miércoles, 30 de diciembre de 2009

La Huelga

Aturdido por la noche anterior, por el recuerdo de la niña de los ojos lindos, por la exhausta tarea de controlar la magia que sus ojos generan en él, Ricardito amaneció más triste que de costumbre, llevando en el alma el mismo color del cielo limeño y en la piel el frío húmedo de la mañana. Su día comenzaba igual que siempre, bañarse antes de las siete y antes de que alguien acabe con el agua caliente, tomar desayuno, arreglar su dormitorio y alistar su mochila para ir a la universidad. Esa se había convertido en la rutina de Ricardito, sin olvidar lavarse los dientes y las manos antes de salir.

A pesar del ánimo taciturno de Ricardito, al llegar a la universidad, algo le llamó poderosamente la atención. Un grupo de compañeros de la facultad sentados en las veredas adyacentes a la puerta principal, trabajadores de la universidad sin el uniforme acostumbrado, llevando en las manos unas pancartas que decían: Cumplan con nuestros Derechos Laborales. Dentro del recinto, nada era como un día normal. Los baños estaban abandonados a su suerte, los jardines extrañaron las manos de sus cuidadores, los tachos de basura se quedaron un día más acompañándonos y un ligero caos se apoderó de los pasillos, donde ya no estaban los diligentes trabajadores de limpieza y mantenimiento, porque todos estaban afuera de la universidad reclamando por sus derechos. Ricardito se sorprendió de ver que en su salón tampoco había profesores y que la mayoría de sus compañeros se había tomado el día libre. Más carteles proclamando derechos, más lugares desiertos y caóticos. En las oficinas administrativas un letrero escrito a mano con tinta roja decía: Volvemos más tarde. La señora del kiosco se había solidarizado con los protestantes y la maquina dispensadora de gaseosas tenía un papelito pegado que decía: Hoy no doy vuelto. Ricardito pensó que todo era un mal sueño, su retorno a la universidad había sido reciente y necesitaba ir contra el tiempo y terminar esa carrera que tanta frustración le había causado. Sin profesores, sin personal administrativo, sin alumnos, sin personal de limpieza y mantenimiento y sin saber a dónde ir, Ricardito decidió regresar a casa.

Al volver a la calle, sus compañeros seguían en la misma vereda, fumando unos puchos y compartiendo unas gaseosas. Caminó hasta el paradero y esperó que viniera un bus que lo regresara a casa. En la espera pensaba que todo andaba mal, que no podía perder su rutina por culpa de personas que preferían acampar en los alrededores de la universidad. Podía ser posible que su pliego de reclamos tuviera sustento, pero a él no le importaba nada de eso, él solo quería terminar la universidad lo más pronto posible. Si la universidad es privada, cómo es posible que sucedan estas cosas, pensó Ricardito.

El bus no pasaba, pero observando con paciencia el escenario, en realidad no pasaba ningún coche por ahí. La calle estaba desierta, como la universidad. Esto no tiene lógica, pensaba Ricardito, si acabo de venir con un bus desde mi casa, cómo ahora no hay ni un solo carro, se preguntaba inquieto. Caminó por esa avenida larga e interminable y se percató que ni el anciano que pide limosna al costado del puente peatonal estaba, que los puestos comerciales de la avenida habían cerrado, que los chicos malabaristas del semáforo habían dejado abandonados sus puestos, los niños que venden caramelos en los buses tampoco estaban y la caseta del policía de tránsito estaba tumbado como un árbol talado. Las tiendas estaban abiertas pero con un cartel que decía: Cerrado; los centros comerciales atendían a un público ausente y las cajas solo tenían dinero, pero no cajeras; en los bancos no estaban los habituales policías y en el interior el box del gerente estaba vacío. Ricardito caminaba absorto por lo ocurrido y no podía creer lo que estaba viendo. Los taxistas habían abandonado sus taxis, los ambulantes habían dejado tirado sus productos, los policías tumbado sus casetas, los bancos linchado a sus gerentes, los supermercados sin cajeros, las universidades sin maestros y los trabajadores de la calle en sus casas. Y es que una silenciosa revolución había comenzado, quizás, y fuera de los alcances de Ricardito también podíamos ver, televisoras sin señal, comisarias desiertas, colegios sin alumnos, estadios vacios, zoológicos sin elefantes, librerías sin libros, casas de gobierno sin gobernante, museos sin Sipán y sin momias, hoteles sin amantes, farmacias sin penicilinas, restaurantes sin mozos, gimnasios sin bicicletas estacionarias, cines sin películas, teatros sin graderías, cerros sin casas, ríos sin agua, ciudades sin ciudadanos, casinos sin dinero, cochera sin coches y un día sin rutina.

Ricardito pensó que caminaría mucho para llegar a casa. Resignado, herido aún por el recuerdo de la niña de los ojos lindos, solo quería llegar y preguntarle a su madre, si aún estaba ahí, si él seguía siendo su hijo.

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