miércoles, 30 de diciembre de 2009

Cuando las mujeres toman y los hombres miran

¡Qué vivan las aventuras! grita Ruperto cuando me despido de la fiesta de Oscar, mi supervisor. Salgo cabizbajo, pensativo, con Ana del brazo, pensando que quizás hubiera sido mejor no ir a la fiesta o que mejor hubiera sido ir solo o que tal vez mejor hubiera sido que vaya ella, pero en ninguno de los casos, los dos juntos.

Nunca he tenido suerte con las mujeres y las fiestas. Es una mala combinación, un dueto distanciado que no logro amistar. Son pocas las veces en las que me ha ido bien en una fiesta, en las que me he divertido y he bebido como un maldito desgraciado. Siempre soy cauteloso y no quedo desmayado en alguna esquina. Casi nunca me liga con una amiga cariñosa y siempre termino yendo solo a casa pensando que mejor hubiera sido ahorrarme el esfuerzo de salir.

Alguna vez una novia terminó declarando su amor platónico a un amigo en una fiesta de la universidad. Otras veces he salido gritando y llorando porque en medio de la borrachera terminábamos hablando de temas incómodos, hirientes, cosas que no se deberían decir, recuerdos que no se deberían evocar, momentos que son mejor dejarlos en el pasado. Otras veces el despecho de alguna novia hizo que me abandonara en medio de la fiesta y que se fuera con algún amigo que tuviera coche.

También he tenido algunas victorias, son pocas, pero son. Algunas veces he terminado con una amiga complaciente, he bailado mucho y gracias al alcohol en mis venas era el centro de alguna reunión intrascendente. Pero debo ser honesto y decir que también he terminado en el rincón de los perdedores, de los que no bailan, de los lornas académicos que llevan su tarea de matemáticas a las fiestas y ninguna chica que se respete quería acercarse a mí.

Las veces que salgo a una reunión con una novia siempre acaban mal. No me gusta que ellas tomen porque siento que las desinhibe demasiado y que sumando al baile y al ambiente festivo terminaran haciendo el ridículo, o peor aún, poniéndome en ridículo. Tal vez las subestimo, quizás debería darles más crédito y confiar en ellas, pero no, siempre hago lo que no debo hacer y es por eso que siempre me equivoco a la hora de decidir si ir a una fiesta o no.

Ana intentó sumarse a mi alegría, a la noche prometedora que advertía las primeras horas en casa de Oscar. Estaban todos los chicos de mi nueva oficina. No faltaba comida, no faltaba trago, no faltaban cigarros, todo parecía propicio y los astros confabulaban para que fuera una gran noche. Ana necesitaba un aliciente, algo que le permita soltarse un poco con mis amigos, tal vez fue difícil para ella estar en un ambiente que no le es familiar (porque estando en ambientes familiares también le cuesta, ¡tonto yo! para no preverlo) entonces distraía sus manos con cigarros mentolados que yo no aguanto, bebía cerveza cada vez que le ofrecía, cuando se le terminaron los cigarros mentolados le pedía a Ruperto otros más serios, de la marca Kent, que seguro son mejores que esos mentolados pero joden más la cabeza y peor aún si los acompañas con vasos de Wisky y Red Bull que le terminaron dando demasiadas alas, tantas, que nos llevaron a casa antes de lo pensado.

Abandoné la fiesta cuando estaba en su mejor momento. Hasta ese entonces se habían ido las personas que fueron por cumplir y se quedaron los chicos que querían pasarla bien, los que deseaban tomar hasta morir, los que esperaban escuchar el hit Hasta las seis de la mañana me vacilo. Ana se puso mal. La cabeza le daba vueltas, sus ojos se le cerraban, su caminar era zigzagueante y no soportaba las vueltas que le daba al momento de bailar salsa. Llévame a casa, decía Ana. No lo hagas Ana, respondía. Me siento mal, replicaba. Por qué tomas si no sabes hacerlo, reprochaba.

Al final de la noche me doy cuenta que no soy un chico nocturno, que las fiestas siempre terminan mal para mi, que mis novias acaban amando a otros chicos porque yo no soy lo suficientemente encantador en una fiesta y otros tienen el talento de encandilar a las mujeres, de seducirlas con un baile exótico y un verbo entrenado en las mil y una noches de juerga romana que la mayoría de mis amigos se han regalado en el transcurso de su vida.

Yo nunca fui un chico tonero y ahora tampoco lo soy. Me gusta beber pero con el fin de conversar entre amigos que no se guardan nada, pero no entre novios y novias porque siempre terminan reprochando el tiempo atrás o envalentonándose y creyéndose inmunes a las cosas del pasado que realmente nos joden, porque saber algunos detalles nos hacen daño, y no porque sean recuerdos malos, sino porque no estuvimos ahí.

Ana no tiene la culpa de ponerse mal, son temas que escapan de nuestras manos, el cuerpo reacciona como quiere, la mente cobra un papel importante en esos casos, seguramente no se sentía cómoda y quería irse. No me molesté, cumplí su pedido, la llevé a casa y así terminó la noche de sábado en casa de Oscar, una noche que prometía un gran final, pero que para mí, siempre queda en promesa.

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