miércoles, 30 de diciembre de 2009

El Miedo

Antes de dormir me siento frente a la computadora tratando de escribir un artículo. Las noches en el cuarto piso del edificio donde vivo son tranquilas y silenciosas. Por mi ventana puedo ver la torre de interbank en la avenida Javier Prado, y un conjunto de luces multicolores sobre ese edificio le dan un tono romántico a la noche. Trato de evocar los momentos más felices en mi antigua casa de las Flores, en San Juan de Lurigancho, buscando la inspiración necesaria para culminar un artículo lacrimógeno e intrascendente. Recuerdo la casa de las Flores, inmensa en comparación con este departamento. Tenía una sala llena de muebles y cuadros barrocos. Al entrar, topábamos con unos muebles chatos color crema; a la mano izquierda un espejo reflejaba aquellos pequeños cuadros barrocos y al frente una mesa redonda era el lugar donde pasábamos la noche buena todos los años. Para llegar a los cuartos, entrábamos a un pequeño pasadizo, a la mano izquierda estaba el baño decorado con mayólicas pequeñas color verde, un estante donde dormían los cepillos y la pasta dental, un espejo que miraba hacia la puerta, un lavabo, un inodoro y la ducha española que tanto le gustaba a papá. Al frente del baño estaba el cuarto de mis padres, una cama delante de la puerta, grande, con dos mesitas de noche a cada lado y un armario de caoba donde descansaba el televisor. Al final del pasadizo estaba el cuarto de mis hermanas, apartados de toda la casa, como si fuera un ambiente separado, un par de cuartitos alquilados a los que no visitaba con frecuencia. Mi habitación estaba al lado de la principal, la de mis padres, no era muy grande, tenía una ventana que daba con la lavandería de donde mi madre me hablaba mientras yo trataba de dormir mi siesta de media tarde. En el comedor había un enorme librero antiguo lleno de libros y lámparas que le daban un aspecto imponente a la casa. La cocina era estrecha, la parte más pequeña de la casa, adornada con mayólicas blancas y una campana extractora que hacia un ruido infernal cuando mamá preparaba alguna fritura. Al lado de la lavandería, un pasadizo nos conectaba con el salón de estudio, donde estaba mi computadora y los libros de la universidad; un escritorio en medio del salón plagado de fotos y portarretratos de la familia y unos anaqueles de farmacia, color plomo, soportaban las cosas que no usábamos con frecuencia. Saliendo, un patio grande hacia las veces de cochera y de canchita de fútbol, a pesar de que no tenía hermanos hombres, siempre convencía a una de mis hermanas a jugar a la pelota. En general, la casa era una reconstrucción de la casa que compramos hace catorce años, con miles de refacciones y detalles que mi madre le supo dar. Era un lugar tan grande y familiar, que me genera una nostalgia indescriptible verla abandona, sin nosotros.

Me imagino entrar en esa casa abandonada de mi infancia. Es de noche, todo está oscuro excepto una luz que proviene del baño. He venido solo, eso creo. Camino hacia la luz, intrigado. No soy el mismo, siento como si el tiempo hubiera retrocedido y ahora vuelvo a tener trece o catorce años. Paso por la cochera, entro a la sala y camino por el pasadizo hasta llegar al baño. Hay un hombre tirado al lado del inodoro. No reconozco quien es, trato de acercarme pero la sangre me lo impide. Es mi padre. Lo llamo, pero no responde. No está muerto, mueve su cabeza como si estuviera luchando por no perder la conciencia. Trato de ayudarlo y en mi intento me doy cuenta que alguien está en el cuarto de mis padres, el mismo que da frente al baño. Un bulto sobre la cama me da la sensación de ser observado. La misma luz del baño entra dejando sombras en la habitación principal. Es mi madre echada mirando la escena de mi padre, sin la mínima intención de ayudarlo, con su pijama puesto, los ojos abiertos, espantados, como si hubieran visto al mismo demonio. No sé qué hacer, me paro en el pasillo, entre mis padres, sin atinar a nada y con ganas de que todo sea un mal sueño. Aparece un hombre. Es un ladrón, pensé. Busco algo con qué defenderme, pero no tengo nada a la mano. Sin más remedio y muerto de miedo lo ataco con toda la violencia de la que puedo ser capaz. Arremeto contra el hombre de negro, escucho su risa, una risa satánica que me causa escalofríos. Solo soy un niño, mis golpes no le causan daño, contra más lo golpeo más se ríe. Siento que el hombre me abraza con fuerza, sus manos son grandes y evitan que le siga lanzando golpes. El abrazo es más fuerte y mis intentos por zafarme van decayendo. Despierto bañado en sudor. Mi padre está a mi lado abrazándome, con un rostro de susto que descifré después de darme cuenta de que estaba en mi departamento, con ellos, frente a la computadora y sin haber escrito nada importante.

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