lunes, 30 de junio de 2008

Neruda, yo también confieso que he vivido

Cuando era pequeño, siempre soñaba con tener un amor ideal, un gran amor. Siempre estuve enamorado, de una u otra mujer, de una compañera de la escuela, de mi profesora de ingles, de mi vecina o de alguna prima que de vez en cuando solía frecuentar mi casa por temporadas largas de verano. Conversando con un amigo, descubrí que el amor tiene la maravillosa habilidad de confundir la ficción con la realidad. Una genuina historia de amor, puede tener matices de ficción y ser una novela real, o, tener matices de realidad y ser una completa ficción.
La persona que haya conversado alguna vez conmigo, conoce mi postura sobre el amor (el amor entre hombre y mujer, el amor sexual) y lo que creo de él: un truco astuto para lograr que la tierra se poblara y conservar la especie. Pero el romanticismo es algo que conmueve y, escuchar la historia más sincera y espontánea de los labios de un amigo me dieron el aliento para escribirla en estas líneas. Quiero dejar en claro que mi personaje de Sergio Morelli desaparece de escena y deja en su lugar a Palao, un chico brasileño, amante de los deportes solitarios y de los libros de Coelho. Ésta es una verdadera historia de amor, no tengo nada más que decir.
Palao es un chico diferente, porque a pesar de ser brasileño, no le gusta el fútbol. Silvia es una mujer de selva, brasileña, vive en Acre, una provincia en la frontera con Perú. Ellos se conocieron en la universidad Católica de Río. Eran muy amigos, gracias a Susana, una ex novia de Palao.
Susana y Palao tuvieron un año y medio juntos. Eran muy felices hasta que ella viajo a Sao Paulo por motivos familiares. Ante el dolor de Palao por la partida de Susana, Silvia, fue el cayado que necesitaba para salir de ese vacío inmenso llamado soledad.
Al poco tiempo de la partida de Susana, Palao y Silvia fortalecieron su lazo de amistad. Salían al cine, iban a la universidad juntos y almorzaban en la misma cafetería todos los días. Palao siempre la acompañaba a casa y se hacían interminables las despedidas en el umbral de la puerta. También salían a bailar. Silvia era una eximia bailarina, y aunque Palao no lo hacia tan bien, ella adoraba el esfuerzo de su compañero de danza. Silvia también compartía la afición desmesurada que Palao sentía por los libros de Coelho y por la música trova. Pasaban horas hablando de las novelas que habían leído y compartían todos los libros mientras escuchaban la música de Silvio Rodríguez.
Cuando pasaron más de seis meses después de la partida de Susana, Palao sentía que comenzaba a enamorarse de Silvia. Silvia tenia más pudor por la reacción de su amiga Susana, pero no podía negar que sus sentimientos correspondían la fiebre que Palao sentía por ella.
Una noche de sábado, esas que nunca se olvidan, Silvia y Palao decidieron ir a bailar, como amigos, y pasar un fin de semana como los que habían venido pasando juntos. Silvia estaba hermosa, tenia una silueta espectacular y una luz diferente, un aura especial, un encanto donado por algún Ada madrina, el mismo que le concedió a cenicienta el día del baile con su príncipe azul. Palao, tan común y corriente como siempre, encantador por naturaleza, quedó sometido por los atributos de su compañera de baile y no paró de sonreír toda la noche. Fue una noche mágica. Bailaron. La discoteca estaba atiborrada de gente, pero ellos no sentían la presencia de nadie más. Palao sentía entre sus manos la cintura delgada de Silvia. Silvia sentía en su olfato el perfume perfecto de Palao. Ambos estaban extasiados a más no poder. Esa noche sería la más maravillosa de sus vidas.
Una nueva semana comenzaba y una nueva pareja salía a la luz. Los amigos en común de Silvia y Palao estaban separados por un tema evidente: la amistad cercana con Susana. Palao y Silvia sabían de la reacción del mundo, pero lo de ambos era tan fuerte que podía lidiar con toda la mala voluntad del universo. Al poco tiempo la gente se cansó de hablar y ellos fueron consolidando su relación hasta convertirse en una pareja estable y ejemplar. Siempre estaban juntos, más tiempo que el que invertían cuando todavía eran amigos. No dejaban de salir un solo sábado, porque ese día tenía un sentido especial para ellos. Seguían comiendo en la misma cafetería, pero ahora entraban de la mano. Seguían yendo a la universidad en el mismo colectivo, pero ahora ella se apoyaba sobre su hombro mientras él dormía rendido con el aroma de su cabello. Las horas eran cada vez más interminables hablando de literatura y escuchando a Pablo Milanes. Los momentos de amor fueron muchos y los tiempos escasos. La felicidad entre Silvia y Palao creció, como crecieron las flores en los jardines de la universidad. Los besos bajo el umbral de la puerta de Silvia se perdian en suspiros frios y astillados de silencio. Las miradas del mundo fueron cada vez más inexistentes y la sonrisa de uno y del otro se fue convirtiendo en la única razón de existir. La gloria fue tocada por las manos de dos jóvenes amantes, confusos, entregados y soñadores, como lo eran Silvia y Palao. Tal vez el universo no confabulaba a su favor, por eso Coelho no tenía razón, porque confundió el mundo exterior con el universo del amor entre dos seres que lo viven día a día. Los padres de Silvia no daban nada por este amor juvenil insensato, torpe. Los amigos de la universidad juzgaban como seres perfectos ajenos al pecado y a las tentaciones del amor. El hombre suele ser muy ambicioso sobre lo que puede llegar a ser, y así lo entendían Silvia y Palao. Ellos seguían enamorándose más con la música de Pablo y dejaban el odio para los perfectos, para los que entienden todo. Palao y Silvia solo sabían hablar de amor, un idioma difícil de aprender.
Viajaron juntos por la selva de Brasil. Fugaron de sus casas más de una vez. Fueron contra el mundo que no los aceptaba. Durmieron bajo la luz de la luna muchas veces, porque el amor es valiente, corajudo. Los brazos de Palao eran el remanso de Silvia y los labios de ella sostenían la fuerza de él. Nunca pensaban en separarse, nunca imaginaban estar lejos, ambos eran algo así como el amor de mi vida.
Luego de unos meses, Silvia tuvo que regresar a Acre por problemas de salud de su padre, quien cayó enfermo. Palao no era bien recibido en casa de Silvia. Los padres nunca recuerdan el amor juvenil. Hasta hoy, luego de algunos años, Palao habla por teléfono con Silvia todos los sábados bordeando la media noche. Se besan a la distancia y recuerdan con amor su día sagrado, el día en que fueron felices, solo una vez en la vida, después de bailar, leer literatura y escuchar a Pablo Milanes.

Palao, gracias por recordarme que el amor real existe. La verdad lo extraño mucho. Un abrazo.

viernes, 6 de junio de 2008

Mis amigos inseparables

Todo empezó una mañana como cualquiera, de verano. Mis amigos y yo tomamos el bus rumbo a Conchan, para el examen de manejo. José y Antonio son mis amigos desde la época de colegio, hace ya cinco años, y ahora vamos rumbo a sacar nuestra licencia de conducir. José es muy divertido, gracioso y siempre tiene una anécdota que contar. Antonio es más loco, desenfrenado, bohemio, pero muy estudioso y destacado en lo que hace.
Vamos en el bus mirando el pobre paisaje del sur de Lima y pensando cómo será el examen de manejo. Yo, particularmente, no me he preparado a consciencia y tengo miedo del examen escrito. José y Antonio se burlan de mi, porque ellos si son más precavidos y estudiaron mucho. Sin embargo, en los tres existía la duda y el miedo por el examen práctico.
El sol era insoportable. Marzo es el peor mes del año porque es el mes con más calor. Para la gente que gusta de los días de playa, cae muy bien un día como este, pero para mi es inhumano. José lleva puestos los lentes ahumados que le regalé en su cumpleaños y Antonio viste una camisa hawaiana, muy colorida y precisa para la ocasión. Yo, poco inteligente y desprovisto de todo concepto de comodidad, luzco un jeans negro y una camisa, que a pesar de ser manga corta, es pegajosa y sintética. Me odio por venir así, pero era demasiado tarde, estábamos en camino a la gloria, rumbo a conseguir lo que todo hombre aspira, el brevete, el permiso de conducir, la licencia de manejo, el carné que te dice que eres un chofer con todas las de la ley y tienes la oportunidad de movilizarte en coche y, mejor aún, si es acompañado de alguna chica linda, en fin, no hay nada que un hombre con brevete no pueda hacer.
Presentía que en el bus encontraría a muchos jóvenes como nosotros que van en busca de ese sueño, el brevete. Miraba a todos lados y veía cómo los chicos mirábamos pasmados al conductor, tratando de captar las maniobras básicas del arte de conducir. Ese personaje grasoso, desaseado, de uñas largas y negras, de peinado tieso, como si toneladas de laca hubieran caído sobre esa cabeza cubierta de algo más que sólo cabello. Ese personaje se había convertido en nuestro ídolo, en nuestro mentor y guía. Todos nos veíamos manejando cualquier vehículo a las velocidades que este conductor nos hacia sentir en cada cambio, en cada giro de timón, en cada freno, en cada grito que lanzaba a sus colegas. El manejar un coche te envalentona, te hace sentir más hombre y más ganador. Eso buscábamos mis amigos y yo, sentirnos hombres ganadores.
Llegamos al centro de exámenes de manejo y el bus prácticamente se quedó vacío. Una caravana de hombres sobreexcitados nos acorralaron con el afán de convertirse en nuestros guías para esta hazaña. Nosotros, muy seguros de nuestras capacidades, rechazamos cualquier tipo de ayuda.
Caminamos hacia la puerta de entrada, con nuestros papeles en cada mano. Un hombre hostil nos dio la bienvenida y nos permitió entrar a punta de gritos. No nos amilanamos y seguimos con la frente en alto en busca del siguiente paso. Hicimos una larga cola para sacar una fotocopia de nuestro documento de identidad y nuestro examen médico. La copia estaba treinta centavos, un robo. Corrimos a la ventanilla donde nos darían un formulario que tenía que ser llenado con letra imprenta. Con el único lapicero que teníamos en nuestro poder, apoyados de la pared, llenamos con mucho cuidado cada dato que nos solicitaba el formulario. Hicimos, nuevamente, una larga cola para entregar el formulario completamente lleno y sin enmendaduras, a la señorita de uniforme que tampoco era muy amable que digamos. La cola estaba llena de hombres de todas las edades, de todas las clases sociales y de todos los distritos de la gran Lima. No había mujeres. Algunos, por nuestra desaliñada apariencia, dábamos al ambiente un aire a reclusorio, a penal de alta seguridad, donde se puede encontrar a los criminales más avezados. El sudor mezclado con el polvo del lugar hacía de nuestros rostros una especie de vasija de barro. Odio el calor, odio el verano.
Entramos juntos al examen escrito. José y Antonio salieron a los diez minutos de comenzada la prueba. Aprobaron. Yo, como era de esperarse, me demoré todo el tiempo permitido. También aprobé. Caminamos rumbo al salón donde nos inscribirían para el examen práctico, la parte más difícil del examen. Estábamos nerviosos, aunque ellos no dejaban de burlarse de mí, por haberme demorado tanto en el examen escrito. Me gusta la manera como estos momentos me hacen recodar la época de colegio, cuando salíamos de los exámenes bimestrales y, parados en medio del patio, esperábamos a los más lentos en el examen de matemáticas, mi materia favorita. Era divertida la competencia sana que se proponía en el salón de clases. Era divertida la manera cómo peleábamos por un punto más en el examen, por el halago del profesor de turno, por el reconocimiento público, por la mejor nota o el mejor cuaderno. De esa burla sana era victima nuevamente, ahora en el examen de manejo.
Por casualidades del destino entramos los tres a dar nuestro examen práctico de manejo. Estábamos nerviosos, pero teníamos que saber manejarlo. A José le dieron un coche rojo, a Antonio uno azul y a mi uno blanco. Yo entré primero al circuito, como guía. Intenté ir despacio para que el jurado no piense que soy un conductor temerario que se cree dueño de las pistas. La primera parte del circuito era una trocha. Fui lo más lento que pude, aunque eso provocó que mis demás compañeros se amontonaran en la entrada del camino. Sentía las ‘puteadas’ de todos ellos, porque gracias a mi lentitud, comenzaban mal el examen. Traté de serenarme, de no ponerme nervioso. Entre al camino llano, intenté aumentar la velocidad pero no quería desesperarme. Miré al frente y encontré el primer semáforo en rojo. Paré. Algo en el asiento me incomodaba, entonces, aprovechando el semáforo en rojo comencé a mover el asiento para colocar mejor mis piernas. No me di cuenta, hasta que el instructor grito el color de mi coche y me exigió que siga la marcha, pues el semáforo ya había cambiado a verde hace un buen rato. Me quería morir. Señores, el semáforo en verde es para avanzar, dijo el juez con una voz alterada. No puedo cometer ningún error más, pensé. El siguiente obstáculo era el ovalo. Bajé la velocidad y traté de no pegarme mucho a los bordes para evitar pisar la línea amarilla. Todo un pelotón enfurecido me seguían los pasos. Mi primer pare, una señal importante pero muy olvidada por los conductores de hoy en día. Me demoré los ocho segundos que alguna vez un instructor de manejo me aconsejó, pero creo que fueron demasiado. El juez me volvió a llamar la atención con un grito. Completamente desmoralizado, entré a la prueba de estacionamiento en diagonal. La prueba de fuego era colocar el coche a casi cuarenta y cinco grados sin pisar los botones que estaban pegados en la pista. Como era de esperarse, con toda la presión sobre mi, volví a cometer una falta, al pisar los botones amarillos antes de entrar al carril que me correspondía. Me odié a mi mismo. Puse retroceso y di marcha sobre mis pasos fallidos y volví a pisar el bendito botón. Continué la marcha, sin más fuerzas que las del mismo coche que prácticamente se manejaba solo. Ahora tocaba lo más complicado, el estacionamiento en paralelo. Traté de concentrarme y relajarme un poco, después de las bestialidades que había cometido. No lo logré, pero a pesar de eso, esto fue lo único que hice bien en mi examen.
Salimos del circuito y todos me querían matar. Les había malogrado el examen. Los instructores habían puesto de guía al más incapaz del pelotón. Me sentí mal, frustrado y decepcionado. Quería desaparecer del lugar y no sentir las miradas lacerantes de todos los postulantes, sobre todo, las de mis dos queridos amigos.
Ese día como era lógico a ninguno de los tres nos dieron el brevete, pero ni José ni Antonio me reprocharon la manera tan tonta en la que afronté el examen. Me mostraron su apoyo, tan solo con su silencio, tan solo con el simple hecho de dejar las cosas tal y como estaban. Ese día fueron pocos los postulantes que salieron con el brevete en sus manos, pero fueron muchos los que aprendieron que no hay primera sin segunda. Mis amigos y yo regresamos por el mismo camino que nos había traído hasta aquí. Esperamos el mismo bus y nos fuimos con las mismas ilusiones de algún día portar un brevete. Esa mañana no me fui con una licencia de conducir, pero si me fui con dos amigos que una vez más marcaron en mi corazón una muestra de amor, entrega y compañerismo. Son momentos como éste los que forjan a los verdaderos amigos, a los que siempre están ahí, por cualquier motivo, por cualquier razón, con la única recompensa de seguir creciendo juntos y seguir viviendo momentos como los de aquella mañana de verano insufrible, pero feliz.
Para mis verdaderos amigos, los quiero mucho.

Las primeras veces

La primera vez que declaré mi amor a una mujer fue cuando tenía 18 años. Estaba en mi segundo año de universidad. Ella estudiaba conmigo, aunque no la misma especialidad. Era una mujer muy estudiosa, dedicada y perseverante. Mi declaración ocurrió en el estacionamiento de un centro comercial muy concurrido. Mis rodillas me temblaban, mientras ella y yo estábamos parados en medio de coches feos y bonitos, a la salida del cine. Fuimos a ver Troya, una película donde trabajaba Brad Pitt, un hombre bello y atlético. Corrí el riesgo, llevándola a ver esta película, de que en el momento de mi declaración me dijera que no, ilusionada o aturdida aún por la perfección física de este actor norteamericano. Me preguntó si es que estaba seguro de mi petición. Yo respondí que sí. Ella aceptó. Nos abrazamos, sólo nos abrazamos, y cogidos de la mano, caminamos hacia el paradero de la avenida principal para tomar nuestro bus. Nuestro primer beso fue al día siguiente, en medio de amigos y sorprendidos que no esperaban nuestra unión.
Con esta bella mujer terminé mi relación año y medio después. Me enamoré de una persona algunos años mayor que yo, que conocí en las graderías de un teatro. Esta segunda mujer era muy contraria a la primera, muy diferente. Era una mujer con una complejidad interior muy marcada, a tal punto, que ese mundo de encuentros y desencuentros del cual ella provenía, dibujaban sobre su aura un tono gris, triste y taciturno. Me enamoré mucho de ella. Sus locuras me marcaron y me hicieron muy feliz. Esta segunda mujer sólo estuvo en mi vida por cinco meses. Ahora no sé mucho de ella. Seguramente seguirá yendo al mismo teatro donde la conocí. No lo sé.
La tercera mujer en mi vida no duró más que una semana. La conocí en una discoteca en el centro de la ciudad y salimos un par de veces. Estudiaba idiomas en un centro de estudios norteamericano y tenía una vida bastante vertiginosa. Vivía muy rápido para mi lentitud, es por eso que no duramos más que siete días.
La cuarta mujer que formó parte de mi existencia, también la conocí en la universidad. Estudiaba lo mismo que yo, derecho, y aunque cuando la conocí ella tenía novio, eso no fue impedimento para que termináramos juntos casi un año. Era una mujer muy bella y bastante querida en mi casa. Mi madre hoy en día la extraña mucho y por eso algunas veces buscan la manera de encontrarse en algún café y conversar un poco. Con esta cuarta mujer viví el amor más intenso, apasionado, loco y peligroso. Éramos personas muy parecidas emocionalmente y eso hacia que la relación paseara por una montaña rusa, donde algunos días estábamos en la cima y otros en la sima. Un viaje inesperado e inoportuno terminó con nuestra relación. Tiempo después me enteré que regresó al Perú, acompañada de su madre y su novio, seguramente para algunos preparativos de la boda.
La quinta mujer que hizo las veces de mi compañera sentimental, fue una mujer muy guapa, modelo, de veinte años y que estudiaba comunicaciones en una universidad privada. Tenía unos ojos preciosos y le gustaba mucho el mundo del arte. Ese fue nuestro nexo. Algunas veces la acompañé a sus desfiles interminables, a sus maratónicas compras en los centros comerciales, a sus extenuantes sesiones de belleza en algún spá y a sus largas e insufribles sesiones de fotos. Aprendí mucho junto a esta mujer, sobre cómo combinar colores, cómo peinarse, cómo acentuar los rasgos faciales, cómo aumentar, con algún efecto visual, el tamaño de los ojos, de los labios o de cualquier otra parte del rostro. Fue muy divertido y feliz haberla conocido.
Hoy en día estoy solo, sin pareja sentimental, sin compañera incondicional. Decidí que era lo mejor para las mujeres mantenerme lejos de ellas. No soy buen amante y mucho menos un buen compañero. Prefiero dar rienda suelta a mi soledad y esperar que los días pasen sobre mí. Pero, no puedo más que agradecer a estos seres maravillosos que de alguna u otra manera me enseñaron el amor y todas sus formas. A la primera mujer porque me enseñó la magia de un beso y el concepto de perseverancia y entrega total. A la segunda mujer porque me enseñó a ser rebelde contra la vida misma y a luchar por lo diferente. A la tercera mujer porque me enseñó a pensar mejor las cosas antes de tomar decisiones apresuradas. A la cuarta mujer porque me enseñó a despojarme de prejuicios y amar sin tregua, sin miedos y sin pudor. Y a la quinta mujer porque me enseñó el concepto de belleza espiritual como algo más que la frivolidad del exterior, y también, el amor a la vida misma, compleja, pero bella.

La mujer de mi vida

Todo comenzó un 27 de junio de 1985, cuando al medio día conocí a mi madre. Pesé 3.8 kilos y medí casi 50 centímetros. Soy el primogénito de la mujer que me permitió vivir y por consiguiente el hijo que más dolor causó al momento del alumbramiento. Mis primeros días al lado de mi madre fueron de mucha angustia. Nací con un diámetro cerebral fuera de los límites normales y eso hizo que me internaran por tres semanas debido a una supuesta hidrocefalia. Mi madre prácticamente no salió del hospital, porque entre revisiones y revisiones terminé quedándome en el sanatorio donde nací. La mujer de mi vida sufrió mucho esas tres semanas ya que su primer hijo estaba a punto de morir producto de una mal formación al momento de nacer. Después de muchos estudios y análisis, descubrieron que mi mal no era más que algunos centímetros fuera de lo normal, centímetros que provocarían que mi apodo de grande sea: ‘cabezón’. Antes del primer año me enfermé muchas veces y varias de esas terminé hospitalizado. A pesar de tener una cabeza bastante grande en comparación con los bebes de mi edad y de haber nacido pesando casi cuatro kilos, tenía problemas respiratorios y alérgicos. De alguna manera fui el aprendizaje de mi madre, fui el experimento, el manual de uso de una mujer novata en temas de maternidad. Aprendí a caminar casi al año y dejé el biberón al año y medio. Mi madre dice que era un bebe inteligente y entendía que lo mejor era tomar la leche en taza. Miraba mucha televisión, y gracias a mi buena memoria, podía acordarme de los comerciales más llamativos, haciendo que, en el momento que estaba en brazos de mi madre fuera de casa, hiciera las veces de niño genio al señalar los anuncios publicitarios, los mismos que veía por televisión. La gente extraña pensaba que había aprendido a leer con tan solo dos años, pero era mentira, lo que me hacía diferente era mi buena memoria.
Mi madre me llevaba al colegio todos los días. En la temporada que vivimos en Huancayo era la que siempre me preparaba una lonchera llena de manzanas y de leche fresca. Todos mis amigos de preescolar se burlaban de mi fascinación por la manzana. Todos los días manzana, o cualquiera de sus derivados. En Lima, mi madre cruzaba todos los días, esa larga avenida en el distrito de San Martín de Porras, llamada la avenida Perú, para recogerme del colegio San Antonio donde cursaba el primer grado de primaria. Eran días felices, donde mi madre me había inculcado el amor por el estudio y sólo me dejaba descansar hasta las tres de la tarde, hora en la que comenzaba mis tareas escolares. Gracias a mi madre siempre fui un alumno promedio. Mi madre me enseñó a respetar a mis compañeros de clase y a siempre guardar silencio cuando una persona mayor está hablando, como es el caso del profesor en su hora de clase. Mi madre siempre me incentivó el amor a Dios y a todo lo divino. Mi madre siempre me enseño a no mentir, aunque terminé siendo un mentiroso. Mi madre me ayudaba en mis composiciones, en mis trabajos de arte, en mis cuestionarios de ingles, en mis preguntas de lenguaje. Mi madre siempre odió las matemáticas, y las sigue odiando. Mi madre me enseñó a decir gracias. Mi madre me enseñó a pedir disculpas. Mi madre me acompañó a todas mis reuniones de padres de familia. Mi madre me vio jugar todos los campeonatos de fútbol que viví con emoción. Mi madre siempre estuvo ahí durante toda mi niñez, toda mi pubertad y toda mi adolescencia. Mi madre me cambiaba los paños fríos cuando tenía fiebre. Mi madre preparaba los mejores alimentos para cuando mis amigos iban a casa a jugar o a estudiar un rato. Mi madre le abrió las puertas a mi primera novia y la trató como hubiese querido que la tratasen a ella cuando vivió lo mismo. Mi madre estuvo conmigo cuando dejé la universidad por un caso de fuerza mayor: el no poder pasar los cursos. Mi madre siempre discrepa conmigo, pero por lo menos me escucha. Mi madre siempre llora, pero lo hace por mí. Mi madre jugaba conmigo a las cartas en los viajes a ICA, donde fui muy feliz. Mi madre es mi cómplice, mi consejera, la primera mujer que leyó un poema mío, la primera que me dio su aliento, la primera que me dio su amor, la primera que me dio de comer, la primera que me dio un beso, la primera que me alivió el dolor, la primera que me curó las heridas, la primera que me dio todo lo que un ser humano necesita para no morir sin valores. Mi madre ahora es mi amiga. Seguimos amándonos como antes, seguimos peleándonos como antes, seguimos pensando como antes, seguimos creciendo como antes. Y es verdad, que una vez escuche la frase que dice: uno aprende a ser hijo cuando es adulto. Pues yo digo que uno nunca aprende a ser hijo, porque nunca nada es suficiente para dar gracias y lograr hacer feliz a una madre.
Gracias mamá. Te amo.

La silla Vacía

Yo, Sergio Morelli, tuve un sueño. Un sueño distinto, raro, especial. Soñé que estaba sentado en una silla, en la azotea de mi casa de tres pisos, una casa a las afueras de la ciudad. Era un día nublado, triste, frío, el sol no asomaba su mirada y por la calle aún los vecinos no comenzaban su habitual recorrido matutino. Tenía puesto un buzo holgado y una zapatillas bastante cómodas. Todo era silencio. Me preguntaba que hacia en esta silla, sentado en la azotea de mi casa de tres pisos, no entendía muy bien como había llegado hasta este lugar. Tal vez si fuera de noche, hubiera subido a contemplar románticamente las estrellas del firmamento, que valgan verdades, en Lima es un espectáculo muy pobre. Sin embargo, era de mañana, muy temprano para estar en la azotea de mi casa de tres pisos, en lugar de estar durmiendo. A lo lejos, llegué a divisar que se aproximaba alguien de estatura promedio y contextura gruesa, era un hombre. Yo permanecía inmóvil, sentado en la silla en la azotea de mi casa de tres pisos, una silla de madera, que crujía al menor movimiento. Tenía cierta curiosidad por saber quien era, así que no dejaba de mirar a todos lados, entre la neblina. Desorbitado, absorto y confundido por el momento, me di cuenta que esta persona se iba aproximando más y más. La neblina no me dejaba distinguir quien era, sin embargo, luego de unos minutos, mirando intensamente tratando de descubrir a este personaje que se acercaba a mi, me di cuenta de quien se trataba, era mi padre, Arturo Morelli, que me seguía desde hace mucho rato, queriendo hablar conmigo.
Mi estado permanecía inmóvil, aunque más relajado al descubrir quien era la persona que me seguía. Lejos de mi se escuchaba una canción hermosa, como el sonido de una catarata que cae sobre las piedras y fluye siguiendo su camino. Mi padre me alcanzó y una sonrisa se dibujó en mi rostro, feliz de tenerlo cerca a mí. No suelo soñar mucho con mi padre, en general, no suelo soñar mucho. Sin embargo, mi padre contrario a la emoción que yo sentía al verlo, de un momento a otro, comenzó a insultarme y se abalanzó sobre mi queriéndome ahogar, golpear y hacerme daño. No entendí su reacción, no sabía que lo motivaba a golpearme. Era una mañana triste, pensé que tenerlo en mi sueño me traería algo inolvidable, algo hermoso. La relación con mi padre nunca fue buena, yo lo quiero mucho, pero nunca hemos tenido la oportunidad de acercarnos, de ser amigos. Por eso no sueño con mi padre, porque lo siento distante.
Yo ya no era un niño de cinco ni diez años. Era un adulto, un hombre capaz de defenderse, y así lo hice. Sin entender el por qué se su ataque, luché contra él y no dejé que me hiciera nada malo. Forcejeamos por un buen rato. Yo, aturdido por el momento, esquivaba cada ataque furibundo que mi padre intentaba propinarme.
Comencé a dar gritos preguntándole por qué me agredía, qué había hecho ahora que lo tenía tan furioso. Mi padre sólo seguía su ofensiva contra mi y su violencia se desataba cada vez más.
Unos instantes después, mirándolo a los ojos, entendí lo que mi padre buscaba, mi atención. Quería hablar conmigo, pero no encontraba la manera correcta de hacérmelo saber. Su impotencia de no encontrar soluciones ni respuestas positivas de mi parte lo frustraban mucho, y, no encontraba otro camino para desahogar su frustración que atacándome.
Logré sacármelo de encima con un gran impulso. Cogí su mano y la acerqué a mi rostro. Le dije con voz arrulladora que lo amaba, y comenzamos a platicar, punto por punto, algunas cosas que siempre me habían incomodado y que seguro, a él también. Sentí que su agresividad bajo paulatinamente, pero aún seguía un poco exaltado.
Unos instantes después, comencé a narrarle todo lo que guardaba en mi corazón. Durante toda mi vida nuestra comunicación había sido nula. Mi padre era una persona con poca facilidad de palabra, cariñoso en sus momentos de euforia, pero muy fiscalizador en su tarea como padre. De niño, eran pocos los momentos en los que compartíamos cosas juntos, jugábamos juntos, o simplemente pasábamos el tiempo haciendo nada. Mi padre siempre fue una persona responsable y trabajadora. Nada le fue fácil en la vida, y todo ameritaba de él su mayor esfuerzo y lucha constante.
El tiempo pasa Sergio, y las cosas que no hicimos antes quedaron ahí, en el recuerdo de las cosas inconclusas, en el baúl de los ‘no lo hice’, lejos de cualquier enmienda o corrección. Gracias a Dios la vida continua, y el tiempo nos da más de su riqueza para hacer en el presente lo que jamás nos atrevimos hacer en el pasado.
El éxito o fracaso de nuestras vidas como familia, como hermanos, como padres e hijos, como parejas, sólo depende de nosotros. Olvidemos lo pasado que no tiene remedio ni reparo, pero pensemos en el presente para hacer un mejor futuro.
Durante este sueño le reclamé muchas cosas a mi padre. Sentía que él se alejaba y quedarían nuevamente inconclusas las cosas que deseaba que supiera. Lo cogí fuerte del brazo. No lo deje ir. Él quizás no quería escuchar, pero lo forcé. Papá te amo, y quiero que salgamos adelante. Busquemos la ayuda que necesitamos, seamos amigos y confiemos mutuamente todo lo que nos pasa. La vida es ahora, no cuando tenía seis años y jugaba solo, con muñecos de plástico y disfraces raídos, en lugar de jugar contigo. No cuando me compraste una bicicleta, pero sólo una vez salimos a pasear juntos. La vida es hoy, no cuando anotaba un gol en las canchas del colegio y cada vez que te buscaba entre el público ya te habías ido. La vida somos Arturo y Sergio Morelli juntos. Seamos felices, tú, mamá, mi hermano y yo.

Mi gran amiga Martha

Durante toda mi secundaria siempre fui un alumno promedio. Estudiaba en un colegio particular del cono más grande de Lima y no me iba mal. Tenía muchos amigos con los cuales viajaba mucho y me divertía. Tenía otros compañeros para los cuales pasaba inadvertido o simplemente no existía. Tenía algunos conocidos con los que casualmente compartía algunas reuniones bohemias, llenas de baile coqueto y trago motivador. Eran esas reuniones en las cuales terminabas estimando a todo el mundo, todo gracias al alcohol excesivo en nuestras venas. Tenía otro grupo de amigos, el de los estudiosos, el de los genios, el de los matemáticos con futuro, los próximos científicos de la nación, con los que aprendía mucha ciencia, mucha filosofía, que hoy por hoy no me sirve.
Entre todos mis grupos de amigos siempre resaltó el conformado por chicos sanos y responsables. Ni ratones de bibliotecas ni relajados sin remedio. Alumnos promedios, que tenían cada cosa en su lugar, la diversión y el estudio, la primera los fines de semana y el segundo de lunes a viernes. Me gustaba pasar el tiempo con Martha, una de mis mejores amigas de toda la vida, con la que puedo hablar de cualquier tema sin que note rubor en sus mejillas o tenga sobre mi cabeza la espada de Damocles para degollarme. Martha estudió conmigo toda la secundaria y era mucho mejor estudiante que yo. Es una mujer inteligente, guapa e interesante. Siempre tenía la costumbre de hacer reuniones en su casa, sobretodo sus cumpleaños, todos los fines de enero, siempre era inevitable terminar bailando en su casa. No recuerdo mejores fiestas que las que pasé en su casa. Diversión sana, coqueta, divertida y emocionante. Cada año, en su cumpleaños, algo nuevo pasaba, algo quedaba como anécdota para el resto del año. Cuando Martha cumplió quince años, hizo una gran fiesta en un local céntrico del distrito (el distrito más grande de Lima, del Perú y porque no, de Sudamérica). Recuerdo con cariño el momento en el que salí a bailar con ella, ese verano del 2000 había crecido enormemente y no sabía como ocultar mis extremidades. Martha, que se desarrollo normalmente, pasó todo el baile mirando hacia el techo para sonreírme un poco y aminorar mi bochorno. Martha es una gran dibujante y siempre me salvaba la vida con sus dibujos a la hora del recreo, antes de la clase de literatura, donde la maestra revisaba cada detalle de nuestros cuadernos. Martha siempre sacaba veintes en presentación de cuadernos, yo un decoroso once.
Martha tiene unos padres geniales a los cuales estimo mucho y aunque no los veo desde hace mucho tiempo, siempre recuerdo con cariño. Sobretodo a su padre, que siempre me motivó a estudiar ingeniería, como él, ingeniero de una prestigiosa universidad nacional, sin saber que mis redes neuronales eran insuficientes para tan grande reto.
A pesar de haber terminado la época de la escuela, Martha y yo nos seguimos viendo a pesar de las distancias y la escasez de tiempo. Ella ya no vive en el mismo distrito populoso de Lima, yo tampoco, pero siempre buscamos la manera de estar en contacto. Hoy por hoy, Martha y yo, estamos a punto de ser padrinos del primogénito de uno de nuestros amigos de esa época maravillosa de la escuela. La verdad no estoy seguro de que mi amigo desee tener como padrino a un impresentable como yo, pero estoy seguro que el puesto de madrina esta muy bien ganado por una mujer capaz de dar sentido a la palabra amistad. Creo sinceramente que mi futuro compadre tuvo un solo acierto al momento de escoger a los padrinos de su primer hijo, y el acierto fue Martha, que siempre me recuerda, sin muchos resultados, que debemos visitar al que será, si la locura del padre perdura, mi futuro ahijado. Gracias Martha por esa diligencia generosa y por ser la única que lucha por dignificar nuestra imagen como padrinos. Gracias por todos tus consejos, por escucharme siempre y por ser mi gran amiga.