lunes, 8 de diciembre de 2008

Otro sábado Diferente (Atentado contra mi celular)

Como alguna vez lo dije: Mis sábados son poco emocionantes. Me levanto temprano después de una larga faena de viernes y voy camino, una vez más, a mi centro de trabajo, ese antro azulado, ese mercadillo financiero donde todas las semanas me pierdo en medio de papeles, billetes, ordenes y vistos.
He dormido poco la noche anterior y, es por esa razón, que subo al bus y me entrego a los brazos de Morfeo y dejo que el colectivo me lleve más allá de mi destino, más allá de mi rutina, como si me dejara secuestrar, adrede, por el sueño y por ese par de individuos desaliñados que gritan, cobran y aceleran, presos de su propio camino.
Finalmente llegué a San Marcos, mi agencia de banco, el lugar donde sigo siendo feliz, aunque ya no tanto, pero al que religiosamente regalo horas y más horas de mi lánguida existencia. El día estaba frío, a pesar de estar comenzando el verano, el sol brilla por su ausencia. Los clientes acudieron sin demora, los papeles inundaron mi escritorio, las ordenes y los vistos iban tan rápido como el dinero en las manos de los cajeros, mientras que yo, abrumado, sin fuerzas, queriendo escapar, dejo que mis horas fluyan y la mañana se extinga.
A la salida, Soplin y yo escapamos completamente vencidos por el cansancio y por la monotonía. Fuimos a imprimir un libro de Blanchard, un economista norteamericano, para mi último examen de economía en la facultad de ingeniería. Caminamos por los bordes de la universidad San Marcos, por esas calles recién construidas. Conversamos de todo, con esa facilidad y espontaneidad que solo te puedes permitir con una amiga como Soplin. Entramos a una tienda y dejamos el libro. Una chica de estatura promedio, labios gruesos, mirada esquiva y cabellera sumamente larga (tan larga que no la quisiera tener cerca en épocas de calor) nos invitó a regresar en una hora para recoger el libro y las fotocopias.
-OK. Gracias – dije.
Salimos de las fotocopiadoras y decidimos ir rumbo a la casa de Soplin. El sol se había apoderado del cielo así como las gotas de sudor habían invadido mi cara. Las calles estaban desoladas, algunos coches zigzagueaban por aquellas pistas recién asfaltadas. Entramos a una bodega, pedimos un par de gaseosas para continuar nuestro camino. Todo parecía muy tranquilo, sosegado, como cualquier sábado.
Mientras cruzábamos la pista usada como desvío debido a las obras en la avenida Universitaria, a pocas cuadras de llegar a nuestro destino, distraídos, ensimismados en nuestra conversación, abrumados por el calor y por el cansancio, nos dimos cuenta, sin querer, que una sombra sospechosa y sorpresiva, a la cual no alcanzamos a percibir del todo, nos embosca por la espalda, con alevosía, con ventaja y premeditación, sin remordimiento y sin piedad, arranchándome el celular que colgaba, ostentoso y coqueto, de mi cintura.
-¿Qué te ha quitado? –grita Soplin, asustada.
Yo quedé impávido, arrobado, pensando que, una vez más, demuestro que soy muy lento y bobalicón para esta ciudad tan desenfrenada. No sabía qué hacer. Sólo atinaba a ver cómo mi celular se alejaba en las manos de aquel facineroso, de aquel ladronzuelo, que iba corriendo al lugar donde cambiaria mi celular por unos cuantos pesos o, lo que sería menos malo y más inteligente, por unos cuantos quetes.
-¡Corre! –vuelve a gritar Soplin.
Despertado por el grito de Soplin, recuerdo, que ese celular tiene un gran significado para mí. En primer lugar: es post pago, y si ese truhán se lleva mi celular, yo seguiré pagando como un idiota la línea que otro usará. En segundo lugar, pero no menos importante, es que ese adminículo guardaba un contenido sentimental muy grande, un recuerdo de Sofía, el gran amor de mi vida.
Sin encontrar otra reacción o por simple inercia (la de siempre hacer lo que Soplin dice) salgo eyectado, embalado, mismo campeón de atletismo, en busca de mi celular hurtado, pensando que no dejaré que otro use mi línea (la que sufro pagar cada fin de mes, porque no es poca cosa) y que me roben los recuerdos de Sofía.
Corrí como hace años no lo hacía. Boté mi mochila, tiré mi botella de gaseosa, enterré mis zapatos en el polvo, me desajusté la corbata y me desaliñé como cualquier orate, en cada tranco gigantesco que mis piernas delgadas y enclenques daban.
No lo voy a alcanzar, pensé.
El ladronzuelo me llevaba ventaja, la cual se iba acortando gracias a mis piernas de bailarina, delgadas y largas. La avenida nos quedó corta para tan trajinada carrera. Doblamos la esquina de la calle Orbegoso, en el Cercado de Lima, cruzamos parques, tiendas, quioscos, pisamos caca de perro (o de quién sabe qué) mientras a lo lejos escuchaba el grito de los vecinos que nos alentaban, al ladrón y a mi, pensando que estábamos en alguna competición benéfica o en alguna olimpiada escolar.
En medio de mi maratónica persecución, unos valerosos emisarios del bienestar urbano, unos ángeles de la paz, unos guardianes del bien y el orden me rescataron en sus bicicletas y me regalaron la captura de mi agresor. Uno de los serenos aguerridos se lanzó de su bicicleta y cayó, certero, sobre la espalda de aquel muchacho de mal vivir y el segundo efectivo lo sometió contra el suelo y gracias a ellos recuperé mi celular.
-Agárralo fuerte carajo –grito el primer sereno.
-¡Ayúdanos pues! –gritó el segundo mirándome.
Yo, asustado por las arremetidas del delincuente, lo cogí del brazo con todas las fuerzas que me quedaban.
-Ya pues jefe, perdón, tengo una hija que mantener –dijo el ladrón.
-Llama a la policía. Rápido carajo –gritó el primer sereno.
El segundo sereno sacó su radio y dio parte a la policía, mientras su compañero y yo éramos victimas de la fuerza descomunal de aquel malhechor. Parecíamos dos pedazos de tela colgados de sus brazos.
Luego de unos minutos, con una coordinación que no le reconocía a la policía, llegaron dos efectivos policiales y redujeron, ahora sí como se debe, al delincuente que pugnaba por zafarse en medio de suplicas y empujones.
-Ya, ya, sube mierda –dijo el policía.
Cuando el agresor estaba en el patrullero, me doy cuenta que Soplin estaba detrás mío, cargando todas las cosas que había dejado regadas en la pista.
-¿Estás bien? –preguntó Soplin.
-Si, ¿y tú?
-Yo sí. ¿Lo atraparon, te devolvió tu celular?
-Si, aquí lo tengo –dije.
-Señores tienen que acompañarnos –dijo uno de los policías.
-Sáquenle la mierda a ese huevón – gritó, indignada, Soplin.
Subimos al patrullero. Yo no tenia fuerzas para decir algo contra el malhechor. Aquel desafortunado hombre se deshacía en disculpas y Soplin lo callaba, sin remordimiento, pagándole el susto que nos propinó minutos antes.
Llegamos a la comisaría Palomino, entramos aturdidos por los gritos del muchacho, quien se llamaba Joan (bueno, así declaró en la ficha que le hicieron llenar) mientras Soplin llamaba a sus amigos para contarles lo que le había pasado y yo buscaba el teléfono de papá para que me diga qué hacer.
-Alo. Papá, estoy en la comisaría –dije.
-¿Qué has hecho? –pregunta mi padre, desconfiado.
Siempre mi padre piensa lo peor de mí, pienso.
El policía de turno me pide que narre los hechos, algo que me gusta hacer al detalle, misma historia literaria. Joan no paraba de pedirme disculpas y Soplin no dejaba de callarlo y recordarle lo mal que se había portado.
-Calla mierda, encima que nos haces trabajar, ¡te quejas! –grito, rudo, el policía.
Luego encontré a uno de los serenos que me ayudaron en la persecución. Le ofrecí una simbólica propina por darme esa ayuda tan valiosa. El otro sereno, me pidió que redacte una carta de felicitación y que la envíe a la municipalidad de Lima para su próxima condecoración. Yo acepte, gustoso.
-La vida no vale un celular –dijo el sereno-. La próxima vez no vaya detrás del choro.
La tarde fue larga. Esos trámites policiales duran mucho y ponen en una situación peligrosa a la victima. Me pidieron mis datos personales frente a mi agresor. Me abandonaron en un ambiente cerrado con Joan, y este aprovechó para conminarme a quitar la denuncia.
-A la pregunta, conteste: ¿se rectifica en su denuncia? –preguntó el efectivo.
-Ya pues jefe. Tengo una niña. ¡Sea conciente pues! –suplicó Joan.
-No. Mantengo mi denuncia –respondí, con el poco valor que me quedaba.
A los pocos minutos la familia de Joan se hizo presente en la comisaría. Una señora gorda de ojos claros y cabellos rizados me pedía un minuto para hablar conmigo. No me conmoví.
Soplin se encontró en la puerta de la comisaría con su amiga Lucia, una linda y dulce chica que trabaja en otra agencia de banco y que vivía en uno de esos condominios cerca de ahí.
A la salida de la comisaría fui a la casa de Lucia, para recoger a Soplin, y nos quedamos esperando que la familia de Joan me dejara huir del lugar sin miedo a represalias. Lucia nos tranquilizaba con su presencia.
A la media hora, salimos en busca de un taxi. Fuimos a recoger mi libro de Blanchard y después nos dirigimos a Plaza San Miguel, en nuestro afán de despistar al enemigo.
No sé si Joan merecía que lo disculpase. Tampoco sé si saldrá libre o si ya está libre. Solo sé que Soplin y yo ya no caminaremos más por esas calles soleadas del cercado de Lima, exhibiendo mi celular y conversando distraídamente. Solo sé que por unos minutos fui el hombre que jamás logro ser y que perseguí al desalmado que me quería robar mi línea de crédito y mis recuerdos de Sofía.
Una vez más Soplin me ayudó a sacar esa valentía que no solo se necesita en una agencia de banco, sino también, en las calles de esta ciudad.


El espectáculo de los bebes

Eva es mi jefa en la agencia donde trabajo y mi amiga, eso creo, fuera de ella. Llegó a trabajar conmigo hace un poco más de un año. Se enamoró de un chico algo huraño pero noble y, a los pocos meses, nos dio la feliz noticia de su embarazo.
Eva es muy inteligente y rápida en su labor diaria. Soluciona los problemas de la agencia con un criterio muy certero, el cual envidio, y tiene una facilidad para entablar amistad y confianza con los chicos y chicas que comprenden su trabajo.
Hay algunos días en los que me considero su amigo y otros días que no tanto. No soy tan hábil como ella y, seguro, eso la defrauda. No tengo su criterio certero y por eso su confianza va decreciendo de manera exponencial. No tengo su experiencia y tampoco su talento pero, sin embargo, me dio la oportunidad de trabajar a su lado.
El primer sábado del último mes del año, Eva, organizó la fiesta de bienvenida para su bebe. Invitó a toda la agencia, pero no todos pudieron ir, lo cual fue algo bueno, porque no había tantas sillas para todos.
Llegué a las ocho de la noche al departamento de Eva, en el tercer piso de un edificio recién construido en la avenida la marina en San Miguel. Me recibió Emmanuel, el novio de Eva, y me guió, muy cordial, por los pasillos de ese edificio nuevo y acogedor. Entré al departamento y encontré a Franco, el popular Pe, que estaba acompañado de su novia, Anie, linda y encantadora, con los que pasé un largo rato entretenido esperando a los demás invitados.
Al poco rato llegó Eva, que había salido a comprar algunos detalles para la fiesta. Estaba más linda que los días en la agencia. El embarazo les da a las mujeres un aire angelical, una sonrisa iluminada, una mirada tierna y feliz. Verla, me hace dudar de mi idea férrea de jamás ser padre, de nunca contemplar en ninguna mujer ese milagro de dar vida.
Muchas veces Eva nos sorprende con algún grito de dolor risueño cuando es asaltada por algún movimiento, involuntario y distraído, de aquel bebe que ella lleva en su vientre. Trata, sin obtener resultado alguno, de trasmitirnos esa sensación de felicidad al llevar en su vientre a un nuevo ser, minúsculo e indefenso, pero capaz de provocar los sentimientos más puros y espontáneos, esos que no son muy comunes en nuestra precaria condición humana. Me quedo perplejo, alunado, tratando de imaginar a Sofía esperando un hijo mío, inspirándome la ternura de darle todo mi amor, toda mi devoción en esa dulce espera, cumpliendo sus antojos, mimándola con esa barriga prominente (la misma que hoy luce Eva) y mirando a Sofía, llorando de dicha y agradecimiento, por ser tan generosa al darme la oportunidad de ser papá.
Existen tantas cosas detrás del milagro del alumbramiento. Es increíble que un acto tan manoseado, tan vilipendiado y ligero como el sexo sea capaz de darnos algo tan puro y tan mágico como la posibilidad de traer un bebe a este mundo. Jugamos, bromeamos y satirizamos el sexo, pero al final de todo, somos producto de eso.
Los invitados iban llegando uno a uno. Eva se alegraba con el cariño de cada persona que estaba presente. El bebe, al que responderá al nombre de André, seguramente también estaba sonriendo, si es que sabe hacerlo, al sentir a su mamá tan feliz.
Los animadores de la fiesta comenzaron su repertorio. Nos sacaban a bailar, a cantar, nos ponían en ridículo, todo con tal de robarle una risotada a la futura madre. Eva comía y reía, era feliz viendo como sus amigos se sometían a las pruebas más simplonas y divertidas que la imaginación afiebrada de ese dúo de la animación podía perpetrar contra nosotros.
Llegó el momento de los regalos. Eva y Emmanuel debían adivinar qué era lo que había en tantos paquetes envueltos.
-Aquí hay ropita –decía Emmanuel. Fue lo único que dijo en toda la noche.
Todos los regalos eran prendas diminutas, retazos de tela en forma de cuerpos pigmeos, liliputienses, que causaban los suspiros de todos los invitados. Es increíble que esos seres tan pequeños, con el tiempo, se conviertan en hombres y mujeres como nosotros. Son ángeles, dice mi mamá.
La noche pasó como un suspiro. El repertorio o las fuerzas de ese dúo de animación se esfumaron. Para terminar, esta pareja que nos había alegrado la noche se despidió muy cariñosamente, con besos y abrazos, y dejando en cada una de nuestras manos, una propaganda de su trabajo. Animación Sana Infantil, decía el panfleto. Mi amigo Samir me mira, travieso y cómplice, y dice:
-Tigre, para cuando quieras ser papá.
-Gracias. Pero todavía no –dije.
Todavía no, por lo menos hasta que Sofía vuelva conmigo, pensé.