jueves, 25 de diciembre de 2008

Mi último día en San Marcos (Parte I)

Nunca pensé regresar a San Marcos. Desde el año 2002 que ingresé a la universidad y que pasados seis meses la abandoné, me preguntaba si era posible volver en el tiempo y regresar a mi casa, San Marcos.
El año pasado después de mi inesperada incursión en el mundo bancario, descubrí que esa posibilidad de retroceder el tiempo era viable. Por cosas inexplicables del destino regresé a San Marcos, pero no a la universidad, si no, a la agencia de banco de la avenida Colonial.
Mi primera agencia en el banco fue Plaza San Miguel. Era una agencia grande, con lindas chicas, con buena paga, céntrica, me gustaba mucho, sobretodo porque ahí trabajaba Fernanda, una linda chica a la cual perdí el rastro cuando me cambiaron de oficina. A las semanas, después de haberme encariñado con los chicos y chicas de San Miguel (aunque ellos no se hayan encariñado conmigo) me dieron la noticia, fatídica en ese entonces, de que debía partir a mi nueva agencia, San Marcos.
Yo estaba aterrado, con mucho miedo, no quería irme de San Miguel, no quería ver gente nueva, no quería conocer a nadie más, yo quería quedarme trabajando en Plaza, pero ya nada podía hacer.
Recuerdo que el día de mi partida lo único que hice fue cuadrar mi caja, devolver mi efectivo, caminar hacia el módulo de mi gerente, escuchar un par de palabras acostumbradas en este tipo de situaciones (todas falsas, por compromiso) coger mi mochila y sin despedirme, como si no hubiera pasado nadie por ahí, abandonar la agencia como cualquier cliente menor.
A media de la tarde, caminando por el centro comercial de Plaza, me preguntaba cómo llegar a mi nueva agencia. Tomé un par de buses, pregunté por mi nueva oficina a unas cuantas personas del lugar, todo era nuevo para mí, y más aún, porque la municipalidad había comenzado las obras de reparación de las avenidas Colonial y Venezuela. Todas las calles del límite entre Cercado de Lima y el Callao eran un polvorín, nada comparado con la comodidad de Plaza. No quería estar ahí, quería volver a mi agencia que tan feliz me hacia, pero tenia que ser valiente y seguir buscando mi nueva oficina.
En más de una hora llegué a las puertas de mi nueva agencia, San Marcos, llamada así porque está a la espalda de la universidad por la que años atrás transitaba como estudiante. Entré. La primera impresión fue de miedo porque la oficina no era tan grande como Plaza, pero había más clientes, otros tipos de clientes: trabajadores de construcción civil, obreros, policías, gente como uno. Aquí estaba seguro de no encontrar, como me ocurría en Plaza a: cantantes, bailarinas de la farándula, actores, humoristas, futbolistas, y demás. En San Marcos sólo encontraría al Perú profundo, al Perú autentico.
Crucé toda la agencia para poder presentarme ante mi nuevo gerente. Recuerdo que las primeras personas que me dieron la bienvenida fueron la chata Ros y la tía More.
-Algo me decía que hubiera venido en tacos –dijo la chata Ros.
Luego, la gerente, Naty, me dio una calurosa bienvenida y me presentó al resto del equipo. Así conocí a Carmen, la supervisora, una mujer embarazada y tan encantadora como seria; a Valiente, el promotor principal, un chico con cara de amargado, noble, inteligente y buen amigo. Ellos me entretuvieron por unos minutos, me dijeron algunas normas de la agencia como la hora de ingreso y la posible hora de salida, me comentaron del ambiente de la agencia, del tipo de operaciones que se realizan y todo un resumen de las cosas que debía tener en cuenta como nuevo integrante de la plana san marquina.
Dando un vistazo fugaz, encontré a mi amigo Lucho, en la ventanilla uno. Lucho y yo habíamos estudiado juntos en la capacitación para ingresar al banco. Lucho es un chico de barrio, querendón, divertido, inteligente y amante de la bohemia nocturna. Al encontrarlo me sentía menos solo, por lo menos ya tenía un amigo.
Me preguntaron si ya tenía experiencia en caja. Yo respondí que sí. Entonces Carmen me pidió que comenzara a jalar, lo más tranquilo que pueda, porque lo importante era cuadrar al final del día. Así conocí a Rosita, la chica que me ayudó el primer día en San Marcos, a la que tuve distraída con tantas preguntas primariosas que no podía evitar, por los nervios y por el miedo de estar en una agencia nueva, sin conocer a nadie que me pueda ayudar.
La tarde duró poco. No hice muchas operaciones y cuadré ante la mirada incrédula de mis supervisores. Lucho me preguntó si tuve alguna dificultad, yo le dije que todo bien. Valiente me pidió mi lonchera con el efectivo correctamente cuadrado y yo, habiendo cumplido mis tareas, decidí conocer mi nueva casa. La ante bóveda estaba en el segundo piso, junto a los baños y el comedor. Unos economatos azules abrían paso en el pasaje rumbo al cuarto del servidor y al del pequeño lavabo, propiedad de la señora Alicia, una mujer dulce y amorosa que nos atendía como si fuéramos sus sobrinitos. Todo tenía el formato del banco, predominaban los colores blanco y azul, había unas pizarras plagadas de fotos de algunos chicos que había conocido esa misma tarde y de otros que me faltaban por conocer. Todo era distinto a Plaza, me costó el cambio, siempre me cuestan los cambios, pero algo me decía que no la iba a pasar tan mal.
En el lugar de citas, que hacia las veces de baño, conocí a Emmanuel, un chico huraño, parco, con una sonrisa poco frecuente, que me preguntó donde vivía. En San Borja, respondí. Ahí también vive tu gerente, me dijo. Nunca pude hacerme amigo de este chico grandulón. Pocos meses después se fue de la agencia, por motivos personales.
Efectivamente mi gerente vivía cerca de mi casa, así que aprovechaba esa coincidencia para viajar gratis todas las noches de regreso. Naty era una mujer muy amable, con modales refinados, de conversación directa y de silencios prolongados. Emmanuel y yo la acompañábamos en el taxi de regreso. Gracias chicos por acompañarme, decía Naty. Nunca me dejó pagar parte del taxi, a pesar de que se lo insinué varias veces, siempre amable, me decía que no me preocupase, que ella siempre viajaba en taxi, y que era un favor nuestro el hecho de acompañarla. Pocos meses después Naty ascendió a otra área del banco y se fue después de una gran fiesta de despedida en su honor. Tal vez nunca le agradecí la calidez con la que me recibió en mi primer día en San Marcos, pero guardo en mi memoria lindos recuerdos de esa mujer refinada y delicada que terminó llorando de alegría y tristeza el día de su despedida.
Algunas veces Carmen, que también vivía en San Borja, me daba un aventón hasta mi casa. Un lindo gesto de Carmen, que no era mi amiga, que sólo era mi jefa, una supervisora intachable, rígida, sin pelos en la lengua. Alguna vez recuerdo que me quiso afeitar la barbilla porque le parecía repugnante mi bozo incipiente. En otras oportunidades me reprochó la manera de ir vestido, las camisas que usaba, el largo de mi cabellera, el tamaño de mis uñas y cualquier detalle que yo ignoraba o simplemente no prestaba atención porque me parecían menores. Carmen era una mujer muy retadora, nos obligaba a mejorar cada día, a jalar más, a mostrar calidad en nuestra atención a los clientes, a vender, a cuadrar rápido, a no cometer errores esperanzados en que ella los podía solucionar. Carmen fue una gran influencia para mí, para mi desempeño posterior, para mis pequeñas victorias, porque me enseñó a conocer un ambiente de trabajo, los cuales me parecían ajenos, porque siempre había estado metido en mi casa o en la universidad. San Marcos se había convertido en mi primer trabajo, en el primer lugar donde tenia que demostrar en qué era bueno, no por una nota vigesimal, si no, por un nombre, por un prestigio y, en el menor de los casos, por un sueldo.
Carmen poco después se fue de la oficina por dos razones: la primera y la más importante, porque iba a ser mamá, de una bebe llamada Sofía (un nombre que me pareció bello desde la primera vez que nos dijo que llamaría así a su primogénita) y, en segundo lugar, porque había ascendido a gerente y le dieron su propia agencia.
Con el paso de los días San Marcos se había convertido en mi segundo hogar, a pesar de que al principio quería regresar a San Miguel, a pesar de que había pasado por mi mente la loca idea de rogarle a mi antiguo gerente para que me diera la oportunidad de volver. Los chicos de San Marcos me acogieron con cierto cariño, unos más que otros (El maestrito Oscar, mi madre Jessica, mi pata Lucho, mi hermana la Ñoña, La tía More, la chata Ros, Rosita del Perú, La santa Ludmi, Yuju, todos estos chicos en una primera etapa) pero sentí, poco a poco, que había muchas cosas por hacer en ese lugar, muchas cosas por aprender y quien diría, alguna vez, muchos milagros que experimentar.