante atuendo azul que todos los dueños de Banrural, pero que ceñido a su cuerpo parecía un vestido de gala. A mi niña todo le queda bien, pensó Ricardito. Conversando, se dio cuenta que la niña de los ojos lindos tenía una manerita de hablar muy particular, tenía un timbre de voz perfecto, de niña traviesa y frágil, dulce y apasionada, tenía la voz de una mujer, solo eso.

Ricardito pensó que no debió invitarla a salir esa mañana, porque se vio en problemas, se vio enamorado, más. Para remediarlo no tuvo mejor idea que regalarle flores, unas que se compran con una tarjeta de plástico pero que se entregan no con las manos, sino con el corazón. Cuando su doncella las recibió, iluminó con ráfagas de felicidad toda la pecera de cristal y no hubo día más feliz nunca jamás. Pasaron los días, porque es lo único que saben hacer, pasar, y Ricardito se propuso robarle un beso a la niña de los ojos lindos, un beso romántico, con una canción de Alejandro Sanz de fondo, con unas velitas en el centro de una mesa llena de deseos por cumplir que solo ella podía hacer realidad. Ricardito destapó el mejor vino y la mejor colonia de su armario, todo con tal de conquistar a la niña de los ojos lindos. Preparó la música de Boccelli y los gemidos de Sanz para darle el toque perfecto a la noche de su vida. Se sentó en el sillón de cuero negro donde siempre descansa viendo los mensajes de su doncella. No hizo nada más que esperar, se quedó dormido, pasaron las horas y la niña de los ojos lindos no llegaba, no habían mensajes que leer, uno a uno se fueron muriendo las velas de la mesita llena de deseos por cumplir y así la mañana acabó con la noche y con el corazón de Ricardito.

Valiente, porque Ricardito tiene un corazón preparado para la batalla, fue en busca de la niña de los ojos lindos. No la encontró. No está en la pecera de cristal. Su caja está vacía, no ha dicho a dónde va, solo se fue. Desconsolado y con una pequeña lágrima en el ojo izquierdo, el ojo que está más cerca de esa máquina boba que palpita sin parar, como el recuerdo de su niña de los ojos lindos, a la que espera cada noche, sentado en el mismo sillón de cuero negro, leyendo sus mensajes antiguos y cambiando las velitas, cada vez que llega la mañana.

La niña:

Ricardito. No pude llegar a tu encuentro.

Ricardito:

No te preocupes, yo te espero.

La niña:

Lo siento, creo que nunca llegaré.

Ricardito:

¿Por qué? La cena está lista.

La niña:

Lo sé, pero estoy muy lejos. En un lugar donde no puedes llegar.

Ricardito:

Pero yo voy a donde tú me pidas ojos lindos.

La niña:

Aquí no puedes venir, porque es peligroso.

Ricardito:

¿Dónde estás?

La niña:

No sé, es un lugar nebuloso donde cartitas en forma de avioncitos de papel revolotean encima de mi cabeza. Estoy encerrada en medio de relojes viejos, un mar a lo lejos, unas montañas pequeñas incendiadas por el sol y en el piso una manta rosa que lleva otro reloj puesto.

Ricardito:

¿Qué lugar es ese? Parece un invento tuyo, algo que solo está en tu mente. ¡Despierta niña!

La niña:

No puedo Ricardito. Ojalá te hubiera conocido antes, me caes bien.

Ricardito:

¿Por qué te despides?

La niña:

Porque es mejor así, prefiero estar aquí, en este mundo misterioso. Quizá encuentre a alguien con quien conversar, algún chico lindo como tú.

Ricardito:

¿Regresarás?

La niña:

Tal vez mi niño, porque nadie ha logrado llamar a los sueños, ahí está el encanto, ellos vienen solos.

Estar en la Universidad es una Cosa de Locos

PABLO

Habla pues mierda.

JOAQUIN

Estoy trabajando, no jodas.

SANTIAGO

¡Así que Karencita se va del país a estudiar! ¡Enhorabuena!

JOAQUIN

Si pues tigre, se va.

SANTIAGO

Tiene nuestra edad doctor, y nosotros no vamos ni a la universidad.

PABLO

Vagos de mierda.

JOAQUIN

¿Cual vagos oe? Genios relajados.

SANTIAGO

Es verdad tigre, nuestro IQ es superior. Pero somos relajados.

PABLO

¿Van a seguir intentando terminar la u?

JOAQUIN

¡Qué te pasa huevas! Claro pues, hasta morir.

SANTIAGO

Esta vez llevaré tres cursos. No puedo más. El horario es jodido.

PABLO

Cuando trabajaba como ustedes llevaba siete cursos.

SANTIAGO

Yo estudio ingeniería pues huevas. No esa carrera técnica que aún no terminas.



PABLO

¡Qué te pasa oe, imbécil! Ya me falta un ciclo para terminar.

JOAQUIN

Si pues, este huevón a pasado pagando todos los ciclos.

PABLO

¿Cuál pagando mierda?

SANTIAGO

Es verdad Pablo, no te piques.

PABLO

Qué culpa tengo yo de que a mis profes les paguen mal. Hay que motivarlos.

SANTIAGO

¡Ese concha!

JOAQUIN

Este ciclo prometo estudiar.

PABLO

¿En qué ciclo vas?

SANTIAGO

Acaba de cerrar primero.

JOAQUIN

¡Cuál primero huevón! Ando un poco atrasado, nada más.

PABLO

Y eso que ustedes trabajan medio día.

SANTIAGO

El horario es jodido.

JOAQUIN

A mí tampoco me alcanza el tiempo.

PABLO

Que te va a alcanzar pues, si estas de lanza con tres flacas.

JOAQUIN

Envidioso de mierda.

SANTIAGO

¿Ya te decidiste a quien le vas?

JOAQUIN

No tigrillo, las tres están buenas. Cada una tiene sus cosillas.

SANTIAGO

Quédate con la que terminó la u, fácil te empila y acabas algo.

PABLO

Mi compadre es bruto.

JOAQUIN

Relajado, bruto jamás.

SANTIAGO

¡Y a ti Pablito, qué tal te va con la rambo!

PABLO

Me tiene seco tigrillo. Es re contra asada.

JOAQUIN

Al compadre le pegan pe.

SANTIAGO

¡Qué fea vaina!

PABLO

Me quiere un culo, pero es muy celosa. La otra vez peleamos porque me llamó una amiga.

SANTIAGO

¿Quién, Pamela?

JOAQUIN

Si, seguro fue ella.

PABLO

Si pues, la gringa no me olvida. Pero la mandé a volar.

SANTIAGO

Bien ahí tigre.

JOAQUIN

Y tu imbécil, qué fue de la gorda.

SANTIAGO

Ya pues tigre no me sales la conversa.

PABLO

Esta dolido el ex Dalai Lama.

SANTIAGO

Nada, ya fue. Estoy paseando otras canchas.

JOAQUIN

Tigre, pero búscate a alguien que pague pe.

PABLO

¡Oe no huevón! La gorda estaba buena.

JOAQUIN

¡Cuál buena oe, ciego!

SANTIAGO

Es verdad tigre, nunca coincidimos en gustos.

JOAQUIN

Puras feas te hacen caso pe.

SANTIAGO

Habla bien mierda.

PABLO

No sé tigrillos, pero les puedo decir que nadie como mi rambo.

JOAQUIN

Dirás, nadie como mis tres bebes.

SANTIAGO

¡Fuera! Nadie como la fiel Manuela.

La Fe Cristiana en el Mundo Actual: El Amor y la Solidaridad

Desde niño me enseñaron que la fe cristiana es una necesidad del hombre y que tenerla apacigua el día a día en el mundo actual. Me enseñaron que en el mundo existía un ser supremo al que yo debía entregar toda mi confianza, mis creencias, mis plegarias, mis sueños y mi existencia, y a cambio, recibiría esa fuerza necesaria para vivir y ser un hombre bueno.

La definición de hombre bueno siempre fue una incógnita para mí. Mi padre no creía en este ser supremo y me preguntaba si a pesar de eso era un hombre bueno. Mi vecindario estaba plagado de señoras muy devotas del señor de los milagros y, sin embargo, no siempre me trataban con el mismo amor que profesaban a esa imagen de mármol a la que cargaban una vez al año.

Fui creciendo y la fe cristiana se convirtió en un conjunto de reglas (mejor dicho dogmas) irrefutables que mi rebelde corazón adolescente se empecinó en incumplir. Entendía cada vez menos por qué tener fe significa ir a misa todos los domingos, rezar, no tener sexo, no fumar, no beber alcohol, no bailar macarena y alejarme de todo lo que un hombre común pueda desear. Me deprimía mucho cuando escuchaba decir al sacerdote en la iglesia que como hijos de Dios debíamos buscar la santidad (Mateo 5:48), pero que nunca la íbamos a alcanzar porque el único santo era nuestro padre celestial. Yo no quería ser santo, no sabía y no sé lo que es eso, no tenía claro el camino de la santidad a pesar que todos me decían que ese camino estaba escrito en la Biblia, en la vida de Jesús, en los evangelios, salmos y proverbios.

Al fin y al cabo me decepcioné por completo de buscar ser alguien que hoy no existe y me preguntaba si era correcto seguir la forma de vida de un hombre que vivió hace dos mil años y al que no vi, al que jamás me presentaron, al que solo conozco por crónicas y libros que demandan una cosa esencial para ser leídos: fe.

Durante mi juventud me alejé del camino de la fe y busqué la razón, la ciencia. Buscaba hacerme un ingeniero potentado capaz de explicar todo con matemáticas y dejar de lado esa vida crédula que tantas dudas me había generado. Me peleé con Dios, me peleé con la iglesia, me peleé con todo el mundo y hasta conmigo mismo. En ese camino exacto de la razón, donde la verdad depende de un resultado, de un número, de una respuesta, nunca pude dejar de lado algo que camufladamente siempre había estado conmigo, una palabra difícil de precisar, cuatro letras pequeñas que derivan toda una investigación y un estudio exhaustivo de la razón y, porque no, de la fe. Porque fueron en mis primero años en la fe en los que descubrí el amor: el amor por mis padres, por mi familia, por mis amigos. Esa incapacidad de hacer daño a alguien, ese sufrimiento por el dolor ajeno, ese compromiso con mi vecino que seguro mi madre me inculcó. Me pude alejar de todo el mundo cristiano pero jamás del amor. A pesar de mi existencia bohemia, de mis egoísmos, de mis pecados capitales, nunca pude dejar de sentir amor por la persona de al lado.

La pregunta necesaria es: ¿Qué es el amor? No lo sé. Es en estos momentos que necesito un poco de fe y razón. El amor en mi día a día tiene que ver con el prójimo, con las personas que me rodean, con ese niño al que me cruzo en la calle, el que me vende caramelos, el que hace piruetas en los semáforos. El amor tiene que tener un receptor, aunque seas tú mismo, amor propio, autoestima, pero ese es un tema al que abordaremos en otra ocasión, ahora me importa el amor que construye una sociedad como la que Jesús nos enseñó en su estancia en la tierra: ama a tu prójimo como a ti mismo.

La enseñanza del amor va un poco más allá: ama a tus enemigos (Mateo 5:44). Es aquí donde hacemos una diferencia: amar al prójimo, al necesitado, al menos afortunado es una cuestión de solidaridad; amar a mis enemigos es una cosa heroica, santa.

‘La solidaridad y el amor al prójimo se asemejan en que en ambos apuesta uno por el otro. De ahí que el mandamiento del amor al prójimo encuentre en la solidaridad un terreno abonado. No obstante, la solidaridad y el amor al prójimo se diferencian en que, en la solidaridad, la apuesta por el otro está motivada por un presupuesto común. En el amor al prójimo no se da ese marco restrictivo. El prójimo es una persona cualquiera, incluidos los extraños y hasta los enemigos…[1]’

Al necesitado, al menos afortunado… encontramos aquí un presupuesto común. En el amor no hacemos un proceso de clasificación. Por qué hacemos esta diferenciación, porque el tener un presupuesto común es lo que el mundo actual entiende, ayudar a los niños del sur de nuestro país victimas del frío y las heladas, hacer algo por los ancianos en las casas de reposo, alegrar la vida de los enfermos con cáncer, recoger a los niños que duermen en la calle. Todo esto es llamado solidaridad, porque no lo hacemos creyendo en el mandamiento de alguien supremo, lo hacemos si estamos motivados o si nos sentimos llamados a cumplir con la vida y retribuir un poco de las comodidades que disfrutamos. En el amor existe un punto importante, la fe: ‘entendemos por tal la aceptación del testimonio de un hombre sobre una noticia, promesa o acontecimiento cualquiera, fiados en el conocimiento y veracidad del que lo da…[2]’

Es la necesidad de creer ciegamente (tener fe) en el testimonio del hombre que nos enseñó qué es el amor: Jesús. Por esa razón, en el mundo cristiano no nos alcanza con la solidaridad, tenemos que llegar al amor porque va más allá de una obligación.

Amar a tus enemigos es la siguiente prueba. Si a veces es complicado amar a las personas que tienes que amar (sea familia, por ejemplo) ahora resulta que debemos amar también a nuestros enemigos, a los que nos han hecho daño, poner la otra mejilla, rezar por mi secuestrador, perdonar a mi violador, eliminar todo sentimiento de repudio contra mi antagonista. Cabe resaltar que para el cristianismo los derechos del hombre pasan por su existencia pero no por su valor o aporte a la humanidad. Bajo esa premisa, podemos decir que el amor al prójimo se sostiene de esa base para demostrar que la persona del frente no es mi enemigo sino un hombre al que debo amar por la única razón de que existe.

Cualquiera diría que solidarizarse o amar a una persona es éticamente correcto. Los cristianos hacen una diferenciación clara al respecto. Si amas a una persona nunca hay pierde, siempre construyes en ella algo mejor, trasciendes, lo elevas de nivel. Si te solidarizas entras a una ambivalencia ética, porque pasas por alto el hecho de que hacer cosas buenas por alguien no significa cambiarle la vida, no necesariamente. Darle una moneda a un mendigo no lo aleja de la pobreza en la que vive, por el contrario, lo condena a esa vida inhumana de extender la mano para vivir. Por lo tanto, no toda acción ‘buena’ construye existencialmente, en muchos casos, destruye.

Volviendo al amor al prójimo, está compuesto por tres manifestaciones existenciales: la confianza, la esperanza y la misericordia. Esta última es la más importante, porque radica en una actitud espontánea y un resultado positivo. Estas dos partes de la misericordia son inseparables, no hay actitud espontánea sin resultado positivo y viceversa. Entendemos por actitud espontánea a la acción producto de un impulso en completa armonía con todo lo que nos rodea. No hay premeditación, no existen intereses personales. La actitud espontánea es generada sólo por el prójimo y busca un resultado positivo en su existencia. La madre Teresa de Calcuta es un ejemplo claro de ello. Dedicó su vida a cuidar enfermos y, gracias a ella, esas personas condenadas a muerte tenían mejores condiciones de vida, sin que la madre consiguiera a cambio algún beneficio. Aquí observamos acción espontánea: un día decidir dedicar su vida a cuidar enfermos en todo el mundo; y resultado positivo: estas personas enfermas pasaron sus últimos días de agonía en los brazos de una madre incondicional.

En conclusión podemos decir que es más fácil solidarizarse por el prójimo y aliviarnos el sentimiento de culpa al ver a otro ser humano en desgracia. Porque es contradictorio pensar que el amor es un mandamiento cuando hablamos de actitudes espontáneas y demás. Es tal vez por esa razón que me alejé del mundo cristiano, porque profesan algo que es difícil de alcanzar y que la mayoría de sus feligreses no cumplen. Sin embargo, saludo esa disposición por buscar lo ideal, lo inalcanzable, porque es merito de la ciencia pretender cosas impensables y quizás esa es la semejanza más autentica entre la religión y la ciencia.

‘Sed, pues, vosotros perfectos, como vuestro Padre que está en los cielos es perfecto…’ (Mateo 5:48) y yo agregaría: ‘…busca la perfección por medio del amor y suma a la humanidad, convirtiéndote en un verdadero hijo de Dios…’







[1] Knud E. Logstrup (1982) Fe Cristiana y Sociedad Moderna – Solidaridad y Amor. Código ISBN de la Obra completa 84-348-1513-3. Ediciones S.M. 1987 Joaquín Turina, 39 – 28044 Madrid. Pág. 130

[2] Antonio Royo Marín (1973) La fe de la Iglesia – Lo que ha de creer el cristiano de hoy. Código ISBN 84-220-0648-0. Segunda Edición. Impreso en España. Pág. 17.

Cuando las mujeres toman y los hombres miran

¡Qué vivan las aventuras! grita Ruperto cuando me despido de la fiesta de Oscar, mi supervisor. Salgo cabizbajo, pensativo, con Ana del brazo, pensando que quizás hubiera sido mejor no ir a la fiesta o que mejor hubiera sido ir solo o que tal vez mejor hubiera sido que vaya ella, pero en ninguno de los casos, los dos juntos.

Nunca he tenido suerte con las mujeres y las fiestas. Es una mala combinación, un dueto distanciado que no logro amistar. Son pocas las veces en las que me ha ido bien en una fiesta, en las que me he divertido y he bebido como un maldito desgraciado. Siempre soy cauteloso y no quedo desmayado en alguna esquina. Casi nunca me liga con una amiga cariñosa y siempre termino yendo solo a casa pensando que mejor hubiera sido ahorrarme el esfuerzo de salir.

Alguna vez una novia terminó declarando su amor platónico a un amigo en una fiesta de la universidad. Otras veces he salido gritando y llorando porque en medio de la borrachera terminábamos hablando de temas incómodos, hirientes, cosas que no se deberían decir, recuerdos que no se deberían evocar, momentos que son mejor dejarlos en el pasado. Otras veces el despecho de alguna novia hizo que me abandonara en medio de la fiesta y que se fuera con algún amigo que tuviera coche.

También he tenido algunas victorias, son pocas, pero son. Algunas veces he terminado con una amiga complaciente, he bailado mucho y gracias al alcohol en mis venas era el centro de alguna reunión intrascendente. Pero debo ser honesto y decir que también he terminado en el rincón de los perdedores, de los que no bailan, de los lornas académicos que llevan su tarea de matemáticas a las fiestas y ninguna chica que se respete quería acercarse a mí.

Las veces que salgo a una reunión con una novia siempre acaban mal. No me gusta que ellas tomen porque siento que las desinhibe demasiado y que sumando al baile y al ambiente festivo terminaran haciendo el ridículo, o peor aún, poniéndome en ridículo. Tal vez las subestimo, quizás debería darles más crédito y confiar en ellas, pero no, siempre hago lo que no debo hacer y es por eso que siempre me equivoco a la hora de decidir si ir a una fiesta o no.

Ana intentó sumarse a mi alegría, a la noche prometedora que advertía las primeras horas en casa de Oscar. Estaban todos los chicos de mi nueva oficina. No faltaba comida, no faltaba trago, no faltaban cigarros, todo parecía propicio y los astros confabulaban para que fuera una gran noche. Ana necesitaba un aliciente, algo que le permita soltarse un poco con mis amigos, tal vez fue difícil para ella estar en un ambiente que no le es familiar (porque estando en ambientes familiares también le cuesta, ¡tonto yo! para no preverlo) entonces distraía sus manos con cigarros mentolados que yo no aguanto, bebía cerveza cada vez que le ofrecía, cuando se le terminaron los cigarros mentolados le pedía a Ruperto otros más serios, de la marca Kent, que seguro son mejores que esos mentolados pero joden más la cabeza y peor aún si los acompañas con vasos de Wisky y Red Bull que le terminaron dando demasiadas alas, tantas, que nos llevaron a casa antes de lo pensado.

Abandoné la fiesta cuando estaba en su mejor momento. Hasta ese entonces se habían ido las personas que fueron por cumplir y se quedaron los chicos que querían pasarla bien, los que deseaban tomar hasta morir, los que esperaban escuchar el hit Hasta las seis de la mañana me vacilo. Ana se puso mal. La cabeza le daba vueltas, sus ojos se le cerraban, su caminar era zigzagueante y no soportaba las vueltas que le daba al momento de bailar salsa. Llévame a casa, decía Ana. No lo hagas Ana, respondía. Me siento mal, replicaba. Por qué tomas si no sabes hacerlo, reprochaba.

Al final de la noche me doy cuenta que no soy un chico nocturno, que las fiestas siempre terminan mal para mi, que mis novias acaban amando a otros chicos porque yo no soy lo suficientemente encantador en una fiesta y otros tienen el talento de encandilar a las mujeres, de seducirlas con un baile exótico y un verbo entrenado en las mil y una noches de juerga romana que la mayoría de mis amigos se han regalado en el transcurso de su vida.

Yo nunca fui un chico tonero y ahora tampoco lo soy. Me gusta beber pero con el fin de conversar entre amigos que no se guardan nada, pero no entre novios y novias porque siempre terminan reprochando el tiempo atrás o envalentonándose y creyéndose inmunes a las cosas del pasado que realmente nos joden, porque saber algunos detalles nos hacen daño, y no porque sean recuerdos malos, sino porque no estuvimos ahí.

Ana no tiene la culpa de ponerse mal, son temas que escapan de nuestras manos, el cuerpo reacciona como quiere, la mente cobra un papel importante en esos casos, seguramente no se sentía cómoda y quería irse. No me molesté, cumplí su pedido, la llevé a casa y así terminó la noche de sábado en casa de Oscar, una noche que prometía un gran final, pero que para mí, siempre queda en promesa.

El mar y yo

Alguna vez participé de un taller de teatro en la católica. Tenía veinte años, dos sicólogos en mi haber y tres profesiones inconclusas. Jamás pensé hacer teatro, siempre he sido tímido y cohibido. Todas las veces que he necesitado pararme frente a un escenario han sido boicoteadas por mi necesidad de mantenerme en el anonimato, en el silencio del montón, de donde seguramente nunca saldré.

En el taller de teatro que hice con Alejandra Guerra, una actriz no muy conocida pero indiscutiblemente buena, talentosa y divertida, conocí a cuatro chicos no menos talentosos, aficionados al teatro más que yo, asiduos concurrentes a las plazas y centros culturales donde exponen las últimas obras de ese arte tan fascinante como lo es el teatro.

René, un chico no muy alto, gracioso, de cabellos ondulados, publicista, de vestir desalineado, profesor de ingles; Sonia, una chica alta, sicóloga, tímida, de tez morena, linda y de bella sonrisa; Andrea, pequeña, de rasgos árabes, linda, gran actriz, una mujer pensante, muy inteligente; y, Verónica, la más linda de todas, una actriz por mayoría de votos, inteligente, bella, estudiaba lo mismo que yo, ingeniería, pero con mayor éxito.

Verónica me cautivó desde el primer día de clases en el taller de teatro. Tenía una sonrisa increíblemente mágica, capaz de borrar lágrimas o tristezas. Era delgada y de una cabellera larga como la inspiración que provocaban sus ojos. Le encantaba el teatro pero como un pasatiempo. Ella quería ser ingeniera, terminar su carrera y seguir estudiando en el extranjero. Le gustaba viajar, conocía casi todas las ciudades del país, sobretodo la selva donde vivían sus abuelos. Alguna vez viajó a Buenos Aires y se maravilló con el país de Cortazar y Borges. A su regreso me contó que caminando por las calles del centro de BA llegó a un mini mercado llamado Rodo. Se tomó unas cuantas fotos bajo el letrero de aquel lugar y se acordó de su amiguito de teatro que tanto la quiere.

Verónica tenía novio, un chico de la católica que no gusta mucho del teatro. A pesar de tener una novia tan linda como Verónica nunca aparecía en escena, no la iba a recoger a las clases, no la buscaba en las horas de clases en la universidad, dejaba que fuera con nosotros a cuanta obra presentaran en el centro cultural y él ni se aparecía. Por momentos pensaba que la relación entre Verónica y este chico pragmático iba camino al fracaso, pero me equivoqué, porque eran una pareja estable, constituida, casi el matrimonio perfecto. No había manera de que Verónica se fijara en mi, no había forma de cautivarla, de decirle cosas insinuantes porque existía el miedo de que me abofeteara y dejara de quererme.

Un día (como en los cuentos de hadas) este grupo de intrépidos muchachos decidimos salir de paseo a la playa. Yo me opuse desde el primer momento, porque odio la playa, la arena, el sol y tengo un respeto desmedido (colindante con el miedo) al mar, pero como era de esperarse, nadie tomó en cuenta mis alegatos y por mayoría de votos decidieron ir a las playas del sur. Sonia era la más entusiasta con la decisión de ir a la playa, porque desde niña iba al sur con su padre y reencontrarse con el mar la hacia ponerse más bella que nunca. Andrea no era muy entusiasta pero tampoco le molestaba la idea de ir al sur. René estaba feliz de salir con chicas tan lindas. Verónica estaba preocupada por lo que pensaríamos al verla en ropa de baño, porque sospechaba erróneamente que la íbamos a descalificar, cuando en realidad, fue todo lo contrario. René y yo no dejábamos de mirarla, no con lujuria sino con embelesamiento, con admiración, nos convertimos en fanáticos de su figura, en fetichistas que buscaban tomarse una foto a su lado para enmarcarla en el centro nuestra alcoba.

Yo con mi cuerpo decadente, solo me quedaba divertirme y comer mucho arroz con mariscos y cebiche. Nos tomamos muchas fotos. Las chicas morían por tocar el mar con sus cuerpos bellos y delicados. René y yo apostábamos por la broma, la chacota, los comentarios en doble sentido y por comer mientras ellas chapuceaban en el mar. Son pocas las veces que he ido a la playa y no me siento mal por eso, porque de niño mi padrino me obligó a meterme al mar, me levantó y me lanzó a los brazos de las olas y no pude nadar porque mi cuerpo estaba paralizado por el ruido de esa masa enorme de agua salada.

Esta vez seria diferente. Por amor a Verónica dejaré de comer mariscos y me lanzaré al mar y lucharé con él por una supervivencia y a la vez una cuenta pendiente desde cuando era niño. Abandoné a René y fui en busca de Verónica que estaba jugando con las olas. Fui decidido, con ánimos de ganar esta rivalidad entre el mar y yo. Me lancé sin miedos, sin recuerdos ingratos, me sumergí en las aguas saladas del pacífico y me sentí un pez, una ballena, todo un lobo marino esmirriado y famélico.

La aventura duró poco. Mi insolencia fue vapuleada por la grandeza del océano. Me revolcó, me humilló, me sometió a la vergüenza ante los ojos de Verónica que no hacia otra cosa que reírse de mí, de mi desgracia, de mi torpe manera de encarar el mar.

Esa tarde terminé con arena en todos los agujeros de mi cuerpo. Verónica me consolaba con su sonrisa amplia y perfecta. El sol iba cayendo y mi osada incursión al mar pasó a ser recordado con ternura y cariño por parte de mis amigos del teatro, pero sobretodo por Verónica, que no dejaba de acariciar mi cabellera cada vez que alguien se burlaba de mí durante el viaje de regreso a casa.

Conversaciones imprudentes

Eduardo: Me molesta que hables de tus ex.

Ana: Sólo fue un comentario tonto.

Eduardo: Haré tantos comentarios tontos que te rayaré la cabeza y no podrás dormir.

Ana: Perdóname amor. Soy una engreída y me molesta que no pueda cambiar eso.

Eduardo: Es que realmente no crees que estas actuando mal, sólo quieres cambiar por complacerme.

Ana: Es que te amo mucho, como nunca he amado a nadie.

Eduardo: No parece. Porque siento que jodemos la relación con cada conversación que tenemos.

Ana: No digas eso. ¿Acaso no me amas?

Eduardo: Si te amo. Me importas y por eso me llega que hagas comentarios tontos.

Ana: Tienes razón. Soy una tonta.

Eduardo: No es para tanto.

Ana baja la cabeza y llora. Eduardo la consuela con un abrazo y un beso en la frente.



Sofía: ¿No me puedes perdonar que haya tomado unos tragos con los amigos de mi hermana?

Sergio: No tengo nada que perdonarte, es tu vida. Además no es novedoso para mí verte o escucharte con tragos encima.

Sofía: ¡Eres un patán! ¿Cómo vas a decirme eso? Siempre me sacas en cara todo lo que hago. No tomas en cuenta lo difícil que es para mí vivir tan lejos de ti.

Sergio: Haz lo que quieras con tu vida. No me importa.

Sofía: ¿Ya no te importo? ¿Recién me lo dices?

Sergio: Si tomas no deberías escribirme.

Sofía: Pero tú me escribiste reclamando que no te escribía. ¿Quién te entiende?

Sergio: Si quiero que me escribas, pero no borracha.

Sofía: ¡No me digas borracha! sólo tomé unos vasos de wisky con mi hermana y sus amigos. No tiene nada de malo que me divierta en mis tristes días en Paris.

Sergio: Ya te dije. Haz lo que quieras.

Sofía se queda en silencio. Sergio piensa que está gastando su línea telefónica en vano.



Elvira: Javier necesito un favor.

Javier: Milagro que me escribes. Dime.

Elvira: Mi DNI ha expirado y necesito cobrar un cheque. ¿Crees que puedas ayudarme?

Javier: Anda a mi agencia y te pago el cheque.

Elvira: ¿De verdad?

Javier: Claro. Pero, tú sabes cómo tienes que pagar el favor.

Elvira: ¿Cómo?

Javier: No te hagas. Sabes de lo que hablo. Nos encontramos en el lugar de siempre.

Elvira: ¡Ay! ¡No cambias! No, contigo ya no pasa nada. Tengo muy malos recuerdos contigo en ese lugar.

Javier: ¿De verdad? Entonces déjame reivindicarme.

Elvira: No. Pero no me niegues el favor pues. De verdad necesito cobrar ese cheque.

Javier: Ya sabes cuál es el precio.

Elvira: ¿Estás hablando enserio? No me obligues a buscar a otra persona.

Javier no responde, le duele que Elvira haya dicho que no tiene buenos recuerdos de él. Elvira está en un hotel con su novio, preguntándose cómo va a cobrar su cheque.



Joaquín: Ven a mi casa, yo te pago el taxi.

Alejandra: Ya es muy tarde. Estoy en mi cama a punto de dormir.

Joaquín: No importa, cámbiate y ven a mi casa. Después vamos a un lugar donde podamos estar solos.

Alejandra: ¿A dónde?

Joaquín: A un lugar donde podamos ver televisión, sacarnos los zapatos y conversar echados sin preocuparnos de las formas, el tiempo y el frío.

Alejandra: ¿Quieres ir a un hotel?

Joaquín: Puede ser. ¿Tú quieres?

Alejandra: Si quieres vamos, pero yo sé que no va a pasar nada.

Joaquín: ¿Por qué estas tan segura?

Alejandra: Porque no quiero tener sexo contigo.

Joaquín: De acuerdo, pero toma el taxi y vamos a un hotel. Quiero verte.

Alejandra: Hoy no. Mejor dejémoslo para otro día.

Joaquín: ¿A qué tienes miedo?

Alejandra: A nada, pequeño.

Joaquín: Te espero entonces. Tengo muchas ganas de verte.

Alejandra: Entonces imagínate que estoy ahí, duerme, sueña conmigo y nos vemos otro día.

Alejandra se queda dormida. Joaquín no duerme pensando en ella.



Mamá: Deberías volver a la universidad.

Sergio: No quiero hablar de eso.

Mamá: No haces nada por la vida.

Sergio: Mamá, se supone que soy escritor.

Mamá: ¿Supones? ¿Eres o no eres?.

Sergio: No lo sé. ¿Lo soy?

Mamá: Nunca sabes lo que quieres. ¿Cuándo será el día que encamines tu vida?

Sergio: Mi vida tenía un camino, pero el camino me lleva muy lejos.

Mamá: ¿A dónde lleva tu camino?

Sergio: A Paris.

Mamá: ¡Ay! Olvídate de Sofía. No tienes nada que ofrecerle, serías una carga para ella.

Sergio: Pero ya terminé mi novela y voy a publicarla.

Mamá: Cuando la publiques hablamos.

Sergio: ¿No crees en mí, no?

Mamá: Claro que creo en ti, hijo. Pero mejor regresa a la universidad y termina ingeniería.



Francisca: ¿Tienes el teléfono de José o de Luís?

Eduardo: No.

Francisca: ¿Qué pasa? ¿Por qué me contestas así?

Eduardo: ¿Así cómo?

Francisca: Sólo te pido el teléfono de los chicos porque hoy vamos a salir a bailar y quiero confirmar la cita.

Eduardo: No tengo el número de nadie. Busca en la guía telefónica.

Francisca: Eres un grosero. ¡Infeliz!

Eduardo: Espero que te diviertas. Lástima que a mí siempre me niegas una salida.

Francisca: No es verdad.

Eduardo: No me digas nada. Baila todo lo que puedas.

Francisca: No te molestes. Te prometo que pronto saldremos tú y yo.

Eduardo se queda callado. Sabe que no es verdad, que su chica lo ve como un amigo conveniente, sin compromiso, sin amor.

Llegó Vida

Llegó Vida a casa. Vida es Vidalina, una chica de Cajamarca que llegó a Lima a trabajar en el departamento de mis padres. Yo no estuve de acuerdo con su llegada, porque el departamento de mis padres es muy pequeño y no necesita una persona más que haga intransitable la sala y el comedor. No me gusta tener gente extraña en casa, pero mis padres necesitan a una persona que les ayude en las cosas que mi hermana y yo no pensamos hacer.

Vida tiene 30 años. Nació en la misma ciudad que mi padre, San Miguel de Cajamarca. Tiene una hija de cinco que todavía no va a la escuela y una madre que le pidió que venga a Lima porque Nina, mi tía (que en realidad se llama Guillermina), le comentó que su hermano, es decir, mi papá, necesitaba una chica que lo ayude con las cosas domésticas.

La primera noche escuché a Vida sollozar. Seguramente extraña a su hija y a su madre. No tengo muchas fuerzas emocionales como para acercarme a ella y consolarla. Estoy mal estos últimos días. No pensé que la soledad fuera tan dura conmigo. Extraño a Sofía, pero no tengo valor para llamarla, solo le escribo y me aferro a la idea de su regreso aunque sea lejano.

Vida es muy diligente y tímida. Me causa gracia cuando se sonroja porque no se acostumbra a comer con desconocidos. Es gracioso cuando me dice: joven, cosa que puede ser cierta porque tengo el cuerpo de un chico de veinticuatro años, pero el alma de un viejo de ochenta en su lecho de muerte.

Nunca pensé que una mujer podía hacerme tanta falta, excepto mi mamá. Ya se cumplirá un año de la partida de Sofía y aún tengo el recuerdo de esa última noche en mi casa, dormidos de la mano, deseando que la mañana no llegase. Ahora sólo tengo su foto al lado de la maquina donde siempre escribo, su álbum escondido en mi mesita de noche, su gorra crema de una radio local, su caricatura gigantesca, el polo de la facultad donde estudiábamos, sus cuadernos y sus notas al pie de pagina.

Hablé con Vida y le dije que mi cuarto es un lugar al que no debería entrar con mucha frecuencia. Que mi habitación no necesita limpiarse, porque de eso me encargo yo, que no necesita tender mi cama porque yo la desordenaré a mi regreso, que mis libros y mis cachivaches no deben moverse de donde están. Vida obedece y se va con mi hermana, la menor de la familia. Maricé tiene trece años y está con toda la rebeldía adolescente. Por momento se lleva bien con Vida, por otros, sobretodo cuando le dicen que dormirá en su habitación hasta que ambienten un lugar cómodo para ella, la odia y no la quiere ver. La noche del sábado estaba a punto de salir al cine, no sabia qué ver, solo estaba esperando a una amiga que escogiera la cartelera. Mi madre comenzó a discutir con Maricé, porque ella no soportaba una noche más durmiendo con Vida. Defendía su privacidad, su espacio, no era justo que la obligasen a compartir su cuarto con otra persona. Mamá me pidió que hablase con ella antes de irme. Yo no sabía qué decirle, no tengo manejo con los chicos berrinchudos y engreídos.

-¿Qué te pasa Maricé?

-No te importa. Déjame sola.

-¿Es porque no quieres compartir tu cuarto con Vida?

-Si, por eso.

-Pero no es para siempre, sólo por un tiempo.

-No, no quiero, con las justas soporto que mamá duerma aquí cuando se pelea con papá. Menos soportaré a una chica que no conozco.

-Pero si papá y mamá pelean todo el tiempo. Ya deberías estar acostumbrada.

-Si, lo estoy. Es mi mamá, que puedo hacer. Pero Vida no es nadie, no quiero dormir con ella.

Me quedo pensando, buscando una solución.

-¿Qué puedo hacer para que no hagas escándalos y dejes que Vida duerma unos días contigo?

-Dame dinero.

-Oye, eso es extorsión.

-Lo sé, necesito liquidez.

-Como has crecido. Y pensar que te tuve entre mis brazos.

Maricé ríe escandalosamente.

-Ya pues, hablas como mamá.

Reímos los dos.

-¿Cuántos quieres?

-Cincuenta soles.

-OK, sigue peleando con mamá. Yo me voy.

-OK, OK, con veinte me conformo.

-Ahora está mejor.

Le doy los veinte soles y siento por dentro la satisfacción de ser un buen hermano y un futuro buen padre.

-Deja que Vida duerma unos días contigo sin chistar. Yo le diré a papá que acelere la ambientación de su nuevo cuarto.

-¡Vale!

El domingo Vida estaba muy callada en la lavandería. Me da cierto remordimiento estar echado en el mueble viendo televisión sin conversar con ella, dejando que se aburra entre estas cuatro paredes blancas. Voy a la lavandería y la encuentro leyendo. Tenía entre sus manos un libro azul, pequeño. La pasta decía: La Santa Biblia, edición Ilimitada, prohibida su venta. Le pregunté qué leía. Me dijo: la Biblia joven. Qué dice la Biblia, digo. Que la vida tiene pruebas y que debo ser valiente para superarlas, dice. Qué prueba estas pasando, pregunté. Estar acá pues joven con ustedes, respondió. Sonreí. Lo harás bien, dije. Dios debe ser muy malo para obligarte a pasar esta prueba tan difícil, tan difícil como alejarme de Sofía, pensé. Esa tarde me fui a mi cuarto, cogí la Biblia y traté de entender a Dios.

Han pasado los días y su presencia se ha convertido en cotidiana. No habla mucho y por estos días creo que es lo mejor. Me molesta a veces porque no quiere comer lo que mi mamá prepara, y no porque no tenga hambre o porque no le guste, sino porque se siente limitada, cohibida, a pesar de que le hemos dicho que puede comer todo lo que quiera.

Hemos vuelto a ser cinco personas en la casa. Desde que mi hermana se fue hace dos años nadie había intentado pasar más de una semana con nosotros, ni siquiera Sofía. Somos insoportables, aburridos, siempre hacemos lo mismo y nunca salimos de nuestras cuatro paredes. Sofía hacia que los sábados fueran distintos. A veces se quedaba a dormir. En esos tiempos Maricé no se molestaba mucho, en realidad no se molesta cuando la aspirante a compañera de cuarto es Jimena, Susan o Brigit, sus amigas de la escuela. Algunas veces Vida no tiene nada que hacer en el departamento. Otras, prefiero no decirle nada y hacerlo yo porque no me gusta subordinar a alguien, no me siento bien y menos si creo que la paga es mala aunque mi madre dice que la comida diaria compensa. El día que Sofía y yo vivamos juntos no tendremos a nadie que nos ayude. Viviremos los dos, sin terceros, en una burbuja gigante sin lugar para nadie más.

Espero que Vida no decida irse como se fue mi hermana. Creo que con el tiempo se acostumbrará a vivir con nosotros y se sentirá parte de la familia. Quien sabe en las próximas semanas se anime a salir a la calle a visitar a una hermana a la que no ve por años. Lima intimida a cualquiera, pero sé que Vida lo hará muy bien.

La leyenda del Dragón Rosa

Cuando era cajero de un banco nacional siempre me preguntaba de dónde salía tanta plata. Mis manos se cansaban de acariciar billetes que no eran míos, mis ojos se nublaban con la cantidad de personas que invadían el salón del banco, esperándome, para dejar más dinero.

Yo trabajaba en la avenida Aviador en San Joaquín, un distrito de clase media-alta, con lindos parques, edificios enormes y calles silenciosas. La avenida Aviador era el lugar más comercial de este distrito. Era una avenida llena de restaurantes, casinos, cabinas de Internet, mercados, bancos, hoteles y baños sauna. Todos estos negocios repartían su dinero entre las agencias de banco más populares del país.

El banco para el que trabajaba era ese que usaba un cuy para sus propagandas televisivas. En mi diario transcurrir atendía a muchos tipos de personas, pero sobretodo: ‘chinitos’. Los clientes orientales entraban a mi agencia y se divertían con el famoso ‘cuy mágico’ que regalaba plata y con los videos hechos en casa que repetían una y otra vez en el televisor donde se proyectaban los tickets de atención. Y es que mi agencia parecía una sucursal de China, Corea, Japón o de algún país asiático donde todos eran jaladitos y hablaban en una lengua incomprensible que, para muchos, hasta daba miedo.

Los ‘chinitos’ eran muy serios. Algunos no respondían al saludo, otros parecían tener problemas con el agua y al jabón porque nunca se bañaban, la mayoría no conocía el peine, siempre repetían el mismo ajuar, pero sin embargo, cargaban en sus cuentas millonarias sumas de dinero. Un prejuicio tonto el mío, pero válido para mis amigos que siempre se burlaban de cada ‘chinito’ que llegaba a mi ventanilla.

La avenida Aviador era un lugar tranquilo, urbanizado, con pistas saneadas y una obra ferroviaria inconclusa de un gobierno nefasto de hace veinte años. Los quioscos en las esquinas vendían cada día la noticia más violenta en los diarios de la capital. Historias de lugares lejanos a la avenida Aviador. Muerte, violaciones, corrupción, delincuencia y demás cánceres de esta sociedad invadían las carátulas de los periódicos.

Una mañana antes de ir a trabajar, leí un titular colgado en el quiosco de la esquina donde hablaban de una muerte que había enlutado la avenida Aviador. Un ‘chinito’ dueño de un restaurante había sido encontrado muerto en el interior de su departamento con tres disparos en la cabeza y varios cortes en el cuerpo. La policía estaba tras los pasos de los asesinos pero aún no se sabía mucho. La noticia me consternó, me pareció difícil de creer porque esas cosas no pasaban a menudo en la avenida Aviador. Más creció mi sorpresa cuando leí el nombre de la victima: Mr. Lie.

Mr Lie era un fiel cliente. Siempre hacia depósitos por montos grandes en mi ventanilla. Recuerdo que me había cogido cariño. Alguna vez me dio pases libres para dos personas en su restaurante, otras veces me dejaba propinas por evitarle la espera y, era tanta nuestra confianza, que en muchas ocasiones no contaba el dinero que traía y simplemente hacia el deposito.

Mr. Lie estaba muerto. Ese ‘chinito’ encantador que siempre me hacia reír con su forma de hablar el castellano había sido asesinado cruelmente en su departamento y jamás lo volvería a ver. Me entristeció la noticia.

Llegué a la oficina y el titular era el tema de conversación. Todos tenían una versión de los hechos, algunos se basaban en la información leída en los diarios, otros dejaban aflorar su imaginación afiebrada y otros como yo guardábamos un minuto de silencio por nuestro querido amigo Mr. Lie.

En la avenida Aviador corría el rumor de la existencia de un grupo llamado el Dragón Rosa. No se tenía ninguna información oficial de este grupo de asesinos, pero se decía que eran una organización dedicada a la extorsión de comerciantes de origen chino y que habían instalado sigilosamente su centro de operaciones en la avenida Aviador. Este grupo de sanguinarios delincuentes eran capaces de cobrar ‘cupos de vida’ a cada comerciante chino, dueños de restaurantes, saunas, casinos y demás, con la condición de dejarlos vivir si cumplían con el pago puntal de los montos requeridos. Yo no creía mucho en esa historia de película china donde el protagonista es Jacky Chang o Bruce Lee. Consideraba que el asesinato de Mr. Lie era un intento de robo de alguna banda local de delincuentes menores y no una organización internacional. Los chicos en sus ventanillas antes de abrir la agencia seguían comentando sobre la muerte de nuestro conocido cliente y sobre sus posibles asesinos: los Dragones Rosa. Decían que esta banda estaba compuesta por ‘chinitos’ marginados en las convocatorias de empleos y que la necesidad los había llevado a tomar represalias contra los causantes de su falta de trabajo. También decían que eran de alguna opción sexual alternativa porque sus victimas tenían cortes con alusión a símbolos masculinos y se ensañaban con las desfiguraciones de rostro y entre pierna. Por un momento pensé que estaban exagerando y que nada de lo que mis compañeros de trabajo decían era cierto. Pero quedé sorprendido cuando abrí un diario y encontré las fotos de Mr. Lie, muerto, desfigurado, y entendí que no todo lo que se decía era producto de la imaginación de mis amigos.

‘La victima fue encontrada con tres balazos en la cabeza y decenas de cortes en la cara y en el bajo vientre. Se sospecha de algún tipo de tortura china o de un ritual homofóbico…’, decía el diario.

No sospechaba que Mr. Lie fuera homosexual, aunque nunca se sabe.

El diario también hablaba de unas cuentas en los bancos a nombre de personas sospechosas de ser miembros menores de esta organización. Supuestos peruanos de padres chinos con documentos de identidad adulterados habían abierto algunas cuentas bancarias donde las victimas depositaban el valor de los cupos por sus vidas.

¿Los infinitos depósitos que Mr. Lie hacia tendrían algo que ver con estas cuentas?, me preguntaba, mientras contaba mi dinero para comenzar el día.

Los chicos hacían bromas sobre los posibles depósitos a estas cuentas fraudulentas, sobre la olla de grillos que se estaba develando y esperábamos, de todo corazón, que la existencia de esas cuentas bancarias fuera una exageración de la prensa.

Abrimos la agencia y comenzamos a trabajar con un cierto miedo. La tranquilidad de la avenida Aviador había sido saboteada por esta muerte lamentable de Mr. Lie. Con forme iba atendiendo a los clientes sentía que Mr. Lie aparecería en cualquier momento, con su bolsita de dólares o soles y una gaseosa de cortesía por la atención. Después de leer la información del diario empecé desconfiar de los ‘chinitos’ y sus depósitos de fuertes cantidades de dinero. Como ya no estaba Mr. Lie y por miedo a que lo dicho en el diario sea verdad, que las cuentas bancarias beneficiarias estuvieran a nombre de miembros de esta organización criminal, comencé a pedir documentación sustentatoria y explicaciones escritas del motivo, procedencia y destino del depósito. Llenaba unos formatos de mayor cuantía y declaraciones juradas que el banco por norma solicitaba. Para mi sorpresa, los ‘chinitos’ eran muy renuentes al momento que les pedía esa información. Nadie quería firmar los formatos de mayor cuantía y declaraciones juradas, tampoco daban datos verídicos sobre el destino de los fondos. La procedencia era lo más claro, todos decían que era producto de sus negocios en la avenida Aviador, pero nadie especificaba más sobre el motivo y destino de los depósitos en efectivo. Mis miedos comenzaron a agrandarse, tal vez era verdad lo que informaba el diario, quizás la mafia china existe y la tenemos más cerca de lo que pensábamos.

Hablé con mi supervisor sobre el tema, le dije que tenia ese presentimiento, que los chinitos ya no querían hacer sus depósitos y se llevaban el efectivo preguntando que desde cuándo piden toda esa información porque nunca antes la habían dado. Mi supervisor me conminó a seguir aplicando la norma y habló con cada uno de los cajeros para que nos atrincheremos en una misma forma de atención. Todos debemos pedir evidencias.

A media mañana, los trabajadores de Prevención de Lavado de Activos y Terrorismo, un área fiscalizadora del banco, al parecer se habían enterado de la noticia de Mr. Lie y llegaron a mi agencia sin el menor aviso para el recibimiento respectivo. Sus caras eran de pocos amigos, hablaron con mi supervisor y mi gerente de oficina. Se había confirmado la identidad fraudulenta de los dueños de esas cuentas bancarias cuyo fin era el cobro indebido de esos cupos de vida por parte de esta organización de los dragones rosa. Las cuentas fueron bloqueadas y pidieron la información sustentatoria de todos los depósitos fuertes en los últimos seis meses. No había mucho. Los trabajadores del área de prevención se fueron muy mortificados y dejando varias cartas de amonestación, una de las cuales, me cayó a mi. Entre otras medidas, mi agencia fue fiscalizada con mayor frecuencia, cambiaron a los supervisores y hasta el gerente, sancionaron a varias asesoras de venta (las que habían aperturado esas cuentas con identificación falsa) y no les renovaron a algunos compañeros de caja.

La leyenda del dragón rosa era verdad. El tema terminó olvidándose de la misma forma repentina con la que saltó a la luz. Mis días en el banco terminaron no mucho después. Quería alejarme de las mafias y del dinero ajeno por un buen tiempo.

Ahora cada vez que paso por la avenida Aviador y miro mi ex agencia tengo la sensación de que Mr. Lie, gaseosa en mano, está esperándome a que salga a atenderlo, pero esta vez, llenaríamos la declaración jurada de sus fondos. ¿Si o no Mr. Lie?