viernes, 23 de mayo de 2008

Un Último Viaje

Mi nombre es Sergio Morelli, tengo 21 años de edad y creo en Dios. Mi padre es Arturo Morelli, tiene 52 años y sospecho que también cree en Dios. Mi madre, Soledad Echevarria, tiene 50 años y toda una vida acompañada de Dios.
Mi padre, mi madre y yo, vivimos juntos desde hace 21 años, los años que tengo yo. Ellos se conocen un par de años más y se enamoraron de la manera más romántica y digna de cualquier historia de telenovela. Hoy en día, después de varios años de estar viviendo juntos, nos sentamos a la mesa redonda del comedor central de nuestra casa, con la motivación de terminar con todo lo que estamos viviendo hasta ahora, con las ganas de mandar todo a la mierda porque no nos entendemos y creemos que muerto el problema, adiós a la tristeza. Mi hermana menor, Sara Morelli, a sus 19 años, se fue de casa con un muchacho que, según mi madre, tiene buenos sentimientos, pero que, lamentablemente, no es un buen prospecto.
Mi madre se soba los ojos como evitando llorar, mi padre en silencio me mira y quiere sonreír. Yo, incrédulo, porque por primera vez en mi vida no sé que decir ni como actuar. Todos sentados a la mesa, unos llorando, otros riendo, yo pensando. Nuestra casa es pequeña pero linda. Nos hemos mudado recién, hace un par de meses. Tenemos muebles, piso, lámparas, puertas y ventanas nuevas, pero sólo una lúgubre lámpara ilumina este momento. Nos cayó la noche. Mi madre se puso en pie y caminó rumbo a su dormitorio. Mi padre, de igual manera, cogió su libro favorito del estante de caoba y se sentó a leer sobre el mueble nuevo de la sala. Yo, sentado, jugaba con una cuchara pequeña puesta sobre la mesa. Se escuchan los sollozos de mi madre encerrada en su dormitorio. Se siente la indiferencia de mi padre leyendo un libro que nunca leeré. La noche esta sobre nosotros y con ella toda su penumbra. La lúgubre lámpara ya no nos puede iluminar más, estamos perdidos en el dolor y en la incertidumbre de un mañana desolador. No puedo ir al dormitorio a consolar a mi madre. No puedo quitarle el libro de las manos a mi padre y pedirle que no sea indiferente, que mire a su alrededor y que haga algo. Me levanto de la mesa. Tengo unos jeans, una camisa amarilla, la única que me gusta de las camisas que poseo en mi armario, unos zapatos negros sin lustrar, mis lentes de marco grueso y mi peinado chúcaro. Camino por toda la casa, miro a mi padre que no se inmuta. Sigo mi trayecto y paso por la puerta de mi madre que sigue llorando. Entro a mi dormitorio, comienzo a escribir porque es lo único que me hace feliz. No hay futuro, pienso. Es mejor terminar con todo esto, sigo escribiendo. Mi letra es horrenda y grande. No cae ninguna lágrima mientras escribo estas líneas, no puedo llorar. Saco mi cabeza por la ventana de mi cuarto, miro el coche de papá y se me ocurre una idea para terminar con todo esto. Sigo escribiendo y sin llorar. Maquino en mi mente lo siniestro que puede ser mi final, mi salida de este mundo al cual jamás pedí entrar. Me perdí en mis temores, en mis miedos y complejos. Pensé en mis fracasos, en mis caídas, en mis errores, en el dolor que le causé a tanta gente a la cual nunca pedí perdón. Falta poco para terminar de escribir y se va aclarando la oportunidad de acabar con todo este sistema de cosas insufribles. Miro la noche por mi ventana, escucho los coches de gente feliz que pasea por las calles de San Borja. Recuerdo cuando era niño y también era feliz. La nostalgia se apodera de mi pero aun no puedo llorar. Recuerdo, cuando de niño, mi padre me sacaba a montar bicicleta, a jugar pelota o a pasear en el Nissan Sunny marrón que teníamos en ese tiempo. Fueron pocos momentos entre papá y yo pero los recuerdo con cariño. Lástima que jamás seré padre y no podré darle esos recuerdos a ningún ser humano. Termino de escribir. Salgo de mi habitación y busco las llaves del Kia guinda. Salgo de la casa con las llaves y el dolor de mi partida entre las manos. Siento el sollozo de mi madre y la indiferencia de mi padre por última vez. Miro mi casa, pequeña pero linda. Miro la fotografía de la familia feliz que alguna vez fuimos. Miro la noche y su tristeza. Cierro la puerta y a nadie le importó mi fuga. Bajo por el ascensor. Camino sin saludar al portero que siempre me anima con una sonrisa. Entro al coche guinda y nada me persuade de renunciar a mi partida. Pienso que nadie sospecha a donde voy, que nadie se imagina en donde terminará mi viaje. Enciendo el motor, piso embriague y hago los cambios para sacar el coche lo más sigilosamente posible. El portero me observa salir sin su sonrisa acostumbrada, por el contrario, su rostro expresa una tristeza que presagia, de alguna manera, el mundo que veré a partir de ahora. Giro mi mirada hacia el portero y le hago un ademán de adiós. Raudo, escapo al mundo del cual jamás volveré y una avalancha de recuerdos me enciman como ráfagas de escenas vividas, de sueños inalcanzados, de alegrías efímeras y tristezas eternas. Dios, nunca fui feliz aquí y ahora me voy contigo, pienso. Acelero con más furia, sabiendo que no hay marcha atrás. Corro y recuerdo los consejos de mi padre cuando me enseñó a conducir, hace ya varios años atrás. No importa, pienso. Quiero morir y acabar con esto, quiero terminar mi existencia y ver que me depara el más allá, sino me gusta, puedo volver a escapar. Haré uso de la libertad que Dios me dio, la misma que me da esa luz verde del semáforo para seguir con mi carrera imparable hacia la muerte, un mundo mejor que éste. Gracias por estos 21 años de momentos felices y más infelices, adiós a todas las personas que me amaron y que por mi culpa me terminaron odiando, adiós a mis padres que deben seguir como los dejé, como siempre. Ahora una luz roja me impide el paso, pero esta vez nada me puede parar, ni Dios. Un coche me enviste, más dolor, pero ahora físico. Escucho un ruido estruendoso y la noche se hizo eterna. Adiós.

La casa Limpia

Mis padres y yo nunca nos llevamos bien. Cuando era un adolescente y estudiaba en el colegio, las cosas eran más fáciles para los tres. Era un chico relativamente estudioso, generalmente no me desaprobaban en algún curso y muy de vez en cuando recibía uno que otro reconocimiento. Mis padres fueron muy felices conmigo cuando ingresé a la universidad, a penas acabando el colegio, porque veían muy compleja la posibilidad de acceder a una universidad pública, por el descomunal número de postulantes. La felicidad les duró menos de un año, porque a finales del mismo, decidí dejar la universidad. Postulé a varias universidades y a distintas carreras. Sólo pude ingresar a una universidad privada y a una carrera que no me gustaba. Desaprobaba muchos cursos y eso fue mellando la relación con mis padres, que pagaban y pagaban, incansables, las boletas de esa universidad prestigiosa, mientras yo no encontraba mi verdadera vocación.
Por lo demás, mis padres y yo, no hemos tenido mayores altercados ni diferencias. Minucias, cosas sin importancia, eran las que provocaban nuestros distanciamientos. El mayor problema era mi desorientación a nivel académico y mi flojera crónica, algo de lo cual mis padres no entienden a quién heredé.
Este fin de semana mis padres y la última de mis hermanas viajaron a Trujillo, una ciudad muy bella, donde viven mis tíos por parte de papá y algunos amigos que yo sólo conozco por nombres. El fin de semana será largo, debido a la visita de algunos presidentes de algunos países vecinos, seguramente para conocer Machu Picchu y conversar de sus esposas, en definitiva, nada trascendental, nada que genere un verdadero cambio en la situación socio-cultural de los pueblos de esta parte del continente.
La casa estaba sola, abandonada a mi suerte, bajo mi deficiente supervisión. En un principio, me sentía feliz por la soledad que tanto necesitaba, por ese espacio que ahora abarcaría toda la casa, que no es tan grande, pero lo suficiente para mi desorden, mi desaseo y mi flojera crónica.
Como la vida no es completamente bella, hace algunas semanas comencé a trabajar en una entidad financiera, y, para colmo de males, tenía que someter mis días libres a la voluntad de esta empresa que poco a poco se apropiaba de mi vida. Todo sea por el dinero extra, que no le viene mal a nadie, en estos tiempos de necesidades y gastos.
En esta entidad financiera conocí a muchos chicos de mi edad, pero mejor encaminados y más maduros que yo. José, Luís, Rosita, Liliana y Gabriela, son los chicos que fueron conmigo a sacrificar nuestro fin de semana largo. Los conozco poco tiempo, pero los quiero mucho, porque hacen menos insoportable el hecho de trabajar. Los días en la oficina son divertidos, alegres y risueños, gracias a estos chicos.
Conversando con José, el más serio del grupo, nos convencimos de que la mejor manera de desquitarnos de tanto trabajo era haciendo una reunión a la salida de la oficina. Yo, nada egoísta y por el contrario, muy generoso, ofrezco mi casa para dicha reunión, para lo cual José aceptó encantado. No pasaron ni cinco minutos, para que los demás chicos estuviesen invitados a la reunión en mi casa a la salida de la oficina.
Dieron las ocho de la noche y todos recordaron la invitación hecha por José. Yo, por más arrepentido o por más emocionado que estuviese, nada podía hacer contra el plan maquinado por José. Tomamos un taxi y por el camino hacíamos paradas abasteciéndonos de comida y bebida, infaltables, en una reunión social de jóvenes despechados y cansados del trabajo. A pesar que yo muy despechado o molesto con la vida no debía estar, ya que mis demás amigos trabajaban y estudiaban a la vez, en cambio yo, a las justas y trabajaba.
Llegamos a mi casa a eso de las diez de la noche. El portero del edificio me miró con cara de pocos amigos, como diciéndome que correría a contarle todo a mi mamá cuando ella estuviese de regreso. Subimos por el ascensor y el ambiente estaba poniéndose cada vez mejor. Entramos a mi casa y nos pusimos cómodos, abrimos las bebidas, servimos la comida y fuimos felices después de un día agitado en la oficina. Luís encendió el primer cigarro sin importar que el sensor de humo estuviese sobre su cabeza, es más, diría que nunca se dio cuenta de ese detalle. José jugaba con el equipo buscando la mejor música y ejerciendo su vocación de DJ frustrado. Rosita, encantadora como siempre, ordenaba los platos para poder comer con comodidad. Liliana preparaba los tragos y Gabriela, con su carita de osito de peluche, caminaba de la cocina a la sala, incansablemente. Yo trataba de ordenar mi desorden de soltero puerco, de hombre de mal vivir, que no deja ni una sola cosa en su sitio, sino que todo lo usa y nada repara. Los platos en la cocina estaban rodeados de moscas glotonas que hacían guaridas entre las ollas recubiertas con alimentos de tres o cuatro días. En mi habitación había desaparecido el piso porque todo estaba regado sobre él. En mi baño tenía un espejo manchado con las gotitas secas que quedan después de cada baño con agua caliente, el lavabo tenía varias capas de jabón resecado por los días de invierno crudo que se viven en Lima, y la tina, inundada y con el desagüe atorado. Un asco, mi casa era un asco. El polvo se paseaba por cada rincón. La pantalla del televisor tenía nombres escritos con el dedo, donde el polvo hacia las veces de tinta. Los cojines de los muebles eran de un color crema oscura, pero no debido al diseño o a la decoración, sino simplemente al hecho de que siempre los arrastro por el suelo cuando quiero leer recostado sobre el parquet. Mi madre es la única capaz de combatir mi desorden y mi caos natural. Siempre peleamos por mi desidia, por mi negligencia al hacer las cosas domésticas, pero al final declina en su llamado de atención y sólo trata de hacerme la guerra con su limpieza y su orden.
Si mi madre viera este cuadro se caería de espaldas, pienso. Tengo la casa completamente sucia, completamente invadida por personas que ella no conoce, completamente llena de moscas, gusanos, arañas y demás eslabones de la cadena alimenticia animal. Mis amigos se burlan de mi desorden, pero no ayudan a limpiar.
Terminada la reunión, todos se fueron y dejaron la casa peor de lo que estaba. El desorden se multiplicó y la suciedad, por lo menos en la cocina y en la sala-comedor, también. Yo estaba cansado, muerto, después de haber trabajado todo el día y haber terminado haciendo esta reunión relámpago. No voy a mover un solo dedo más. Me voy a dormir, dije.
A la mañana siguiente, la luz del nuevo amanecer develó la verdadera magnitud de los daños. Fui capaz de asombrarme de la manera salvaje en la que comemos, bebemos y compartimos nuestros momentos en grupo. Es en esa mañana cuando entendí el refrán: dos son compañía, pero tres son multitud y seis el Apocalipsis. Con una mano en mi cabeza y la otra entre mis piernas, acomodándome el pantalón, mientras bostezaba, síntomas de un sueño que no ha terminado, camino por las ruinas de lo que queda de mi casa y me propongo levantarla en hombros, como Hiroshima se levantó después de la segunda guerra mundial. Corrí a bañarme para que el sueño no me ganara y comencé a limpiar con todo el amor que nunca le di a mi propia casa. Tomé cada rincón, cada adorno, cada mueble de mi casa y le di el cuidado que nunca habían reconocido de mis manos. No sé si lo hice por miedo a que mis padres se defraudaran nuevamente de mí. No sé si lo hice por miedo a un castigo. No sé si lo hice porque me harté de la basura, del mal olor o del desorden. Lo único que sé, es que mis padres, al llegar a casa, cansados y felices de su viaje de placer, encontraran un lugar limpio donde descansar y disfrutar ese momento del retorno al hogar, donde todo comienza. Lo único que sé, es que por más sucio y desordenado que este un lugar, siempre se puede limpiar y ordenar. Sólo hace falta un poco de ganas, empeño y voluntad para hacer las cosas. Lo único que sé, es que la convivencia con los seres que uno ama, en especial con los padres, puede llegar a ser como una casa inmunda, sucia y desordenada, pero siempre habrá una mañana en la que se puede limpiar y ordenar.

El derecho a no nacer

La primera vez que pisé una clínica acompañado de una mujer, que no era mi madre, fue con Elvira. Ella y yo éramos una eventual pareja y nos dimos cita en aquel sanatorio con la consigna de hacernos una prueba de embarazo. Un momento de placer y descuido nos hizo dudar de la posibilidad indeseada de ser padres. Caminamos por los pasillos de la clínica buscando el laboratorio que ella ya conocía. Era la primera vez para mí, pero no para Elvira, que ya había pasado por esta clase de sustos. Luego de perdernos por los rincones del sanatorio, encontramos el laboratorio y pedimos la orden del médico de turno. Pasamos por caja para cancelar la factura del examen médico. Elvira estaba nerviosa por el pinchazo que iba a sufrir. Yo estaba tranquilo, porque una paz indescriptible me permitía pensar en cada paso que daba y apoyar a Elvira, quien era la que llevaría la peor parte. Las mujeres, en un eventual embarazo, sufren lo peor de todo. Después de la noche de placer y emociones fuertes, vienen los nueve meses de gestación, los cuales, enteramente los lleva la mujer. Engordar veinte kilos, sufrir trastornos sicológicos, perder su independencia, porque durante los nueve meses todo lo que haga o deje de hacer afectaran al ser que lleva dentro, sufrir los malestares físicos, las nauseas, los vómitos, los dolores de espalda, la sorprendente hinchazón de sus glándulas mamarias y de toda parte del cuerpo que pueda aumentar de tamaño, como sus piernas, pies y caderas. La mujer pasa por la penuria del periodo menstrual, la insoportable menopausia, las peores enfermedades cancerigenas y, en líneas generales, al parecer Dios se ensañó con ellas. Nosotros sólo hacemos la parte divertida de todo. Somos meros acompañantes, no nos involucramos. En plena sala de parto, mientras la mujer lucha entre la vida y la muerte, nosotros estamos parados con nuestra camarita de video. Somos unos desalmados. Pero en fin, Dios hizo las cosas así, por eso creo fervientemente en que él es hombre y occidental.
Mientras Elvira y yo esperábamos nuestro turno para la prueba, un silencio nos invadió. Me preguntaba qué sería de mi si el resultado de la prueba fuera positivo. Qué sería de mi si el médico me dijera que dentro de nueve meses sería papá. Muy aparte del choque económico que eso traería consigo, quería pensar en qué tal padre podría llegar a ser. Me preguntaba si era justo someter a un ser humano a la inseguridad de este mundo, al individualismo que se vive hoy en día, a la miseria, al hambre, a la injusticia social, al dolor, a la impunidad, a la mala educación, a la mentira, a falta de ideales, a la marginación, a la indiferencia, al odio, a la desesperanza, al distorsionado concepto de Dios, a la falta de ética y de tolerancia. Es justo que por una noche de sexo y placer, corramos el riesgo de traer un ser humano al mundo y enfrentarlo con toda esta barbarie. El sexo es lo más instintivo que nos queda de nuestra naturaleza animal, y fue un error de Dios basar la reproducción en un instinto y no en la inteligencia, que te puede dar una verdadera libertad de decisión. Debería existir otra forma de reproducirnos y cancelar al sexo como una vía para poblar la tierra. Pero lamentablemente este es el mundo que mis padres me obligaron a vivir y mis abuelos a ellos y así por los siglos pasados hasta ahora. Elvira sigue nerviosa por el pinchazo y por los resultados del examen.
Entramos al laboratorio. Elvira se sentó junto al técnico que le sacaría la muestra de sangre para hacer la prueba. Odio las agujas y me culpo por someterla a este sufrimiento. Hace algunas noches nuestros cuerpos disfrutaban el uno del otro y ahora, temerosos, enfrentábamos el mundo tal y como es. La aguja penetraba el brazo izquierdo de Elvira. Su rostro de dolor, junto con el mío, era evidente. El médico nos tildó de exagerados, pero para mi no lo era. Ese galeno, acostumbrado a pinchar a las personas, me trataba como uno más en su record, pero para mí este momento era importante y crucial.
Salimos del laboratorio y nos fuimos a sentar a la sala de espera. Bien dicen que la espera desespera, pero no teníamos otra opción. Caminaba por el pasillo mientras Elvira me pedía que me sentara a su lado. Con cada minuto que pasaba, sentía que esa tranquilidad que me había estado acompañando hasta ahora se iba diluyendo. Elvira tenía el brazo recogido, con un algodón en la articulación de su brazo izquierdo. Debíamos esperar una hora.
Con forme los segundos pasaban como si fueran los pasos acostumbrados en una procesión de octubre, yo seguía pensando en la posibilidad de ser padre. Qué de bueno podía legar yo, en otro ser humano. Qué de bueno podía inculcar a un ser débil e indefenso. Todas mis frustraciones, mis taras, mis falencias, mis miserias, mis melancolías, mis miedos, mis traumas y demás, serian heredados por un ser humano que vendría al mundo como una hoja en blanco, donde yo comenzaría a escribir sus primeras líneas.
Mirando el reloj, me sentía desfallecer al pensar en la responsabilidad de cargar con un SER sobre mis hombros. Velar por su bienestar y hacerlo feliz, hasta que él entienda, por sus propios medios, lo que es la felicidad. Pensé, que si Elvira resultaba embarazada, la mejor opción era el aborto, una práctica ilegal en un país como el nuestro donde lo que está al margen siempre termina colándose entre lo que esta permitido. El aborto debería ser legalizado en este país de lo ilegal. Seguramente, si fuera algo bajo la ley, sería evitado con más esfuerzo. Aunque para mi, el aborto es legal desde cualquier punto de vista ético y moral, si es que lo que entiendo por moral es lo que no entienden, en una sociedad primitiva y obsoleta como la nuestra. Pensaba en la manera cómo pedirle a Elvira, una mujer de mente abierta y de vanguardia, que abortara en nombre del bien de la humanidad y de ese niño que utópicamente crecía en su vientre. Para qué traer un niño más al mundo habiendo tantos que se mueren de hambre. Para qué aumentar la población de un mundo sobre poblado, donde pronto el alimento será escaso y el agua el factor de lucha entre los pueblos. Para qué aumentar la pobreza, el hambre y la miseria. No, Elvira tendría que entender que el traer un SER más al mundo era una locura.
Faltaban pocos minutos para que el médico nos entregara los resultados del examen de sangre. Caminos rumbo al consultorio. Un ambiente de tensión se vivía entre nosotros. Elvira tocó la puerta del doctor y una voz nos ordenó a pasar. Nos sentamos, nos cogimos de la mano. El galeno abrió el sobre con la respuesta a todas nuestras dudas. El resultado fue: negativo. La paz volvió a nuestras almas y una sonrisa se dibujó en nuestros labios. El médico cumplió con darnos las indicaciones de cómo cuidarnos para evitar este tipo de sustos. Elvira y yo nos miramos, nos pusimos en pie, salimos caminando del consultorio y de la clínica. Nos dimos un último beso en la mejilla y no nos volvimos a ver más. Ese susto jamás lo volveré a pasar.

Amor Incondicional

Luego de una noche sin dormir. Donde los pensamientos se apoderaron de mi mente y mis ojos divagaban mirando el techo. Desperté muy temprano en la mañana sin poder levantarme de la cama. La bulla de mis padres y hermanas corría por toda la casa. Como la mayor parte del tiempo, Soledad Echevarria, mi madre, está en la cocina preparando el almuerzo. Ella es una mujer entregada al hogar, sin que eso signifique que lo disfrute. Siempre con su carácter duro, radical y huelguista, pero sin la chispa revolucionaria para cambiar las cosas. Nos ama con todas sus fuerzas, es lo que siempre dice. Amanece, anochece y vuelve otra vez. En las mañanas, sola, pasa las horas echada sobre la cama viendo televisión y pensando en sus días en este mundo, lejos de la familia que la vio nacer y crecer, lejos de la cuidad donde paso su niñez y donde seguramente fue feliz. Preocupada por el dolor ajeno, pero ajena a su propio dolor. Fría, considerada, gruñona, bondadosa, justa y a la vez agradecida, ella es mi madre, te amo mamá.
En la sala se encuentra Arturo Morelli, mi padre, indiferente como siempre lee su periódico junto a una maquinita (una grabadora, esas de última generación) donde graba lo que su memoria ya no puede recordar. Lejos de nosotros, a miles de kilómetros, en un mundo donde sólo él habita y entiende, ahí vive mi padre estudiando, leyendo, apostando a la vida siempre, aprovechando oportunidades, emprendedor, ganador, todo un luchador. Gracias a él yo puedo estudiar en la mejor universidad del país. Incondicional para las metas académicas, los diplomas y las medallas. Parco, despistado y poco considerado, es el calificativo que mi madre le da al final de cada día.
El día esta frío y triste. El sol no se atreve a salir desde hace ya varios días. En la calle se escucha el ladrido de los perros y la campañilla del pepenador que realiza su ronda matutina. Ensimismado en el silencio de mi alma y de mi habitación. Fuera de toda perturbación y sumergido en la más profunda concentración, soy ajeno a lo que pasa a mi alrededor. No me importa nada. Hay una pesadez en mi cuello que me desanima a levantarme de la cama. Ojala fuera de noche, pienso. Abro mis ojos, los vuelvo a cerrar. Volteo mi cuerpo boca abajo. Siento mi respiración sobre la almohada. De repente, el sonido de los maderos de mi vieja cama me liberan del sueño. Ya son casi las diez de la mañana. ¡¡¡Dios!!! Hoy no quiero levantarme.
Rosario Morelli, mi hermana de apenas once años, sigue con los gritos y alaridos. De un momento a otro comienza a decir mi nombre:
-¡¡¡Despierten a Rodrigo!!! Papá dile a tu hijo que se levante –dice Rosario, con autoridad y algo enojada.
No estoy completamente dormido y escucho, sin hacer el mínimo ruido, todo lo que se dice fuera de mi habitación. Al poco rato Soledad, mi madre, necesita algunos ingredientes para el platillo que estaba preparando con cierto entusiasmo. No dudó en salir de la cocina y decir:
-Arturo vamos al mercado para hacer unas compras para terminar con el almuerzo. Será algo rápido, no tengo tiempo que perder –dijo mi madre, seria, sin dudar.
Mi padre, con cierto desgano, dejó su periódico junto a la mesita de lámpara y restregándose los ojos soltó un contundente -ya voy –con un rostro cansado y aburrido.
Papá se dirigió a su recamara para guardar su grabadora de mano. Él es una persona muy cuidadosa, y no permite que nosotros encontremos sus cosas abandonadas en cualquier lugar. Entre gruñidos y respiros agitados, abre la puerta de mi habitación y con voz fuerte y tensa dice:
–Levántate ¡ya! Para que limpies el patio trasero y ayudes a tu hermana con sus tareas –dice mi padre, como hablándole a un soldado.
El mensaje fue directo y conciso. Sentí la orden en medio de mi frente, como estaca clavada en el centro de mi rebeldía. Me pareció impositivo, tan castrense que me sentí, de momento a otro, con una cólera que no me dejaba pensar con naturalidad.
Me saqué las sábanas de encima. Fastidiado, me moví sobre la cama de un lado a otro pensando que hacer, que decir, contra quien arremeter. Llamé de un solo grito a mi hermana. Rosario, que aún seguía indecisa entre hacer sus tareas o seguir jugando y causando alboroto, se acercó con su rostro angelical y travieso, el cual aún recuerdo con cariño y nostalgia. La dulzura de su mirada y el entusiasmo de sus pasos, saltando de un lado a otro, cargaban entre sus manos un cuaderno celeste y una pregunta entre líneas. Con voz baja, casi con un susurro, para evitar que alguien me escuche, le dije:
–Yo no soy tu profesor particular, así que a mí me pides bonito las cosas –ladré, furioso y con ira.
Rosario, enterró su carita por debajo de su mirada, de sus lindos ojos marrones cayeron algunas lágrimas, la sonrisa que siempre la acompañaba ya no estaba. Una niña de once años victima de mi locura, de una rabieta sin sentido. Se asustó, y para cuando me di cuenta ya no estaba. Salió corriendo con pasos acelerados de mi habitación rumbo al comedor donde seguramente le aguardaban más dudas e inquietudes sobre sus cursos. Yo me levanté de la cama y fui tras ella. Salí de mi habitación un poco aturdido por el bochorno del que recién se levanta. Me senté a su lado en una silla pequeña para tener a Rosario más cerca. Empecé a mirar a todos lados. Sentía como la ira aún estaba en mi corazón, queriendo salir y destruir lo que estuviera a su paso, es realmente increíble como las palabras de mi padre habían aturdido tanto mi mente. Ellos se habían ido al mercado. Yo estaba solo con Rosario, sentados en el comedor con los cuadernos primariosos dispersos por toda la mesa. Mi hermana era la victima. Empecé a gritarle y a ponerla nerviosa. Le preguntaba rápidamente y sin tiempo para que piense los teoremas matemáticos que exponían en sus libros. Mis palabras fueron ofensivas y dañaban su autoestima. En el fondo sabía que lo que estaba haciendo no era correcto, pero no me detuve. Nada me importaba, sólo deseaba desatar mi cólera. De un momento a otro, entre tantas palabras lacerantes que le dije, Rosario, se puso a llorar.
Sentí que debía calmarla. Lo intenté, pero de pronto, dos pensamientos abordaron mi mente, primero, que mis padres estaban a punto de llegar en cualquier momento, y, al ver llorar a mi hermana, buscarían en mi al único culpable, en segundo lugar, pensé, que la personita que tenía frente a mí, era mi hermanita, la cual adoraba y era la razón de vivir. Sin embargo, esa mañana sombría, Rosario estaba llorando de frustración por mis constantes humillaciones.
Como temía, de repente la puerta principal de fierro empezó a sonar. Alguien metía la llave por las cerraduras y empujaba la puerta. Eran mis padres, agitados, cargando las bolsas del mercado. Al entrar a la sala, dejaron las bolsas sobre la alfombra y vieron los ojos de Rosario, ya calmados, pero con vestigios de haber derramado algunas lágrimas. Mi madre corrió a los brazos de Rosario para ver que pasaba. Me preguntó que le había hecho, que había sucedido. Yo, sin saber que hacer ni que decir, balbuceaba cosas sin sentido, como una persona que no sabe como ocultar su culpa. Mi padre venía detrás con las bolsas más pesadas, llenas de frutas y abarrotes. Al observar la escena, cargado de ira y conmovido al ver a su querida hija en ese estado de tristeza y llanto, acurrucada en los brazos de su madre, lastimada, con los ojos cargados de melancolía, me miró a los ojos y no dudo en decirme
–Que basura eres –dijo.
Yo sentí que la frase fue demasiado dura para lo que estaba pasando. Pensé que la culpa de todo la tenía él por haberme ordenado de la manera más mandona y autoritaria. Soy el hijo de la casa, el mantenido, el que sólo estudia y no aporta nada al hogar, pero, decir un buenos días hijo, o talvez, un hijo levántate, necesitamos tu ayuda, hubiera permitido que yo me sienta mejor y con deseos de obedecer, de comportarme como un buen hijo, diligente y comprometido con su familia.
Comencé a llorar y a reírme como un orate. Gritaba, fuera de mis cabales, que todo lo que era se lo debía a él, mi padre. Le preguntaba qué se sentía tener a un hijo como yo, fracasado, desobediente, orate, frustrado y triste, pero mi padre, sólo atinó a caminar hacia su cuarto y cerrar la puerta. Todo quedó en silencio.
Después de acompañar a Rosario a su habitación y tranquilizarla, Soledad, fue detrás mío. Yo seguía llorando y sintiendo por dentro mucho dolor por las palabras de mi padre. Arturo Morelli no me golpea, es más, jamás ha levantado su puño contra mi, pero tiene una facilidad de hacer sentir mal a las personas con tan sólo decirles una palabra. No sé si lo piensa mucho o si entrena animosamente para eso, pero duele lo que dice cuando esta enfadado, duele mucho. Yo le tengo un gran respeto y admiración. Quizá por eso me hiere tanto su agresividad contra mí. Sé que tuve la culpa, que no debí ensañarme con Rosario, que ella no tenía la culpa de nada, que mis frustraciones o mis arranques de cólera sólo se debían a mis desordenes mentales y necesitaba ayuda. Soledad, empezó a consolarme, pero no me ayudaban mucho sus palabras. La cólera se seguía apoderando de mí. Es increíble la fuerza negativa que puedes cargar en esos instantes de ira. Me fui a mi cuarto, cerré la puerta con llave y empecé a llorar con más fuerza. Boté todo lo que estaba en mi cama y gritaba en silencio que odiaba a todo el mundo. De un momento a otro, en medio de mis gritos internos, siento que alguien abre mi puerta de una manera presurosa, por un momento pensé que era mi padre, pero dentro mío pensaba que seria casi imposible. Dejé de mirar la puerta y me perdí entre mis sábanas. Era mi madre que seguramente estaba preocupada y quería solucionar las cosas de una vez. Me hacia miles de preguntas para poder dar con el problema que me aquejaba. Por su mente pasaban todo tipo de ideas, desde la universidad, mi vida sexual, mi orientación sexual o algún tema de niño del cual ella no hubiera estado enterada. Yo negaba sólo con la cabeza, no la quería ver. Le decía que la odiaba, que me había cansado de todo, que quería mandar todo a la mierda. Soledad aumentaba su preocupación y me pidió que la acompañe al dormitorio de mi padre para poder solucionar las cosas. Me decía que no era sano que viviera con ese rencor, con esa rabia, que a fin de cuentas terminaría por destruirme. Ante la insistencia de Soledad accedí a acompañarla al cuarto donde estaba mi padre. Mi actitud mostraba un cierto reparo, mis piernas iban una tras otra rumbo a la habitación principal. Mi padre estaba echado sobre la cama, viendo la televisión. Al sentarnos a su lado parecía no inmutarse por nuestra presencia hasta el momento en que Soledad le dijo que queríamos conversar con él.
Esta conversación con mi padre me hizo sentir muy bien. Pocas veces en mi vida había sentido de manera flagrante que mis padres me amaban de una manera increíble. Sentí que por mucho tiempo había sido un egoísta que no tuvo en cuenta lo que sus padres habían pasado, pero que sin embargo, me sentía lo suficientemente capaz como para pensar que podía hacer de juez y condenarlos a ser culpables de toda la frustración que tenia en mi corazón. Lloré mucho esa mañana, y mis padres juntos, conmigo. Ahora los amo más, pero por sobre todas las cosas los entiendo y admiro. Sé que ellos siempre buscarán lo mejor para mi, que son seres humanos con defectos como los tiene todo el mundo, pero sé también que a partir de ahora sólo me concentrare en sus virtudes. Gracias a Dios crecí en esta familia, que a pesar de las dificultades siempre ha logrado salir adelante. Siento que necesito ayuda, que en mi mente hay muchas cosas que debo borrar, y me di cuenta que el resultado de mi vida sólo depende de lo que yo haga, no de mis padres. Estoy seguro de contar con el apoyo de ellos, pero por sobre todas las cosas, con su amor incondicional.