jueves, 25 de diciembre de 2008

Mi último día en San Marcos (Parte I)

Nunca pensé regresar a San Marcos. Desde el año 2002 que ingresé a la universidad y que pasados seis meses la abandoné, me preguntaba si era posible volver en el tiempo y regresar a mi casa, San Marcos.
El año pasado después de mi inesperada incursión en el mundo bancario, descubrí que esa posibilidad de retroceder el tiempo era viable. Por cosas inexplicables del destino regresé a San Marcos, pero no a la universidad, si no, a la agencia de banco de la avenida Colonial.
Mi primera agencia en el banco fue Plaza San Miguel. Era una agencia grande, con lindas chicas, con buena paga, céntrica, me gustaba mucho, sobretodo porque ahí trabajaba Fernanda, una linda chica a la cual perdí el rastro cuando me cambiaron de oficina. A las semanas, después de haberme encariñado con los chicos y chicas de San Miguel (aunque ellos no se hayan encariñado conmigo) me dieron la noticia, fatídica en ese entonces, de que debía partir a mi nueva agencia, San Marcos.
Yo estaba aterrado, con mucho miedo, no quería irme de San Miguel, no quería ver gente nueva, no quería conocer a nadie más, yo quería quedarme trabajando en Plaza, pero ya nada podía hacer.
Recuerdo que el día de mi partida lo único que hice fue cuadrar mi caja, devolver mi efectivo, caminar hacia el módulo de mi gerente, escuchar un par de palabras acostumbradas en este tipo de situaciones (todas falsas, por compromiso) coger mi mochila y sin despedirme, como si no hubiera pasado nadie por ahí, abandonar la agencia como cualquier cliente menor.
A media de la tarde, caminando por el centro comercial de Plaza, me preguntaba cómo llegar a mi nueva agencia. Tomé un par de buses, pregunté por mi nueva oficina a unas cuantas personas del lugar, todo era nuevo para mí, y más aún, porque la municipalidad había comenzado las obras de reparación de las avenidas Colonial y Venezuela. Todas las calles del límite entre Cercado de Lima y el Callao eran un polvorín, nada comparado con la comodidad de Plaza. No quería estar ahí, quería volver a mi agencia que tan feliz me hacia, pero tenia que ser valiente y seguir buscando mi nueva oficina.
En más de una hora llegué a las puertas de mi nueva agencia, San Marcos, llamada así porque está a la espalda de la universidad por la que años atrás transitaba como estudiante. Entré. La primera impresión fue de miedo porque la oficina no era tan grande como Plaza, pero había más clientes, otros tipos de clientes: trabajadores de construcción civil, obreros, policías, gente como uno. Aquí estaba seguro de no encontrar, como me ocurría en Plaza a: cantantes, bailarinas de la farándula, actores, humoristas, futbolistas, y demás. En San Marcos sólo encontraría al Perú profundo, al Perú autentico.
Crucé toda la agencia para poder presentarme ante mi nuevo gerente. Recuerdo que las primeras personas que me dieron la bienvenida fueron la chata Ros y la tía More.
-Algo me decía que hubiera venido en tacos –dijo la chata Ros.
Luego, la gerente, Naty, me dio una calurosa bienvenida y me presentó al resto del equipo. Así conocí a Carmen, la supervisora, una mujer embarazada y tan encantadora como seria; a Valiente, el promotor principal, un chico con cara de amargado, noble, inteligente y buen amigo. Ellos me entretuvieron por unos minutos, me dijeron algunas normas de la agencia como la hora de ingreso y la posible hora de salida, me comentaron del ambiente de la agencia, del tipo de operaciones que se realizan y todo un resumen de las cosas que debía tener en cuenta como nuevo integrante de la plana san marquina.
Dando un vistazo fugaz, encontré a mi amigo Lucho, en la ventanilla uno. Lucho y yo habíamos estudiado juntos en la capacitación para ingresar al banco. Lucho es un chico de barrio, querendón, divertido, inteligente y amante de la bohemia nocturna. Al encontrarlo me sentía menos solo, por lo menos ya tenía un amigo.
Me preguntaron si ya tenía experiencia en caja. Yo respondí que sí. Entonces Carmen me pidió que comenzara a jalar, lo más tranquilo que pueda, porque lo importante era cuadrar al final del día. Así conocí a Rosita, la chica que me ayudó el primer día en San Marcos, a la que tuve distraída con tantas preguntas primariosas que no podía evitar, por los nervios y por el miedo de estar en una agencia nueva, sin conocer a nadie que me pueda ayudar.
La tarde duró poco. No hice muchas operaciones y cuadré ante la mirada incrédula de mis supervisores. Lucho me preguntó si tuve alguna dificultad, yo le dije que todo bien. Valiente me pidió mi lonchera con el efectivo correctamente cuadrado y yo, habiendo cumplido mis tareas, decidí conocer mi nueva casa. La ante bóveda estaba en el segundo piso, junto a los baños y el comedor. Unos economatos azules abrían paso en el pasaje rumbo al cuarto del servidor y al del pequeño lavabo, propiedad de la señora Alicia, una mujer dulce y amorosa que nos atendía como si fuéramos sus sobrinitos. Todo tenía el formato del banco, predominaban los colores blanco y azul, había unas pizarras plagadas de fotos de algunos chicos que había conocido esa misma tarde y de otros que me faltaban por conocer. Todo era distinto a Plaza, me costó el cambio, siempre me cuestan los cambios, pero algo me decía que no la iba a pasar tan mal.
En el lugar de citas, que hacia las veces de baño, conocí a Emmanuel, un chico huraño, parco, con una sonrisa poco frecuente, que me preguntó donde vivía. En San Borja, respondí. Ahí también vive tu gerente, me dijo. Nunca pude hacerme amigo de este chico grandulón. Pocos meses después se fue de la agencia, por motivos personales.
Efectivamente mi gerente vivía cerca de mi casa, así que aprovechaba esa coincidencia para viajar gratis todas las noches de regreso. Naty era una mujer muy amable, con modales refinados, de conversación directa y de silencios prolongados. Emmanuel y yo la acompañábamos en el taxi de regreso. Gracias chicos por acompañarme, decía Naty. Nunca me dejó pagar parte del taxi, a pesar de que se lo insinué varias veces, siempre amable, me decía que no me preocupase, que ella siempre viajaba en taxi, y que era un favor nuestro el hecho de acompañarla. Pocos meses después Naty ascendió a otra área del banco y se fue después de una gran fiesta de despedida en su honor. Tal vez nunca le agradecí la calidez con la que me recibió en mi primer día en San Marcos, pero guardo en mi memoria lindos recuerdos de esa mujer refinada y delicada que terminó llorando de alegría y tristeza el día de su despedida.
Algunas veces Carmen, que también vivía en San Borja, me daba un aventón hasta mi casa. Un lindo gesto de Carmen, que no era mi amiga, que sólo era mi jefa, una supervisora intachable, rígida, sin pelos en la lengua. Alguna vez recuerdo que me quiso afeitar la barbilla porque le parecía repugnante mi bozo incipiente. En otras oportunidades me reprochó la manera de ir vestido, las camisas que usaba, el largo de mi cabellera, el tamaño de mis uñas y cualquier detalle que yo ignoraba o simplemente no prestaba atención porque me parecían menores. Carmen era una mujer muy retadora, nos obligaba a mejorar cada día, a jalar más, a mostrar calidad en nuestra atención a los clientes, a vender, a cuadrar rápido, a no cometer errores esperanzados en que ella los podía solucionar. Carmen fue una gran influencia para mí, para mi desempeño posterior, para mis pequeñas victorias, porque me enseñó a conocer un ambiente de trabajo, los cuales me parecían ajenos, porque siempre había estado metido en mi casa o en la universidad. San Marcos se había convertido en mi primer trabajo, en el primer lugar donde tenia que demostrar en qué era bueno, no por una nota vigesimal, si no, por un nombre, por un prestigio y, en el menor de los casos, por un sueldo.
Carmen poco después se fue de la oficina por dos razones: la primera y la más importante, porque iba a ser mamá, de una bebe llamada Sofía (un nombre que me pareció bello desde la primera vez que nos dijo que llamaría así a su primogénita) y, en segundo lugar, porque había ascendido a gerente y le dieron su propia agencia.
Con el paso de los días San Marcos se había convertido en mi segundo hogar, a pesar de que al principio quería regresar a San Miguel, a pesar de que había pasado por mi mente la loca idea de rogarle a mi antiguo gerente para que me diera la oportunidad de volver. Los chicos de San Marcos me acogieron con cierto cariño, unos más que otros (El maestrito Oscar, mi madre Jessica, mi pata Lucho, mi hermana la Ñoña, La tía More, la chata Ros, Rosita del Perú, La santa Ludmi, Yuju, todos estos chicos en una primera etapa) pero sentí, poco a poco, que había muchas cosas por hacer en ese lugar, muchas cosas por aprender y quien diría, alguna vez, muchos milagros que experimentar.



lunes, 15 de diciembre de 2008

Coplas a la vida de mi padre

Mi padre y yo no conversamos mucho. Tal vez es una costumbre que estamos empecinados en no cambiar. Tal vez él no tiene nada que decirme. Tal vez yo tampoco.
Mi padre llegó a esta ciudad cuando tenía la edad que yo tengo ahora, veintitrés años. Entró a la policía y quizá ahí aprendió a decir lo necesario y a escatimar palabras. Ingresó a la universidad porque se cansó de ser un simple cabo. Estudió contabilidad y terminó su carrera el año en que conoció a mi mamá.
Mis padres se casaron a los nueve meses de conocerse, según ellos, sin ninguna prisa evidente. Mi papá tenía la idea de no encargar ningún bebe a la cigüeña porque quería sacar el titulo de contador y tenía que invertir todo su dinero en esa empresa. Pasaron algunos meses y mi padre se dio cuenta de que no pudo cumplir su promesa, mi madre ya estaba esperándome.
Pasaron los nueve meses de rigor y con ellos llegamos el titulo de contador y yo.
Cuando cumplí los tres años mi padre logró hacerse oficial de la policía nacional, dando un examen de admisión, ocupando el primer lugar. Yo no sabia nada, por eso no lo felicité. A los pocos meses lo destacaron a Huancayo. Yo no iba ni a la escuela primaria, así que no me quedó más remedio que ir con él.
Cuando regresamos de Huancayo se hizo presidente de la cooperativa de todas las cooperativas. Nunca entendí mucho de esas cosas, a penas tenía seis años, por eso tampoco lo felicité.
Cuando cumplí los diez años mi padre ascendió a mayor. Le hicieron una gran fiesta en casa, celebrando tan loable rango. Estuvo tan borracho esa noche que tampoco lo pude felicitar.
Cuando cumplí dieciséis años mi padre ascendió a comandante. Yo estaba preparándome para postular a la universidad. A los pocos meses ingresé y recuerdo de ese momento las palabras más felices de mi padre hacia mí: hijo, tienes un gran futuro. Él era un comandante y yo un cachimbo san marquino.
El año pasado mi padre comenzó a enseñar en una universidad privada, algo que me gustaría hacer, dirigirme a un aula que espera escuchar algo interesante, es un gran reto. Admiraba su respeto por los horarios y su dedicación, cuando lo veía salir los días sábados a las cuatro de la mañana, rumbo a Huacho, donde eran las clases.
Este año mi padre ascendió a coronel. Fue un examen arduo y la espera de los resultados fue eterna y angustiosa. Mi padre se había preparado por muchos años para lograr esta meta, ser coronel. Había estudiado cada día, cada semana, cada mes por casi cinco años. Se levantaba a las cuatro de la mañana para correr a la computadora y leer todas esas leyes enredadas que no llego a entender para qué sirve. Salía a caminar en las noches con su libro en mano y una linterna que iluminaba su lectura y sus pasos. Se privaba de algunos lujos, de algunas salidas, de algunos viajes, que bien merecido se lo tenía, pero que prefería no hacer, para no perder el tiempo en otra cosa que no sea estudiar. Todos estos sacrificios, a sus casi cincuenta y cinco años, lo hacia sin descuidar sus labores en el trabajo y sufriendo los embates de las desventuras de un hijo inefable como yo.
Ahora, mi padre recuerda con cariño y nostalgia, sus épocas de cabo, parado a media noche en la embajada norte americana, con su fusil y su silla, detrás del muro de concreto que hacia las veces de trinchera.
Mi padre no habla mucho, pero en todos estos años que vivo con él me ha enseñado algunas cosas, a parte de las matemáticas y el ajedrez: me ha enseñado qué pastilla comprar para evitar el embarazo de una chica, me ha enseñado que la universidad no es para mí, me ha enseñado que lo mejor es ganar mi propio dinero, me ha enseñado a montar bicicleta, me ha enseñado lo que es un preservativo, me ha enseñado a conducir (digamos que más fueron clases teóricas, pero vale la intención), me ha enseñado que patinar es peligroso, me ha enseñado que el silencio y las pocas palabras a veces vienen bien.
Son pocas las conversaciones con mi padre, pero su vida es un ejemplo de perseverancia que no logro captar del todo. Nunca esperó una felicitación mía ni de nadie, nunca esperó que aplaudieran sus disertaciones ni que lo levantaran en hombros por cada uno de sus logros. En las reuniones en su honor, en casa de algún tío, siempre mantiene el perfil bajo, la miraba risueña y esa sonrisa imperturbable que indica que siempre estará pensado en el siguiente paso, en la siguiente meta.
Mi padre es un inagotable batallador, un incansable guerrero, con un talento innato para la vida y para las grandes pruebas. Jamás se deprime ante una barrera, nunca da su brazo a torcer en busca de un sueño. Siempre esta leyendo, siempre esta pensando, siempre busca la manera de ver hacia delante, sin esperar que la vida lo premie, sin esperar nada más que su mejor esfuerzo.
Tal vez mi padre no sea el hombre perfecto, de seguro no lo es. Pero sus talentos y virtudes logran sobresalir más que sus taras o sus defectos.
Aquella noche, cuando nos enteramos que ya era coronel, lo esperé hasta muy tarde, pasada la media noche, le di un abrazo por todos esos abrazos que me ahorré años atrás y lo felicité por haber conseguido su sueño de ser coronel. Estoy seguro que jamás se sentirá tan orgulloso de mí como yo lo estoy de él, pensé.
-Te admiro mucho papá –le dije.
-Gracias hijo.
-Y ahora, ¿Qué viene? –pregunté.
-No lo sé, ya es muy tarde, mañana pensaré –dijo mi padre, me dio un beso y se fue a dormir.

lunes, 8 de diciembre de 2008

Otro sábado Diferente (Atentado contra mi celular)

Como alguna vez lo dije: Mis sábados son poco emocionantes. Me levanto temprano después de una larga faena de viernes y voy camino, una vez más, a mi centro de trabajo, ese antro azulado, ese mercadillo financiero donde todas las semanas me pierdo en medio de papeles, billetes, ordenes y vistos.
He dormido poco la noche anterior y, es por esa razón, que subo al bus y me entrego a los brazos de Morfeo y dejo que el colectivo me lleve más allá de mi destino, más allá de mi rutina, como si me dejara secuestrar, adrede, por el sueño y por ese par de individuos desaliñados que gritan, cobran y aceleran, presos de su propio camino.
Finalmente llegué a San Marcos, mi agencia de banco, el lugar donde sigo siendo feliz, aunque ya no tanto, pero al que religiosamente regalo horas y más horas de mi lánguida existencia. El día estaba frío, a pesar de estar comenzando el verano, el sol brilla por su ausencia. Los clientes acudieron sin demora, los papeles inundaron mi escritorio, las ordenes y los vistos iban tan rápido como el dinero en las manos de los cajeros, mientras que yo, abrumado, sin fuerzas, queriendo escapar, dejo que mis horas fluyan y la mañana se extinga.
A la salida, Soplin y yo escapamos completamente vencidos por el cansancio y por la monotonía. Fuimos a imprimir un libro de Blanchard, un economista norteamericano, para mi último examen de economía en la facultad de ingeniería. Caminamos por los bordes de la universidad San Marcos, por esas calles recién construidas. Conversamos de todo, con esa facilidad y espontaneidad que solo te puedes permitir con una amiga como Soplin. Entramos a una tienda y dejamos el libro. Una chica de estatura promedio, labios gruesos, mirada esquiva y cabellera sumamente larga (tan larga que no la quisiera tener cerca en épocas de calor) nos invitó a regresar en una hora para recoger el libro y las fotocopias.
-OK. Gracias – dije.
Salimos de las fotocopiadoras y decidimos ir rumbo a la casa de Soplin. El sol se había apoderado del cielo así como las gotas de sudor habían invadido mi cara. Las calles estaban desoladas, algunos coches zigzagueaban por aquellas pistas recién asfaltadas. Entramos a una bodega, pedimos un par de gaseosas para continuar nuestro camino. Todo parecía muy tranquilo, sosegado, como cualquier sábado.
Mientras cruzábamos la pista usada como desvío debido a las obras en la avenida Universitaria, a pocas cuadras de llegar a nuestro destino, distraídos, ensimismados en nuestra conversación, abrumados por el calor y por el cansancio, nos dimos cuenta, sin querer, que una sombra sospechosa y sorpresiva, a la cual no alcanzamos a percibir del todo, nos embosca por la espalda, con alevosía, con ventaja y premeditación, sin remordimiento y sin piedad, arranchándome el celular que colgaba, ostentoso y coqueto, de mi cintura.
-¿Qué te ha quitado? –grita Soplin, asustada.
Yo quedé impávido, arrobado, pensando que, una vez más, demuestro que soy muy lento y bobalicón para esta ciudad tan desenfrenada. No sabía qué hacer. Sólo atinaba a ver cómo mi celular se alejaba en las manos de aquel facineroso, de aquel ladronzuelo, que iba corriendo al lugar donde cambiaria mi celular por unos cuantos pesos o, lo que sería menos malo y más inteligente, por unos cuantos quetes.
-¡Corre! –vuelve a gritar Soplin.
Despertado por el grito de Soplin, recuerdo, que ese celular tiene un gran significado para mí. En primer lugar: es post pago, y si ese truhán se lleva mi celular, yo seguiré pagando como un idiota la línea que otro usará. En segundo lugar, pero no menos importante, es que ese adminículo guardaba un contenido sentimental muy grande, un recuerdo de Sofía, el gran amor de mi vida.
Sin encontrar otra reacción o por simple inercia (la de siempre hacer lo que Soplin dice) salgo eyectado, embalado, mismo campeón de atletismo, en busca de mi celular hurtado, pensando que no dejaré que otro use mi línea (la que sufro pagar cada fin de mes, porque no es poca cosa) y que me roben los recuerdos de Sofía.
Corrí como hace años no lo hacía. Boté mi mochila, tiré mi botella de gaseosa, enterré mis zapatos en el polvo, me desajusté la corbata y me desaliñé como cualquier orate, en cada tranco gigantesco que mis piernas delgadas y enclenques daban.
No lo voy a alcanzar, pensé.
El ladronzuelo me llevaba ventaja, la cual se iba acortando gracias a mis piernas de bailarina, delgadas y largas. La avenida nos quedó corta para tan trajinada carrera. Doblamos la esquina de la calle Orbegoso, en el Cercado de Lima, cruzamos parques, tiendas, quioscos, pisamos caca de perro (o de quién sabe qué) mientras a lo lejos escuchaba el grito de los vecinos que nos alentaban, al ladrón y a mi, pensando que estábamos en alguna competición benéfica o en alguna olimpiada escolar.
En medio de mi maratónica persecución, unos valerosos emisarios del bienestar urbano, unos ángeles de la paz, unos guardianes del bien y el orden me rescataron en sus bicicletas y me regalaron la captura de mi agresor. Uno de los serenos aguerridos se lanzó de su bicicleta y cayó, certero, sobre la espalda de aquel muchacho de mal vivir y el segundo efectivo lo sometió contra el suelo y gracias a ellos recuperé mi celular.
-Agárralo fuerte carajo –grito el primer sereno.
-¡Ayúdanos pues! –gritó el segundo mirándome.
Yo, asustado por las arremetidas del delincuente, lo cogí del brazo con todas las fuerzas que me quedaban.
-Ya pues jefe, perdón, tengo una hija que mantener –dijo el ladrón.
-Llama a la policía. Rápido carajo –gritó el primer sereno.
El segundo sereno sacó su radio y dio parte a la policía, mientras su compañero y yo éramos victimas de la fuerza descomunal de aquel malhechor. Parecíamos dos pedazos de tela colgados de sus brazos.
Luego de unos minutos, con una coordinación que no le reconocía a la policía, llegaron dos efectivos policiales y redujeron, ahora sí como se debe, al delincuente que pugnaba por zafarse en medio de suplicas y empujones.
-Ya, ya, sube mierda –dijo el policía.
Cuando el agresor estaba en el patrullero, me doy cuenta que Soplin estaba detrás mío, cargando todas las cosas que había dejado regadas en la pista.
-¿Estás bien? –preguntó Soplin.
-Si, ¿y tú?
-Yo sí. ¿Lo atraparon, te devolvió tu celular?
-Si, aquí lo tengo –dije.
-Señores tienen que acompañarnos –dijo uno de los policías.
-Sáquenle la mierda a ese huevón – gritó, indignada, Soplin.
Subimos al patrullero. Yo no tenia fuerzas para decir algo contra el malhechor. Aquel desafortunado hombre se deshacía en disculpas y Soplin lo callaba, sin remordimiento, pagándole el susto que nos propinó minutos antes.
Llegamos a la comisaría Palomino, entramos aturdidos por los gritos del muchacho, quien se llamaba Joan (bueno, así declaró en la ficha que le hicieron llenar) mientras Soplin llamaba a sus amigos para contarles lo que le había pasado y yo buscaba el teléfono de papá para que me diga qué hacer.
-Alo. Papá, estoy en la comisaría –dije.
-¿Qué has hecho? –pregunta mi padre, desconfiado.
Siempre mi padre piensa lo peor de mí, pienso.
El policía de turno me pide que narre los hechos, algo que me gusta hacer al detalle, misma historia literaria. Joan no paraba de pedirme disculpas y Soplin no dejaba de callarlo y recordarle lo mal que se había portado.
-Calla mierda, encima que nos haces trabajar, ¡te quejas! –grito, rudo, el policía.
Luego encontré a uno de los serenos que me ayudaron en la persecución. Le ofrecí una simbólica propina por darme esa ayuda tan valiosa. El otro sereno, me pidió que redacte una carta de felicitación y que la envíe a la municipalidad de Lima para su próxima condecoración. Yo acepte, gustoso.
-La vida no vale un celular –dijo el sereno-. La próxima vez no vaya detrás del choro.
La tarde fue larga. Esos trámites policiales duran mucho y ponen en una situación peligrosa a la victima. Me pidieron mis datos personales frente a mi agresor. Me abandonaron en un ambiente cerrado con Joan, y este aprovechó para conminarme a quitar la denuncia.
-A la pregunta, conteste: ¿se rectifica en su denuncia? –preguntó el efectivo.
-Ya pues jefe. Tengo una niña. ¡Sea conciente pues! –suplicó Joan.
-No. Mantengo mi denuncia –respondí, con el poco valor que me quedaba.
A los pocos minutos la familia de Joan se hizo presente en la comisaría. Una señora gorda de ojos claros y cabellos rizados me pedía un minuto para hablar conmigo. No me conmoví.
Soplin se encontró en la puerta de la comisaría con su amiga Lucia, una linda y dulce chica que trabaja en otra agencia de banco y que vivía en uno de esos condominios cerca de ahí.
A la salida de la comisaría fui a la casa de Lucia, para recoger a Soplin, y nos quedamos esperando que la familia de Joan me dejara huir del lugar sin miedo a represalias. Lucia nos tranquilizaba con su presencia.
A la media hora, salimos en busca de un taxi. Fuimos a recoger mi libro de Blanchard y después nos dirigimos a Plaza San Miguel, en nuestro afán de despistar al enemigo.
No sé si Joan merecía que lo disculpase. Tampoco sé si saldrá libre o si ya está libre. Solo sé que Soplin y yo ya no caminaremos más por esas calles soleadas del cercado de Lima, exhibiendo mi celular y conversando distraídamente. Solo sé que por unos minutos fui el hombre que jamás logro ser y que perseguí al desalmado que me quería robar mi línea de crédito y mis recuerdos de Sofía.
Una vez más Soplin me ayudó a sacar esa valentía que no solo se necesita en una agencia de banco, sino también, en las calles de esta ciudad.


El espectáculo de los bebes

Eva es mi jefa en la agencia donde trabajo y mi amiga, eso creo, fuera de ella. Llegó a trabajar conmigo hace un poco más de un año. Se enamoró de un chico algo huraño pero noble y, a los pocos meses, nos dio la feliz noticia de su embarazo.
Eva es muy inteligente y rápida en su labor diaria. Soluciona los problemas de la agencia con un criterio muy certero, el cual envidio, y tiene una facilidad para entablar amistad y confianza con los chicos y chicas que comprenden su trabajo.
Hay algunos días en los que me considero su amigo y otros días que no tanto. No soy tan hábil como ella y, seguro, eso la defrauda. No tengo su criterio certero y por eso su confianza va decreciendo de manera exponencial. No tengo su experiencia y tampoco su talento pero, sin embargo, me dio la oportunidad de trabajar a su lado.
El primer sábado del último mes del año, Eva, organizó la fiesta de bienvenida para su bebe. Invitó a toda la agencia, pero no todos pudieron ir, lo cual fue algo bueno, porque no había tantas sillas para todos.
Llegué a las ocho de la noche al departamento de Eva, en el tercer piso de un edificio recién construido en la avenida la marina en San Miguel. Me recibió Emmanuel, el novio de Eva, y me guió, muy cordial, por los pasillos de ese edificio nuevo y acogedor. Entré al departamento y encontré a Franco, el popular Pe, que estaba acompañado de su novia, Anie, linda y encantadora, con los que pasé un largo rato entretenido esperando a los demás invitados.
Al poco rato llegó Eva, que había salido a comprar algunos detalles para la fiesta. Estaba más linda que los días en la agencia. El embarazo les da a las mujeres un aire angelical, una sonrisa iluminada, una mirada tierna y feliz. Verla, me hace dudar de mi idea férrea de jamás ser padre, de nunca contemplar en ninguna mujer ese milagro de dar vida.
Muchas veces Eva nos sorprende con algún grito de dolor risueño cuando es asaltada por algún movimiento, involuntario y distraído, de aquel bebe que ella lleva en su vientre. Trata, sin obtener resultado alguno, de trasmitirnos esa sensación de felicidad al llevar en su vientre a un nuevo ser, minúsculo e indefenso, pero capaz de provocar los sentimientos más puros y espontáneos, esos que no son muy comunes en nuestra precaria condición humana. Me quedo perplejo, alunado, tratando de imaginar a Sofía esperando un hijo mío, inspirándome la ternura de darle todo mi amor, toda mi devoción en esa dulce espera, cumpliendo sus antojos, mimándola con esa barriga prominente (la misma que hoy luce Eva) y mirando a Sofía, llorando de dicha y agradecimiento, por ser tan generosa al darme la oportunidad de ser papá.
Existen tantas cosas detrás del milagro del alumbramiento. Es increíble que un acto tan manoseado, tan vilipendiado y ligero como el sexo sea capaz de darnos algo tan puro y tan mágico como la posibilidad de traer un bebe a este mundo. Jugamos, bromeamos y satirizamos el sexo, pero al final de todo, somos producto de eso.
Los invitados iban llegando uno a uno. Eva se alegraba con el cariño de cada persona que estaba presente. El bebe, al que responderá al nombre de André, seguramente también estaba sonriendo, si es que sabe hacerlo, al sentir a su mamá tan feliz.
Los animadores de la fiesta comenzaron su repertorio. Nos sacaban a bailar, a cantar, nos ponían en ridículo, todo con tal de robarle una risotada a la futura madre. Eva comía y reía, era feliz viendo como sus amigos se sometían a las pruebas más simplonas y divertidas que la imaginación afiebrada de ese dúo de la animación podía perpetrar contra nosotros.
Llegó el momento de los regalos. Eva y Emmanuel debían adivinar qué era lo que había en tantos paquetes envueltos.
-Aquí hay ropita –decía Emmanuel. Fue lo único que dijo en toda la noche.
Todos los regalos eran prendas diminutas, retazos de tela en forma de cuerpos pigmeos, liliputienses, que causaban los suspiros de todos los invitados. Es increíble que esos seres tan pequeños, con el tiempo, se conviertan en hombres y mujeres como nosotros. Son ángeles, dice mi mamá.
La noche pasó como un suspiro. El repertorio o las fuerzas de ese dúo de animación se esfumaron. Para terminar, esta pareja que nos había alegrado la noche se despidió muy cariñosamente, con besos y abrazos, y dejando en cada una de nuestras manos, una propaganda de su trabajo. Animación Sana Infantil, decía el panfleto. Mi amigo Samir me mira, travieso y cómplice, y dice:
-Tigre, para cuando quieras ser papá.
-Gracias. Pero todavía no –dije.
Todavía no, por lo menos hasta que Sofía vuelva conmigo, pensé.



lunes, 24 de noviembre de 2008

El Taxista

Era fin de semana después de un reencuentro con Silvia. Fuimos a tomar un café y a conversar un rato. Hacia mucho tiempo que no salía con ella y sin embargo nuestra complicidad y confianza no habían disminuido. Terminamos nuestro encuentro muy pasada la media noche. Como todo un caballero me ofrecí a llevarla a su casa. Fue un acto de amistad y agradecimiento por la buena charla. Subimos a un taxi y nos dirigimos a San Miguel.
Sentía, durante todo el camino a su casa, que ella quería prolongar la noche, quería seguir conversando y exponiendo nuestras vidas todo este tiempo de ausencia. Yo me sentía físicamente destruido, aniquilado, fulminado, ya era muy tarde y lo mejor era entregarme a los brazos de Morfeo. Bajamos en la puerta de su casa, nos despedimos, nos dimos un fuerte abrazo y prometimos volver a concertar un encuentro como éste.
Caminé hacia la avenida en busca de otro taxi que me lleve a San Borja. No fue tan difícil. Un auto amarillo se orilló y yo me acerqué a preguntarle cuánto me costaba una carrera hasta mi casa.
-Buenas maestro, ¿Cuánto hasta San Borja Norte? –pregunté.
-Ocho soles –respondió ese hombre de aspecto provinciano acriollado que pareciera haber pasado su vida siempre llena de problemas.
-Vamos –dije, aunque el señor taxista no me inspiraba mucha confianza a primera vista.
Subí al coche y José (porque ese es el nombre del taxista y porque siempre hay un José en Lima) pone primera y avanza.
-¿Qué hora es joven? –preguntó José.
-Las dos de la mañana -dije.
-¡Asu! Ya es tarde. Con usted hago una de mis últimas carreras, porque mañana tengo un matrimonio.
-Pues entonces debería ir a descansar.
-Si. Se casa mi cuñada y yo seré el chofer.
-Felicidades para su cuñada –dije, sólo por cortesía.
-Mi cuñada es una mierda –respondió José y me dejó sorprendido-. Yo lo hago por mi esposa, porque mi cuñada me odia y yo la odio.
-Pues si la odia, no debería ir a la boda –dije.
-Es que yo soy el chofer y lo hago por mi esposa.
-Entonces debería cobrarle por el paseo.
-¿Sino? Soy un huevón. Todo lo que hago por mi señora.
-Debería ir a descansar y mañana cobrarle a su cuñada el paseito.
-Tiene razón joven, porque yo tengo que sacar billete para pagar este carro alquilado y mañana perderé toda la tarde paseando a esa bruja.
-¿Y a dónde la va a llevar a pasear a su cuñada?
-No sé. Donde me diga ella o su esposo.
-Llévelos a San Isidro, al Parque el Olivar (el lugar donde esperábamos Sofía y yo el comienzo de una obra de teatro, el lugar donde comenzó nuestra historia de amor) –sugerí, recordando con nostalgia a Sofía.
-Si puede ser. Es bonito por ahí –dijo José.
-¿Y se casan por civil o por religioso?
-Se casan por las huevas. Si su esposo ya la conoce. Tienen tres hijos. Ya han hecho de todo –dijo pícaro, José, y yo celebro su buen humor con una risotada.
-Entonces ¿Por qué se casan? –pregunté.
-Por monos, por las huevas.
-Seguro como un nuevo acto de amor –sugerí y José hizo un mohín de fastidio.
-Si, por amor –dijo burlonamente.
-¿Por qué tanto odio maestro?
-Ella me odia a mi joven, yo la odio porque ella me odia.
-¿Por qué lo odia?
-Porque la rescaté a su hermana, que ahora es mi señora, cuando tenía catorce años y yo tenía veintiuno.
-¿La rescató? –pregunté sorprendido.
-Si, la rescaté –dijo el taxista, orgulloso.
-No será que la raptó maestro –pregunté.
-Claro, eso, la rapté –aclaró José.
-Entiendo, usted sacó de su casa a su señora cuando ella tenía catorce años y usted veintiuno.
-Si joven. Por eso mi cuñada me odia. Yo no le he hecho nada a esa bruja, yo solo rescaté…
-La raptó –corregí.
-… si, eso… la rapté a mi señora cuando era jovencita, la hice mi mujer y después regresamos cuando todo estaba consumado. Regresamos como marido y mujer.
-Entiendo.
-Yo hablé con el dueño de todas las hijas, o sea, con el papá, nos metimos unas chelas y conversamos de mi situación. Le dije que yo era bien chamba y que ella ya era mi mujer y que yo le iba a responder como hombre. El señor, entre trago y trago, me dio su bendición y le dijo a mi cuñada que no se meta, que él daba su permiso.
-¡Ah bueno! Con el permiso del padre ya es otra cosa.
-Claro pues joven, yo la…
-Rapté.
-… eso, si eso… pero después regresamos como pareja.
-¿Y por qué se la llevó tan jovencita?
-Porque estaba bien rica la chibola, y hasta ahora, mi señora se conserva, es grandota, tiene de todo. Si la Mariella Zannetti está veinte puntos, mi mujer estará en diecisiete o dieciocho. Mi señora es un mujerón.
-¡OH, felicitaciones maestro! –dije.
-Gracias joven. Pues la verdad que sí, todos mis amigos me preguntan por mi señora y me dicen que está buena, claro, con mucho respeto porque sino me cruzo y eso termina en golpe.
-Como tiene que ser, no se le puede faltar el respeto a su señora.
-Claro pues joven.
-Pero converse con su cuñada y dígale que ya eso pasó hace mucho tiempo y que las cosas no salieron mal, que usted ahora tiene una familia con su hermana y que le respondió como el hombre que es.
-Gracias joven, pues sí, eso le digo, pero igual esa bruja me odia.
-Bueno es cosa de ella entonces.
-Seguro lo que pasó es que cuando era joven y me llevé a su hermana me gustaba mucho la pelota. Yo era bueno joven, pude haber llegado a la selección nacional.
-¿En serio?
-Si joven, era pericotero, tenía un quiebre de la patada. Mi viejo, que en paz descanse, era otro pendejo con la pelota, por él me inicié en el fútbol, me llevaba a jugar a todos los equipos, pero cuando me casé ya tuve que dejar el juego por el taxi, porque también me gustan los carros joven, y entonces la pelota quedó en el pasado.
-¿Y ya no juega ahora?
-Sí, si juego, con mis cachorros, que también me sacaron lo pelotero.
-¿Cuántos hijos tiene?
-Cinco, la primera es mujercita y el resto varoncitos.
-¿Y quiénes juegan como usted?
-El mayor de los hombres, ese huevón juega que da miedo, lo voy a llevar a probarlo a Alianza, el club de mis amores.
-No me diga ¿usted es aliancista?
-Si le digo joven, por mis venas corre sangre azul.
-Aunque se vaya a segunda división –dije burlón.
-No joven, Alianza no se va, y si se va, regresa, pero yo siempre seguiré siendo grone.
-Entiendo –dije, y noté que habíamos llegado a la puerta de mi casa.
-Así es pues joven. Yo vivo en San Juan, he jugado con varios chicos que ahora están en la profesional, yo les he enseñado todo lo que sé y ahora ellos la rompen en la profesional. ¿Usted conoce a Micky Fernández del Cristal? Yo he jugado con ese negro en mi barrio. Ese negro es sano, tranquilo, tiene su señora y ahora vive en Zarate.
-Mire usted, ha jugado con el gran Micky Fernández.
-Claro pues joven. En mi barrio somos peloteros.
-Yo también he vivido en San Juan.
-Entonces usted debe mover su pelota también joven.
-No, la verdad no mucho, me gusta, pero soy limitado.
-Bueno, con eso se nace pues joven.
-Es verdad.
-Bueno joven un gustazo, pero tengo que seguir levantando gente para poder ir a la boda de mi cuñada y para poder pagar el alquiler del carro.
-OK. Gracias por todo, mucha suerte con su cuñada y felicidades en su familia –dije.
-Gracias joven, cuídese.
Bajé del taxi, caminé hacia mi puerta y escuché como el coche partió con una velocidad exagerada en busca de otro pasajero, para salvar la noche y para mañana celebrar el matrimonio de la cuñada que odia, por culpa de esas rencillas familiares que, tal vez, unas cuantas chelas pueden hacer olvidar.

domingo, 21 de septiembre de 2008

Un sábado diferente

Los sábados por la mañana siempre son iguales. La mayoría de veces la paso durmiendo porque la noche anterior me quedé leyendo hasta tarde. Otras veces me quedo viendo televisión hasta el medio día. En todos los casos jamás me quito el pijama y nunca me baño. Mi madre siempre sufre conmigo para desbaratar esa costumbre tan desidiosa y crónica de tirarme al abandono, en lugar de aprovechar el día y salirlo a buscar.
Lo que siempre busco, a costa de la desesperación de mi madre, es prender la computadora para navegar un poco y bajar películas, canciones o ver videos por youtube. Me encanta ver entrevistas a escritores famosos, o recordar esos episodios de mi vida que quedaron grabados en la red, allá por los años de felicidad que ya quedaron atrás.
Mi cuerpo a media mañana se acuerda de pedirme alimento. Así que corro a la cocina, saltándome los gritos de papá, que al verme con el pijama, me recuerda que él siempre está bañado y bien vestido, listo para salir, aunque nunca salga. Como algo y regreso a mi guarida para seguir navegando o escribiendo o simplemente pensando.
Este sábado, a desmedro mío, salió el sol en mi día íntimo. No ese astro amarillo que calienta desmesuradamente cada punto por el que camino, sino, esa emoción interior que es como un sol que irradia de felicidad todo tu interior y te hace sentir mejor ser humano. Navegando como siempre, perdido en mi rutina semanal, veo que una ventanita aflora en mi pantalla. Una luz anaranjada parpadeante me avisa que tengo un mensaje o una invitación para conversar con algún ser humano ocioso que, al igual que yo, tiene el sábado más aburrido de la historia.
Cuatro amigos de toda la vida, se dieron cita, por iniciativa del destino, en este espacio virtual, que exactamente no se sabe donde queda. Esta maravilla de la tecnología, que te permite acercarte a las personas que la distancia se propone separar. A miles de kilómetros, Normita, la chica alegre de mi escuela. La divertida, la hilarante, la que siempre tenia un lindo gesto, una linda frase, conmovedora y emotiva, como la que tuvo para mi el último cumpleaños que pasé en la escuela. Ahora, lejos de todos, Normita vive en Vermont, al norte de los Estados Unidos. En un lugar que, según me cuenta, es maravilloso y diferente, lleno de nieve y de zonas verdes dependiendo de la estación. Un lugar frío, pero con un sol resplandeciente los días de verano. Un lugar bello para ver nacer a su primer bebe, que según me cuenta será niña, pero que en el fondo tengo la sensación de que será varón, o gay, como me dijo ella, genial, el día que le pregunté por el sexo de su bebe.
No tan lejos, pero tampoco tan cerca, Martha, la amiga que está presente en alguna de estas historias que cuento de vez en cuando. Esa persona que llegó a ser mi confidente, la que sin reparos me dice que soy un imbecil, esa es mi amiga Martha, toda una administradora de empresas, bilingüe, con proyectos fascinantes de vida y con un trujillano que la atormenta desde hace algunos meses hasta hoy.
Luis, mi compañero de mil batallas, sanas todas, porque el pecado no convive con él. Recuerdos inolvidables, de viajes y paseos, de desencuentros por amor, de guerrillas académicas, de fanatismos religiosos y de locura por el fútbol. Todo un personaje en mi vida, pero no por aparecer en mis historias publicadas, sino, por ser parte de esa infancia feliz en la casita de madera, jugando play station o simplemente haciendo nada.
Y finalmente mi amigo Marco Antonio, nombre histórico, y es que en la historia quedará escrito que fue el primer hombre de la promoción en ser papá. Benjamín, el hijo de Marco Antonio, un lindo bebe de año y medio, que por fatalidades de la vida, corre el riesgo de tenerme como padrino; porque la verdad es que soy un fracaso como para asumir una responsabilidad tan grande, pero felizmente cuento con Martha, que será la madrina y la persona que hará menos penosa nuestra labor como segundos papás. De todas formas, gracias querido Marco Antonio por pensar en mi como padrino de tu primogénito.
La conversación fue infantil, desordenada, una especie de cotorreo que buscaba poner al día a Luís que, sumergido en su mundo espiritual, no sabia que Norma estaba embarazada y que ya tenia más de cinco meses.
-Parece que Luís está recontra atrasado en las noticias –dice Martha
-Si, así parece –dice Normita.
-Normita esta embarazada –digo.
-¿Enserio? Felicidades amiga, no sabia nada –dice Luís.
-Ya tengo cinco meses y una semana –dice Normita.
Marco Antonio salió con la genialidad de contar sus planes de visitar Rusia. Nos sacó del cuadro, porque estábamos tan afanados con el tema del bebe de Normita. También, mi futuro compadre, nos sorprendió con sus conocimientos sobre alumbramiento. No paraba de dar consejos a Normita, sobre ese momento tan crucial en su vida.
-Me voy a Rusia –dice Marco Antonio.
-¿A Rusia? –dice Normita.
-Tienes que tener cuidado con el cordón umbilical de tu bebe, se le puede enredar el en cuello –dice Marco Antonio.
-Mejor que nazca por cesárea –digo.
-No, yo quiero que mi hijo nazca en forma natural, en mi casa, con la familia de Herid –dice Normita.
Martha jugaba con la idea de ser mamá y con la ilusión de que ese milagro ocurriera con su actual novio, el famoso trujillano.
-Martha ya nos estamos quedando –digo.
-Si pues, no puede ser –dice Martha.
-Pero tienen que ver bien con quien tienen un hijo. Tienen que ver el tipo de sangre –dice Marco Antonio.
-¡UY! Entonces mi trujillano no pasa –dice Martha.
Todos ponemos ‘jajaja’.
Fue increíble lo bien que la pasamos, sentados cada uno en el lugar que le toco estar, lejos de todos y a la vez tan cerca.
-Espero que regreses pronto Normita, tu mereces estar aquí con todos los que te queremos –digo.
-Espero que así sea –dice Normita.
-Si, para que tu bebe, si es varón, salga a jugar pelota con mi Benjamín –dice Marco Antonio.
-Si, seria genial. Y yo me comprometo a llevarlos al parque para que se haga realidad ese partidito de fútbol –digo.
-Y si sale mujercita, igual aquí las tías la vamos a llevar a todos los sitios nice de Lima, para que sea una chica regia –dice Martha.
Me emociona recordar que Normita fue mi pareja de promoción en la última fiesta que significo el final de cinco años de secundaria. Mi papá me llevó en el coche a buscarla. Yo estaba con mi terno azul, ese que tuve que regalar hace poco porque ya no me quedaba, y una orquídea fucsia, porque ese era el color del vestido de Normita. Su mamá nos tomó algunas fotos y horas después nos dio el alcance en el colegio, donde fue la fiesta de promoción. Fue una linda noche, triste y emotiva. Todos terminaron llorando, incluso Normita, pero menos yo, porque me hice el fuerte y jugué al hombre serio y maduro que supera las etapas fácilmente.
Con Marco Antonio y Luís, recuerdo la vez que viajamos a Huancayo y a Huaraz, representado al colegio en unas tontas olimpiadas de matemáticas. Rescato el gran viaje que hicimos, lo momentos compartidos, la convivencia, cosas que siempre atesoro en mi corazón: como la vez que vomité sobre el equipaje de Marco Antonio, porque no soporté la altura de Huaraz, algo irónico, con mi metro noventa de estatura; o la vez que nos quedamos con Luís hasta muy tarde, pasada la media noche, y despertamos al profesor con nuestros ruidos escandalosos que trataban de llamar la atención de Elena, la niña por la que nos enfrentábamos a duelo. No captamos la atención de Elena, pero si llamamos la atención de ese profesor, que nos castigó a penas salió el sol.
Lejos de volver a vivir esos momentos maravillosos con estas grandes personas, me conformo y disfruto mucho haber despertado este sábado y haber tenido la felicidad de encontrar a estos grandes amigos de la vida, que hoy están lejos de mi, pero que van por el mundo buscando su felicidad, sumando vivencias, sueños, y dándose el tiempo para retroceder un segundo, a ese pasado feliz que nos unió, a esa infancia alegre y divertida, a esos recuerdos de historias en el aula, viajes, fiestas, y demás, que nos hicieron lo que somos ahora.
Gracias amigos míos por regalarme un sábado distinto, espero conocer pronto al bebe de Normita, que más allá de que sea varón o mujercita, llenará de alegría la vida de todos nosotros.
Hasta el próximo sábado.

domingo, 14 de septiembre de 2008

El poder de una falda

Jaimito y Betito son dos niños de diez años. Ambos van a la escuela Virgen Maria, un santuario de futuros varones. Jaimito y Betito son grandes amigos. Se conocieron el año pasado, cuando Betito defendió con uñas y dientes la lonchera de Jaimito, que iba a caer en manos de El Gordito, un chico repitente, mucho mayor que ellos.
Betito, junto a su padre, pasaba por casa de Jaimito para recogerlo e ir juntos al colegio. Jaimito sacaba mejores notas que Betito, pero, sin embargo, este último era más atlético y deportista que el primero. Betito era amante de los cochecitos de juguete. Jaimito adoraba los libros que le compraba su mamá. Betito proyectaba ser un varoncito rudo, noble, encantador, fuerte, todo un espartano con rasgos muy masculinos. Jaimito parecía más intelectual, cuadriculado, entregado a los juegos de ajedrez o damas chinas, débil, todo un ateniense delicado.
Cuando no estaban juntos, era porque estaban cada uno en su casa. Los dos amaban jugar pelota en horas de recreo. Betito siempre defendía a Jaimito cuando alguien quería abusar de él. Jaimito siempre sacaba de apuros a Betito, cuando algún chico mosca quería aprovecharse de la inocencia e ingenuidad de Betito.
Un día, porque en toda historia siempre existe ‘un día’, llegó a la escuela Virgen Maria, de visita, una congregación de niñas del colegio San José. Jaimito y Betito fueron a la bienvenida y saludaron con besito en el cachete a todas las niñas visitadoras (que no se entienda por visitadoras lo que alguna vez entendió Vargas Llosa)
Entre toda la multitud de niñas ajenas al día cotidiano de Jaimito y Betito, apareció una mujercita de piel blanca y de sonrisa graciosa, la cual, cautivó la mirada de estos dos amiguitos. Jaimito, como buen poeta (o remedo de poeta) trató de acercarse a ella. Por su parte, Betito, galante y encantador, buscó la manera de acompañar a Jaimito y también mostrar sus credenciales a la linda niña que llegaba de visita. Por un momento Jaimito y Betito olvidaron el partido de fútbol de la hora de recreo y fueron juntos a dar la bienvenida a Angelita, la niña de sonrisa graciosa.
Angelita era muy dulce. Tenia una mirada muy particular, algunos entendidos en la animación tres ‘D’ dirían, que los ojos de Angelita son muy parecidos a los ojos del gato con botas en la película Shrek. Jaimito y Betito cayeron rendidos a esos indiscutibles encantos.
Los primeros amores, y más sin son a primera vista, son inolvidables para un niño. Cortazar decía que sus primeros poemas, esos que su madre jamás creyó que él pudiera escribir, eran dedicados a ese amor de niño que solo pueden terminar en la muerte misma. Así lo asumían Jaimito y Betito, que a sus escasos diez años, ya pensaban como Cortazar.
La fuerte amistad de Jaimito y Betito se fue diluyendo con el paso de las horas, en ese día largo y alegre, todos acompañados del sol y de juegos de gymkhana. Jaimito y Betito sacaron sus mejores argumentos para robarle una sonrisa graciosa a Angelita, que veía con sus lindos ojos, los denodados esfuerzos de estos dos caballeritos, hidalgos, porque eso sí, la batalla fue de hombrecito a hombrecito, limpia por parte de Jaimito y aguerrida por parte de Betito.
Angelita disimulaba su relativo interés por esta contienda bizantina, de dos niños como ella que, buscaban mostrarle sus talentos. La pasaba bien. Y si bien es cierto que las niñas crecen más rápido que los niños, digamos que este caso, no niega esta afirmación; porque Jaimito y Betito estaban frente a una mujercita agrandada que se divertía mucho con las ocurrencias de estos dos bisoños concursantes a su amor y suspiraba secretamente por la linda sensación de sentirse deseada en este agradable día de sol.
El premio máximo al que aspiraban estos dos galanes primariosos, era un piquito en los labios rosados de Angelita. Solo uno de esos besos inocentes, llenos de dudas y pudores, de bochornos y sonrisas nerviosas. Para ello, Betito le mostraba su fuerza, levantando alguna piedra pesada, de esas que sobran en el colegio; Jaimito paseaba con su libro de poemas nerudianos, el mismo que le regaló mamá, el día de su cumpleaños, con la esperanza de que Jaimito sea el escritor de la familia. Betito habla sobre su colección de carritos de carrera, clásicos y modernos, invitándola a su casa para conocerlos y jugar juntos haciendo carreritas. Jaimito le sugiere visitar algún cine, claro, acompañados de mamá, porque ellos no pueden salir solos. Él, como caballerito que es, se compromete en ir a recogerla y acompañarla a su casa a las horas que ella ordene. Betito busca pelea a quien ose molestar a Angelita, claro, menos con Jaimito, que si bien es su rival, sabe que no puede sacar ventaja de su fuerza natural.
Entre poemas primariosos de Neruda, carritos de carrera, invitaciones al cine y peleas en busca del honor de niños, se acabó el día para este triangulo amoroso de carrusel. El sol se fue y, con él, toda la fantasía del primer amor. Ninguno de los dos le pidió el teléfono a Angelita, y por ende, nunca más la volvieron a ver. Jaimito y Betito sellaron la rivalidad al día siguiente, con un buen partido de fútbol a la hora de recreo.
Hoy, el amor por una mujercita chocó contra el amor entre amiguitos; esta vez fue un empate, pero tenemos que tener muy claro señores, que el poder de una falda es más peligroso de lo que pensamos.

domingo, 24 de agosto de 2008

Mujeres

Cuando un amigo ama a una mujer, lo mejor es que esa mujer este a miles de kilómetros de ti. Durante todo este verano han pasado cientos de días de sol y playa, tantos, que necesito un invierno urgentemente. Muchas veces, ese invierno puede estar sobre la cabeza de alguien más, por ejemplo, tu hermano, tu amigo, tu pata.
Mi pregunta es simple: ¿puede más una mujer que un amigo? La respuesta es simple también, SI. La mujer puede con todo y contra todo. Tiene las armas suficientes para devastar la paz del alma y llenar de ruido el silencio de tu corazón. Una mujer alcanza los niveles insospechados de perturbación y desorden, al grado de estropear la amistad, el aprecio o el cariño de dos hermanos. Estoy seguro que la Biblia obvia que Caín y Abel se pelearon por una mujer. Tuvo que ser una mujer la que provocara la muerte de Abel, porque Caín no estaba loco para matarlo en vano.
Marco Antonio, ese militar romano de los libros de historia universal, entrenado para la guerra y para la venganza, perdió la noción del tiempo y del espacio tras conocer a Cleopatra, su reina y la reina de Egipto. El mágico Lennon priorizó el amor de Yoko Ono, por sobre la música y su grupo, los Beatles.
Maria Magdalena, la mujer que le quitó el sueño a Jesús y le dio esa esencia de hombre completo, capaz de amar a una mujer, con las válidas emociones de cualquier mortal.
Y así, podemos dar más y más ejemplos que demuestran que estamos sometidos al yugo de las mujeres. Para nosotros, el amor representa una mujer en todas sus formas. La mujer es un abrazo, es un beso, es el simple hecho de sentirnos protectores, es la capacidad de hacer reír, de causar expectativa, de causar dolor, es el simple hecho de escuchar palabras de amor o tímidamente decir alguna frase cursi. La mujer nos hace sentir vivos, y no solo por la necesidad de sexo, si no, porque no podemos ser hombres sin ellas.
Es sensato permanecer lejos de la mujer que cautiva las noches y hace más felices los días de tu amigo, de tu mejor amigo. Pero es deshonesto, escapar a esas emociones de felicidad provocadas por cada momento cerca de esa misma mujer, causante de ese disparate llamado amor. Tal vez lo mejor sería huir de la ciudad y manejar un coche hasta chocar contra la muralla de la consolación, y permitirte llorar a solas la agonía de tener que hacer lo correcto mas no lo que realmente quieres.
Necesitamos conocer si realmente tenemos las agallas de romper el valor de la amistad por el amor de una mujer causante de tantos estragos. ¿Vale la pena perder todo por ellas? Es aterradora la respuesta, pero la verdad es que SI.

martes, 19 de agosto de 2008

San Marcos

San Marcos, más que una universidad, es una agencia de banco. Cuando mis padres me demandaron por vagancia y descuido, me vi obligado a buscar un trabajo, y, por cosas inexplicables de la vida, terminé trabajando en esta agencia, San Marcos. Comencé como promotor de servicio, más comúnmente conocido como cajero de ventanilla. Al comienzo era muy divertido, algo nuevo que quería dominar, me sentía un experto del dinero y, por primera vez, entendía algunas operaciones que mi papá hacia en alguna ventanilla de algún banco.
Los meses fueron pasando y por cosas inexplicables de la vida, ascendí a promotor principal. Sin llegar a ser el eximio cajero de aquel banco, de un momento a otro, salí de caja y me mandaron a confirmar cartas, programar bóveda, firmar cheques, papeles y formatos que no sé bien donde terminaban. Era un puesto aún más nuevo que el anterior y me costó mucho asumir esta nueva responsabilidad.
Los primeros días como promotor principal fueron un caos. Mis jefas me miraban con incredulidad al ver que ellas habían sido las culpables de haberme dado ese puesto dentro de la agencia. Mis compañeros de trabajo y amigos, me miraban con pena y tristeza al ver que no atinaba una sola cosa. Era un blooper total. Lo único que faltaba era que me cayera caminando o mi cabeza tropezara con el techo. Mi orgullo estaba por los suelos, mi dignidad y prestigio se había ido por el inodoro y las pocas fuerzas que me quedaban se diluían en los correteos por evitar que la bóveda se pase.
Para las personas de afuera, ver el puesto de supervisor tiene solo el glamour del prestigio o la rimbombancia del nombre. Asumir el puesto y ocuparte de la infinidad de cosas que cada día quedan pendientes dentro de esta agencia es una tarea heroica y sumamente estresante.
¡Renuncio! Era la palabra que casi todos los días pugnaba por salir de mi boca. Mis jefas todos los días recaían en la frustración de contar conmigo y ver que no podía asumir el puesto. Seguramente no podían reprochar mi entrega y esfuerzo, pero sí mi lentitud, mi falta de criterio y mi desorden.
Pasaron los días y mis jefas, resignadas, decidieron que era un buen momento para abandonar todo y dejar que me hundiera solo, mismo Titanic, en las profundidades de los reclamos de clientes siempre insatisfechos, correos inquisidores que solo preguntan ¿Por qué?, inoportunas auditorias gerenciales y promotores sindicalistas y golpistas.
Un día antes de la jornada de distracción y goce que mis lindas jefas se procurarían regalar, y sin mayores preámbulos, me dieron las instrucciones necesarias para asumir con insospechado éxito un día a cargo de la agencia. La posibilidad de que esas instrucciones y sugerencias dadas por mis jefas, se convirtieran en tareas incumplidas y reclamos justificados, era casi un hecho. Fue tan así, que no se esmeraron mucho en sus indicaciones y procuraron tan solo por un día olvidarse del trabajo y sobretodo de mí. Lo bueno fue que no me dejaron solo, sino junto a mi amiga, colega y camarada Soplin, la única de los dos que sabe hacer bien las cosas.
Yo soy el brazo izquierdo de Soplin, pero sin embargo el día que asumimos el cargo de la agencia, ella fue con el uniforme acostumbrado y yo, por el contrario, lucí la única camisa raída de siempre y la corbata conocida que me acompaña desde mis frustradas entrevistas de trabajo. Programamos bóveda, procurando que no se me pase. Soplin conversó con las chicas del turno mañana y con las señoras de plataforma. Yo solo escuchaba las directivas que daba. No tenia autoridad moral para agregar algo más, solo admiraba la seriedad de Soplin y miraba mi reloj calculando los minutos para abrir la agencia. Abrimos los correos de las jefas, recordamos en algo las instrucciones y comenzamos a plasmarlas en la realidad. Todo comenzaba más tranquilo de lo acostumbrado. El público no se daba cita en la agencia a pesar de que siempre el salón de espera está repleto de parroquianos. Es increíble pensar de dónde sale tanta gente a pesar que todas las calles están destruidas, gracias a la afiebrada manía de un alcalde por romper pistas y construir puentes. Los alrededores de la agencia San Marcos es un polvorín. Pierdo el tiempo esmerándome en dejar mis zapatos relucientes, si a penas bajo del bus, una capa de arena y barro acarician mi calzado de cuero trujillano.
Soplin organiza todo y yo la sigo fielmente. Hago caso a cada acotación que me da y trato de no equivocarme. Ambos sabemos que es nuestra prueba de fuego. La oportunidad de demostrarle a Alberto, nuestro gerente, que no somos un par de incompetentes que solo hacen mal su trabajo, sobretodo yo. Rebajamos los libros, mandamos las transferencias al exterior, mandamos por correo las letras pendientes, confirmamos las cartas en tiempo record, programamos bóveda sin dejar que se nos pase, atendemos los reclamos, contestamos las llamadas, ponemos los vistos buenos, respondemos los correos, confirmamos más cartas, ordenamos los archivos, hacemos el movimiento del día anterior, firmamos los cargos, volvemos a programar bóveda, recogemos los cheques, y vuelve otra vez.
Los chicos de ambos turnos nos ayudaron mucho. Las chicas del turno mañana, con su rapidez y experiencia nos hicieron más sencillo el trabajo de supervisión, aunque, son algo intolerantes y reclamonas, hicieron un gran trabajo. Los chicos del turno tarde también pusieron muchas ganas en sacar las cosas adelante. Soplin habló con ellos, y respondieron bien, aunque, lentos y algo disipados para el trabajo, dieron lo mejor y gracias a su entrega pudimos lograr lo impensado. Cuando el último de los clientes salió a las 6 y 45 de la tarde de nuestra oficina, nos planteamos el reto de irnos a las 7 y 30 de la noche. Este reto significo para nosotros, rebelarnos contra nuestras constantes salidas a las 10 de la noche. Fue decir NO a las horas extras sin pago adicional. NO al tiempo muerto encerrado en una agencia lejos de casa, de los amigos o de algún lugar más acogedor. Ese día nos propusimos rebelarnos contra la mediocridad.
Todos pusimos de nuestra parte. Las chicas de la mañana nos dejaron todos sus papeles cuadrados, así que solo faltaba cuadrar los papeles de la tarde. Soplin se encargó de la bóveda y de todo el efectivo. Los chicos del turno tarde la ayudaron a realizar los detalles de los paquetes de efectivo y las cajas con todos los picos de cada una de las ventanillas. Las señoras de plataforma cuadraron sus valorados y nos dieron el acta firmada y sacramentada. Hice la valija, con toda la documentación y la puse en la caja buzón, que es el lugar de donde la recogen para llevarla a la oficina principal, en jirón Lampa. Todo caminaba de maravilla y ningún error asechaba el final de fiesta.
Cuando Alberto, el gerente, bajó para apoyarnos con el cuadre final, con mucho orgullo pudimos decir que todo estaba hecho. Soplin y yo nos dimos un abrazo y los chicos saltaban de alegría al ver el reto cumplido. Nos tomamos fotos, hasta con el reloj, fiel testigo de nuestro triunfo. Eran las 7 y 30 y estábamos a punto de salir de la agencia. Era reparadora la brisa que se podía sentir a esa hora, fuera de la agencia. Alberto no tuvo otra salida más que felicitarnos a todos por nuestro gran trabajo y reconocer que no lo hicimos nada mal.
Sin embargo, cabe resaltar que mi labor fue meramente decorativa. La única persona que se puso la agencia sobre sus hombros fue Soplin. Al final del día, descubrí, que entre los dos había un solo supervisor, y ese era la que tenía el uniforme puesto. Gracias a Soplin y a los chicos, ese día obtuvimos nuestra primera gran victoria. Pues bien, la guerra no terminaba, ya que al día siguiente, al regreso de las jefas, nos preguntaron por algunas cosas incumplidas o mal hechas. Soplin y yo nos miramos, resignados al ver que aún teníamos fallas que corregir, pero con la alegría de saber que el día anterior, ella fue mi gran heroína y yo su fiel teniente.

Para todos los chicos de la agencia San Marcos, gracias por el apoyo y el cariño. Los quiero mucho.

miércoles, 2 de julio de 2008

La canción portada

Los años cincuenta fueron muy importantes para Latinoamérica. Eran años en los que Estados Unidos buscaba tener mayor injerencia política en los países latinos, a desmedro de la unión Soviética. Nuevas, y no modernas, formas de pensamiento buscaban su espacio en América. Países como Nicaragua, Cuba y posteriormente otros, intentaban desligarse de un sistema capitalista que empobrece al más débil y enriquece aún más al poderoso. La revolución fue una de las formas de quitarse el yugo en Latinoamérica. Mientras Estados Unidos y la unión Soviética perdían su tiempo con la guerra fría, en América surgían nuevas formas de trascender al hombre y por ende a la sociedad misma. Nueva música, nueva literatura, nueva identidad, fue lo que dejaron los años posteriores a la mitad del siglo veinte. Personajes como Miguel Ángel Asturias (Guatemala), Alejo Carpentier (Cuba), Jorge Luís Borges (Argentina), Gabriel García Márquez (Colombia), Mario Vargas Llosa (Perú), Julio Cortazar (Bélgica, pero reconocido como argentino) formaron, en literatura, el movimiento Boom Latinoamericano, que estableció una identidad latina, frente a las imponentes corrientes europeas. También Silvio Rodríguez, Noel Nicola, Vicente Feliú, Sara González y el gran Pablo Milanes, entre otros, contribuyeron con su música a la revolución de las mentes y de las ideas, algo que va más allá de las guerras.
El gran Pablo Milanes nació en la ciudad de Bayamo, Cuba. Es uno de los más grandes exponentes de la música latinoamericana. Su vida esta plagada de arte, en particular, de música. Tiene una decena de discos en su hoja de vida y miles de historias fascinantes como la que narraré a continuación.
Pablo es un hombre que le escribe al amor y a la revolución, porque el amor es una forma de rebelarse contra algo, una manera de cambiar el mundo. Pablo habla de amor en cada una de sus canciones y esta es una de tantas historias de amor.

Cuando una compañía de música peruana viajó a Cuba, invitados por Fidel Castro, algunos años después de la victoria de la revolución y de la toma del poder por parte de la guerrilla cubana, liderada por el mismo Fidel, contra el gobierno de Fulgencio Batista, una mujer llamada Yolanda Cortés inspiró esta novela mágica de la que aún sigo sorprendido. Yolanda era una mujer bellísima, a la que le gustaba bailar y cantar. Era toda una actriz y su bohemia la había llevado al país más convulsionado de América, después de la presión por parte de los Estados Unidos por recuperar el espacio geopolítico que representa Cuba. Yolanda jamás había salido del Perú, pero era una mujer aventurera. No sabía mucho de la problemática en la isla, pero era una mujer que entendía que el mundo no caminaba derecho, sino, cojeaba de un pie. No comprendía muy bien que era el capitalismo, pero veía en las calles personas más necesitadas que ella misma y se preguntaba por qué. Seguramente Yolanda no hablaba de política ni conocía a políticos, pero sentía que la música y el arte en general eran una forma de trascender en el hombre y por ende evitar que esa casta dirigencial se siga reproduciendo. No sabia de movimientos políticos, ni de izquierdas ni de derechas, ni de comunismo ni capitalismo, ni de conservadores ni liberales, solo hablaba el idioma del arte y de la conciencia humana.
En su estadía en Cuba aprendió mucho de música trova. Era la época, comienzos de los años setenta, en que la nueva música estaba surgiendo con mucha fuerza en la isla y en toda América. Yolanda participó en varias presentaciones musicales y estuvo involucrada con muchos cantautores cubanos, de los cuales aprendió una manera diferente de ver la realidad.
Pablo Milanes, cantautor cubano, que comenzaba a hacerse notar en las esferas de la música trova conoció a Yolanda en una presentación en el teatro municipal de la Habana, al cual siempre acudía no solo él, sino, hasta el mismo Fidel Castro.
Yolanda y Pablo se hicieron muy amigos y hasta compartieron escenario. Pablo vio en Yolanda a una mujer inteligente y muy sensible para el arte y la música en particular. Las sesiones en el teatro municipal eran maravillosas, llenas de música y aplausos. La historia cultural en Cuba estaba siendo escrita por esta nueva generación de artistas adelantados que pretendían ir más allá de lo permitido.
Pablo deseaba lanzar un nuevo disco y siempre conversaba con Yolanda, a la salida del teatro, sobre cómo titular la canción portada. Esas sesiones eran largas y reparadoras. Yolanda y Pablo tenían una química especial, algo que no se encuentra a la vuelta de la esquina. Sentados sobre las butacas de la última fila del teatro municipal, con el telón caído y las luces tenues, eran largas las horas de tertulia, buscando el título a la canción portada del disco de Pablo y sobre cualquier otro tema que involucrara a la feliz pareja. No eran novios, ni amantes siquiera, eran amigos y se amaban así. Pablo sabía en el fondo, que no había escrito la canción portada de su nuevo disco y por eso le decía a Yolanda que era inútil la búsqueda del titulo de la canción porque no existía tal canción. En todas las historias de amor, por más variantes que el amor tenga, siempre termina siendo amor. Amor entre familia, amor entre pareja, amor entre amigos, amor entre amantes, siempre amor. Como en todas las historias de amor, siempre hay una noche diferente, una de esas donde la inspiración esta al tope. Una de aquellas noches en las que involuntariamente, y sin más talento que el de saber escribir, las palabras caen sobre un papel arrugado y plasman como obra de magia, una canción o un poema o una historia única y maravillosa. Yolanda y Pablo, mientras conversaban y se divertían recordando las funciones interminables sobre las tablas del teatro municipal, comenzaban a sentir la presencia de ese papel arrugado, plasmado de la canción maravillosa que solo una vez en la historia alguien tiene la oportunidad de escribir. Pablo se quedó callado, mirando fijamente a Yolanda, que siempre bella, congeló su sonrisa para dejarse llevar por la inspiración. No sabían que estaba pasando entre ellos, pero Pablo solamente escribía sobre ese papel arrugado las líneas que decían que esto no podía ser no más que una canción, sino que fuera una declaración de amor, romántica, sin reparar en formas tales, que ponga freno a lo que sentía a raudales. Lo bello del arte es que existe por si solo, y no necesita del hombre.
Yolanda viajó a Estados Unidos después de unos meses por motivos económicos, los cuales son siempre los principales enemigos del arte. Dejó la compañía de música y decidió buscar un puesto dentro de ese sistema capitalista que termina absorbiendo a todos. Pablo comenzó a realizar giras por toda América, llevando su música e invitando a muchos a conocer el amor por medio de sus canciones. En 1982 lanzó el disco ‘Yo me quedo’, el mismo que le prometió a Yolanda terminar después de su partida. La canción portada del disco se llamó ‘Yolanda’, y si mal no recuerdo, esta historia termina así:

Yolanda
(Pablo Milanés)
Esto no puede ser no más que una canción;quisiera fuera una declaración de amor,romántica, sin reparar en formas talesque pongan freno a lo que siento ahora a raudales.Te amo,te amo,eternamente, te amo.Si me faltaras, no voy a morirme;si he de morir, quiero que sea contigo.Mi soledad se siente acompañada,por eso a veces sé que necesitotu mano,tu mano,eternamente, tu mano.Cuando te vi sabía que era ciertoeste temor de hallarme descubierto.Tú me desnudas con siete razones,me abres el pecho siempre que me colmasde amores,de amores,eternamente, de amores.Si alguna vez me siento derrotado,renuncio a ver el sol cada mañana;rezando el credo que me has enseñado,miro tu cara y digo en la ventana:Yolanda,Yolanda,eternamente, Yolanda.

lunes, 30 de junio de 2008

Neruda, yo también confieso que he vivido

Cuando era pequeño, siempre soñaba con tener un amor ideal, un gran amor. Siempre estuve enamorado, de una u otra mujer, de una compañera de la escuela, de mi profesora de ingles, de mi vecina o de alguna prima que de vez en cuando solía frecuentar mi casa por temporadas largas de verano. Conversando con un amigo, descubrí que el amor tiene la maravillosa habilidad de confundir la ficción con la realidad. Una genuina historia de amor, puede tener matices de ficción y ser una novela real, o, tener matices de realidad y ser una completa ficción.
La persona que haya conversado alguna vez conmigo, conoce mi postura sobre el amor (el amor entre hombre y mujer, el amor sexual) y lo que creo de él: un truco astuto para lograr que la tierra se poblara y conservar la especie. Pero el romanticismo es algo que conmueve y, escuchar la historia más sincera y espontánea de los labios de un amigo me dieron el aliento para escribirla en estas líneas. Quiero dejar en claro que mi personaje de Sergio Morelli desaparece de escena y deja en su lugar a Palao, un chico brasileño, amante de los deportes solitarios y de los libros de Coelho. Ésta es una verdadera historia de amor, no tengo nada más que decir.
Palao es un chico diferente, porque a pesar de ser brasileño, no le gusta el fútbol. Silvia es una mujer de selva, brasileña, vive en Acre, una provincia en la frontera con Perú. Ellos se conocieron en la universidad Católica de Río. Eran muy amigos, gracias a Susana, una ex novia de Palao.
Susana y Palao tuvieron un año y medio juntos. Eran muy felices hasta que ella viajo a Sao Paulo por motivos familiares. Ante el dolor de Palao por la partida de Susana, Silvia, fue el cayado que necesitaba para salir de ese vacío inmenso llamado soledad.
Al poco tiempo de la partida de Susana, Palao y Silvia fortalecieron su lazo de amistad. Salían al cine, iban a la universidad juntos y almorzaban en la misma cafetería todos los días. Palao siempre la acompañaba a casa y se hacían interminables las despedidas en el umbral de la puerta. También salían a bailar. Silvia era una eximia bailarina, y aunque Palao no lo hacia tan bien, ella adoraba el esfuerzo de su compañero de danza. Silvia también compartía la afición desmesurada que Palao sentía por los libros de Coelho y por la música trova. Pasaban horas hablando de las novelas que habían leído y compartían todos los libros mientras escuchaban la música de Silvio Rodríguez.
Cuando pasaron más de seis meses después de la partida de Susana, Palao sentía que comenzaba a enamorarse de Silvia. Silvia tenia más pudor por la reacción de su amiga Susana, pero no podía negar que sus sentimientos correspondían la fiebre que Palao sentía por ella.
Una noche de sábado, esas que nunca se olvidan, Silvia y Palao decidieron ir a bailar, como amigos, y pasar un fin de semana como los que habían venido pasando juntos. Silvia estaba hermosa, tenia una silueta espectacular y una luz diferente, un aura especial, un encanto donado por algún Ada madrina, el mismo que le concedió a cenicienta el día del baile con su príncipe azul. Palao, tan común y corriente como siempre, encantador por naturaleza, quedó sometido por los atributos de su compañera de baile y no paró de sonreír toda la noche. Fue una noche mágica. Bailaron. La discoteca estaba atiborrada de gente, pero ellos no sentían la presencia de nadie más. Palao sentía entre sus manos la cintura delgada de Silvia. Silvia sentía en su olfato el perfume perfecto de Palao. Ambos estaban extasiados a más no poder. Esa noche sería la más maravillosa de sus vidas.
Una nueva semana comenzaba y una nueva pareja salía a la luz. Los amigos en común de Silvia y Palao estaban separados por un tema evidente: la amistad cercana con Susana. Palao y Silvia sabían de la reacción del mundo, pero lo de ambos era tan fuerte que podía lidiar con toda la mala voluntad del universo. Al poco tiempo la gente se cansó de hablar y ellos fueron consolidando su relación hasta convertirse en una pareja estable y ejemplar. Siempre estaban juntos, más tiempo que el que invertían cuando todavía eran amigos. No dejaban de salir un solo sábado, porque ese día tenía un sentido especial para ellos. Seguían comiendo en la misma cafetería, pero ahora entraban de la mano. Seguían yendo a la universidad en el mismo colectivo, pero ahora ella se apoyaba sobre su hombro mientras él dormía rendido con el aroma de su cabello. Las horas eran cada vez más interminables hablando de literatura y escuchando a Pablo Milanes. Los momentos de amor fueron muchos y los tiempos escasos. La felicidad entre Silvia y Palao creció, como crecieron las flores en los jardines de la universidad. Los besos bajo el umbral de la puerta de Silvia se perdian en suspiros frios y astillados de silencio. Las miradas del mundo fueron cada vez más inexistentes y la sonrisa de uno y del otro se fue convirtiendo en la única razón de existir. La gloria fue tocada por las manos de dos jóvenes amantes, confusos, entregados y soñadores, como lo eran Silvia y Palao. Tal vez el universo no confabulaba a su favor, por eso Coelho no tenía razón, porque confundió el mundo exterior con el universo del amor entre dos seres que lo viven día a día. Los padres de Silvia no daban nada por este amor juvenil insensato, torpe. Los amigos de la universidad juzgaban como seres perfectos ajenos al pecado y a las tentaciones del amor. El hombre suele ser muy ambicioso sobre lo que puede llegar a ser, y así lo entendían Silvia y Palao. Ellos seguían enamorándose más con la música de Pablo y dejaban el odio para los perfectos, para los que entienden todo. Palao y Silvia solo sabían hablar de amor, un idioma difícil de aprender.
Viajaron juntos por la selva de Brasil. Fugaron de sus casas más de una vez. Fueron contra el mundo que no los aceptaba. Durmieron bajo la luz de la luna muchas veces, porque el amor es valiente, corajudo. Los brazos de Palao eran el remanso de Silvia y los labios de ella sostenían la fuerza de él. Nunca pensaban en separarse, nunca imaginaban estar lejos, ambos eran algo así como el amor de mi vida.
Luego de unos meses, Silvia tuvo que regresar a Acre por problemas de salud de su padre, quien cayó enfermo. Palao no era bien recibido en casa de Silvia. Los padres nunca recuerdan el amor juvenil. Hasta hoy, luego de algunos años, Palao habla por teléfono con Silvia todos los sábados bordeando la media noche. Se besan a la distancia y recuerdan con amor su día sagrado, el día en que fueron felices, solo una vez en la vida, después de bailar, leer literatura y escuchar a Pablo Milanes.

Palao, gracias por recordarme que el amor real existe. La verdad lo extraño mucho. Un abrazo.

viernes, 6 de junio de 2008

Mis amigos inseparables

Todo empezó una mañana como cualquiera, de verano. Mis amigos y yo tomamos el bus rumbo a Conchan, para el examen de manejo. José y Antonio son mis amigos desde la época de colegio, hace ya cinco años, y ahora vamos rumbo a sacar nuestra licencia de conducir. José es muy divertido, gracioso y siempre tiene una anécdota que contar. Antonio es más loco, desenfrenado, bohemio, pero muy estudioso y destacado en lo que hace.
Vamos en el bus mirando el pobre paisaje del sur de Lima y pensando cómo será el examen de manejo. Yo, particularmente, no me he preparado a consciencia y tengo miedo del examen escrito. José y Antonio se burlan de mi, porque ellos si son más precavidos y estudiaron mucho. Sin embargo, en los tres existía la duda y el miedo por el examen práctico.
El sol era insoportable. Marzo es el peor mes del año porque es el mes con más calor. Para la gente que gusta de los días de playa, cae muy bien un día como este, pero para mi es inhumano. José lleva puestos los lentes ahumados que le regalé en su cumpleaños y Antonio viste una camisa hawaiana, muy colorida y precisa para la ocasión. Yo, poco inteligente y desprovisto de todo concepto de comodidad, luzco un jeans negro y una camisa, que a pesar de ser manga corta, es pegajosa y sintética. Me odio por venir así, pero era demasiado tarde, estábamos en camino a la gloria, rumbo a conseguir lo que todo hombre aspira, el brevete, el permiso de conducir, la licencia de manejo, el carné que te dice que eres un chofer con todas las de la ley y tienes la oportunidad de movilizarte en coche y, mejor aún, si es acompañado de alguna chica linda, en fin, no hay nada que un hombre con brevete no pueda hacer.
Presentía que en el bus encontraría a muchos jóvenes como nosotros que van en busca de ese sueño, el brevete. Miraba a todos lados y veía cómo los chicos mirábamos pasmados al conductor, tratando de captar las maniobras básicas del arte de conducir. Ese personaje grasoso, desaseado, de uñas largas y negras, de peinado tieso, como si toneladas de laca hubieran caído sobre esa cabeza cubierta de algo más que sólo cabello. Ese personaje se había convertido en nuestro ídolo, en nuestro mentor y guía. Todos nos veíamos manejando cualquier vehículo a las velocidades que este conductor nos hacia sentir en cada cambio, en cada giro de timón, en cada freno, en cada grito que lanzaba a sus colegas. El manejar un coche te envalentona, te hace sentir más hombre y más ganador. Eso buscábamos mis amigos y yo, sentirnos hombres ganadores.
Llegamos al centro de exámenes de manejo y el bus prácticamente se quedó vacío. Una caravana de hombres sobreexcitados nos acorralaron con el afán de convertirse en nuestros guías para esta hazaña. Nosotros, muy seguros de nuestras capacidades, rechazamos cualquier tipo de ayuda.
Caminamos hacia la puerta de entrada, con nuestros papeles en cada mano. Un hombre hostil nos dio la bienvenida y nos permitió entrar a punta de gritos. No nos amilanamos y seguimos con la frente en alto en busca del siguiente paso. Hicimos una larga cola para sacar una fotocopia de nuestro documento de identidad y nuestro examen médico. La copia estaba treinta centavos, un robo. Corrimos a la ventanilla donde nos darían un formulario que tenía que ser llenado con letra imprenta. Con el único lapicero que teníamos en nuestro poder, apoyados de la pared, llenamos con mucho cuidado cada dato que nos solicitaba el formulario. Hicimos, nuevamente, una larga cola para entregar el formulario completamente lleno y sin enmendaduras, a la señorita de uniforme que tampoco era muy amable que digamos. La cola estaba llena de hombres de todas las edades, de todas las clases sociales y de todos los distritos de la gran Lima. No había mujeres. Algunos, por nuestra desaliñada apariencia, dábamos al ambiente un aire a reclusorio, a penal de alta seguridad, donde se puede encontrar a los criminales más avezados. El sudor mezclado con el polvo del lugar hacía de nuestros rostros una especie de vasija de barro. Odio el calor, odio el verano.
Entramos juntos al examen escrito. José y Antonio salieron a los diez minutos de comenzada la prueba. Aprobaron. Yo, como era de esperarse, me demoré todo el tiempo permitido. También aprobé. Caminamos rumbo al salón donde nos inscribirían para el examen práctico, la parte más difícil del examen. Estábamos nerviosos, aunque ellos no dejaban de burlarse de mí, por haberme demorado tanto en el examen escrito. Me gusta la manera como estos momentos me hacen recodar la época de colegio, cuando salíamos de los exámenes bimestrales y, parados en medio del patio, esperábamos a los más lentos en el examen de matemáticas, mi materia favorita. Era divertida la competencia sana que se proponía en el salón de clases. Era divertida la manera cómo peleábamos por un punto más en el examen, por el halago del profesor de turno, por el reconocimiento público, por la mejor nota o el mejor cuaderno. De esa burla sana era victima nuevamente, ahora en el examen de manejo.
Por casualidades del destino entramos los tres a dar nuestro examen práctico de manejo. Estábamos nerviosos, pero teníamos que saber manejarlo. A José le dieron un coche rojo, a Antonio uno azul y a mi uno blanco. Yo entré primero al circuito, como guía. Intenté ir despacio para que el jurado no piense que soy un conductor temerario que se cree dueño de las pistas. La primera parte del circuito era una trocha. Fui lo más lento que pude, aunque eso provocó que mis demás compañeros se amontonaran en la entrada del camino. Sentía las ‘puteadas’ de todos ellos, porque gracias a mi lentitud, comenzaban mal el examen. Traté de serenarme, de no ponerme nervioso. Entre al camino llano, intenté aumentar la velocidad pero no quería desesperarme. Miré al frente y encontré el primer semáforo en rojo. Paré. Algo en el asiento me incomodaba, entonces, aprovechando el semáforo en rojo comencé a mover el asiento para colocar mejor mis piernas. No me di cuenta, hasta que el instructor grito el color de mi coche y me exigió que siga la marcha, pues el semáforo ya había cambiado a verde hace un buen rato. Me quería morir. Señores, el semáforo en verde es para avanzar, dijo el juez con una voz alterada. No puedo cometer ningún error más, pensé. El siguiente obstáculo era el ovalo. Bajé la velocidad y traté de no pegarme mucho a los bordes para evitar pisar la línea amarilla. Todo un pelotón enfurecido me seguían los pasos. Mi primer pare, una señal importante pero muy olvidada por los conductores de hoy en día. Me demoré los ocho segundos que alguna vez un instructor de manejo me aconsejó, pero creo que fueron demasiado. El juez me volvió a llamar la atención con un grito. Completamente desmoralizado, entré a la prueba de estacionamiento en diagonal. La prueba de fuego era colocar el coche a casi cuarenta y cinco grados sin pisar los botones que estaban pegados en la pista. Como era de esperarse, con toda la presión sobre mi, volví a cometer una falta, al pisar los botones amarillos antes de entrar al carril que me correspondía. Me odié a mi mismo. Puse retroceso y di marcha sobre mis pasos fallidos y volví a pisar el bendito botón. Continué la marcha, sin más fuerzas que las del mismo coche que prácticamente se manejaba solo. Ahora tocaba lo más complicado, el estacionamiento en paralelo. Traté de concentrarme y relajarme un poco, después de las bestialidades que había cometido. No lo logré, pero a pesar de eso, esto fue lo único que hice bien en mi examen.
Salimos del circuito y todos me querían matar. Les había malogrado el examen. Los instructores habían puesto de guía al más incapaz del pelotón. Me sentí mal, frustrado y decepcionado. Quería desaparecer del lugar y no sentir las miradas lacerantes de todos los postulantes, sobre todo, las de mis dos queridos amigos.
Ese día como era lógico a ninguno de los tres nos dieron el brevete, pero ni José ni Antonio me reprocharon la manera tan tonta en la que afronté el examen. Me mostraron su apoyo, tan solo con su silencio, tan solo con el simple hecho de dejar las cosas tal y como estaban. Ese día fueron pocos los postulantes que salieron con el brevete en sus manos, pero fueron muchos los que aprendieron que no hay primera sin segunda. Mis amigos y yo regresamos por el mismo camino que nos había traído hasta aquí. Esperamos el mismo bus y nos fuimos con las mismas ilusiones de algún día portar un brevete. Esa mañana no me fui con una licencia de conducir, pero si me fui con dos amigos que una vez más marcaron en mi corazón una muestra de amor, entrega y compañerismo. Son momentos como éste los que forjan a los verdaderos amigos, a los que siempre están ahí, por cualquier motivo, por cualquier razón, con la única recompensa de seguir creciendo juntos y seguir viviendo momentos como los de aquella mañana de verano insufrible, pero feliz.
Para mis verdaderos amigos, los quiero mucho.

Las primeras veces

La primera vez que declaré mi amor a una mujer fue cuando tenía 18 años. Estaba en mi segundo año de universidad. Ella estudiaba conmigo, aunque no la misma especialidad. Era una mujer muy estudiosa, dedicada y perseverante. Mi declaración ocurrió en el estacionamiento de un centro comercial muy concurrido. Mis rodillas me temblaban, mientras ella y yo estábamos parados en medio de coches feos y bonitos, a la salida del cine. Fuimos a ver Troya, una película donde trabajaba Brad Pitt, un hombre bello y atlético. Corrí el riesgo, llevándola a ver esta película, de que en el momento de mi declaración me dijera que no, ilusionada o aturdida aún por la perfección física de este actor norteamericano. Me preguntó si es que estaba seguro de mi petición. Yo respondí que sí. Ella aceptó. Nos abrazamos, sólo nos abrazamos, y cogidos de la mano, caminamos hacia el paradero de la avenida principal para tomar nuestro bus. Nuestro primer beso fue al día siguiente, en medio de amigos y sorprendidos que no esperaban nuestra unión.
Con esta bella mujer terminé mi relación año y medio después. Me enamoré de una persona algunos años mayor que yo, que conocí en las graderías de un teatro. Esta segunda mujer era muy contraria a la primera, muy diferente. Era una mujer con una complejidad interior muy marcada, a tal punto, que ese mundo de encuentros y desencuentros del cual ella provenía, dibujaban sobre su aura un tono gris, triste y taciturno. Me enamoré mucho de ella. Sus locuras me marcaron y me hicieron muy feliz. Esta segunda mujer sólo estuvo en mi vida por cinco meses. Ahora no sé mucho de ella. Seguramente seguirá yendo al mismo teatro donde la conocí. No lo sé.
La tercera mujer en mi vida no duró más que una semana. La conocí en una discoteca en el centro de la ciudad y salimos un par de veces. Estudiaba idiomas en un centro de estudios norteamericano y tenía una vida bastante vertiginosa. Vivía muy rápido para mi lentitud, es por eso que no duramos más que siete días.
La cuarta mujer que formó parte de mi existencia, también la conocí en la universidad. Estudiaba lo mismo que yo, derecho, y aunque cuando la conocí ella tenía novio, eso no fue impedimento para que termináramos juntos casi un año. Era una mujer muy bella y bastante querida en mi casa. Mi madre hoy en día la extraña mucho y por eso algunas veces buscan la manera de encontrarse en algún café y conversar un poco. Con esta cuarta mujer viví el amor más intenso, apasionado, loco y peligroso. Éramos personas muy parecidas emocionalmente y eso hacia que la relación paseara por una montaña rusa, donde algunos días estábamos en la cima y otros en la sima. Un viaje inesperado e inoportuno terminó con nuestra relación. Tiempo después me enteré que regresó al Perú, acompañada de su madre y su novio, seguramente para algunos preparativos de la boda.
La quinta mujer que hizo las veces de mi compañera sentimental, fue una mujer muy guapa, modelo, de veinte años y que estudiaba comunicaciones en una universidad privada. Tenía unos ojos preciosos y le gustaba mucho el mundo del arte. Ese fue nuestro nexo. Algunas veces la acompañé a sus desfiles interminables, a sus maratónicas compras en los centros comerciales, a sus extenuantes sesiones de belleza en algún spá y a sus largas e insufribles sesiones de fotos. Aprendí mucho junto a esta mujer, sobre cómo combinar colores, cómo peinarse, cómo acentuar los rasgos faciales, cómo aumentar, con algún efecto visual, el tamaño de los ojos, de los labios o de cualquier otra parte del rostro. Fue muy divertido y feliz haberla conocido.
Hoy en día estoy solo, sin pareja sentimental, sin compañera incondicional. Decidí que era lo mejor para las mujeres mantenerme lejos de ellas. No soy buen amante y mucho menos un buen compañero. Prefiero dar rienda suelta a mi soledad y esperar que los días pasen sobre mí. Pero, no puedo más que agradecer a estos seres maravillosos que de alguna u otra manera me enseñaron el amor y todas sus formas. A la primera mujer porque me enseñó la magia de un beso y el concepto de perseverancia y entrega total. A la segunda mujer porque me enseñó a ser rebelde contra la vida misma y a luchar por lo diferente. A la tercera mujer porque me enseñó a pensar mejor las cosas antes de tomar decisiones apresuradas. A la cuarta mujer porque me enseñó a despojarme de prejuicios y amar sin tregua, sin miedos y sin pudor. Y a la quinta mujer porque me enseñó el concepto de belleza espiritual como algo más que la frivolidad del exterior, y también, el amor a la vida misma, compleja, pero bella.

La mujer de mi vida

Todo comenzó un 27 de junio de 1985, cuando al medio día conocí a mi madre. Pesé 3.8 kilos y medí casi 50 centímetros. Soy el primogénito de la mujer que me permitió vivir y por consiguiente el hijo que más dolor causó al momento del alumbramiento. Mis primeros días al lado de mi madre fueron de mucha angustia. Nací con un diámetro cerebral fuera de los límites normales y eso hizo que me internaran por tres semanas debido a una supuesta hidrocefalia. Mi madre prácticamente no salió del hospital, porque entre revisiones y revisiones terminé quedándome en el sanatorio donde nací. La mujer de mi vida sufrió mucho esas tres semanas ya que su primer hijo estaba a punto de morir producto de una mal formación al momento de nacer. Después de muchos estudios y análisis, descubrieron que mi mal no era más que algunos centímetros fuera de lo normal, centímetros que provocarían que mi apodo de grande sea: ‘cabezón’. Antes del primer año me enfermé muchas veces y varias de esas terminé hospitalizado. A pesar de tener una cabeza bastante grande en comparación con los bebes de mi edad y de haber nacido pesando casi cuatro kilos, tenía problemas respiratorios y alérgicos. De alguna manera fui el aprendizaje de mi madre, fui el experimento, el manual de uso de una mujer novata en temas de maternidad. Aprendí a caminar casi al año y dejé el biberón al año y medio. Mi madre dice que era un bebe inteligente y entendía que lo mejor era tomar la leche en taza. Miraba mucha televisión, y gracias a mi buena memoria, podía acordarme de los comerciales más llamativos, haciendo que, en el momento que estaba en brazos de mi madre fuera de casa, hiciera las veces de niño genio al señalar los anuncios publicitarios, los mismos que veía por televisión. La gente extraña pensaba que había aprendido a leer con tan solo dos años, pero era mentira, lo que me hacía diferente era mi buena memoria.
Mi madre me llevaba al colegio todos los días. En la temporada que vivimos en Huancayo era la que siempre me preparaba una lonchera llena de manzanas y de leche fresca. Todos mis amigos de preescolar se burlaban de mi fascinación por la manzana. Todos los días manzana, o cualquiera de sus derivados. En Lima, mi madre cruzaba todos los días, esa larga avenida en el distrito de San Martín de Porras, llamada la avenida Perú, para recogerme del colegio San Antonio donde cursaba el primer grado de primaria. Eran días felices, donde mi madre me había inculcado el amor por el estudio y sólo me dejaba descansar hasta las tres de la tarde, hora en la que comenzaba mis tareas escolares. Gracias a mi madre siempre fui un alumno promedio. Mi madre me enseñó a respetar a mis compañeros de clase y a siempre guardar silencio cuando una persona mayor está hablando, como es el caso del profesor en su hora de clase. Mi madre siempre me incentivó el amor a Dios y a todo lo divino. Mi madre siempre me enseño a no mentir, aunque terminé siendo un mentiroso. Mi madre me ayudaba en mis composiciones, en mis trabajos de arte, en mis cuestionarios de ingles, en mis preguntas de lenguaje. Mi madre siempre odió las matemáticas, y las sigue odiando. Mi madre me enseñó a decir gracias. Mi madre me enseñó a pedir disculpas. Mi madre me acompañó a todas mis reuniones de padres de familia. Mi madre me vio jugar todos los campeonatos de fútbol que viví con emoción. Mi madre siempre estuvo ahí durante toda mi niñez, toda mi pubertad y toda mi adolescencia. Mi madre me cambiaba los paños fríos cuando tenía fiebre. Mi madre preparaba los mejores alimentos para cuando mis amigos iban a casa a jugar o a estudiar un rato. Mi madre le abrió las puertas a mi primera novia y la trató como hubiese querido que la tratasen a ella cuando vivió lo mismo. Mi madre estuvo conmigo cuando dejé la universidad por un caso de fuerza mayor: el no poder pasar los cursos. Mi madre siempre discrepa conmigo, pero por lo menos me escucha. Mi madre siempre llora, pero lo hace por mí. Mi madre jugaba conmigo a las cartas en los viajes a ICA, donde fui muy feliz. Mi madre es mi cómplice, mi consejera, la primera mujer que leyó un poema mío, la primera que me dio su aliento, la primera que me dio su amor, la primera que me dio de comer, la primera que me dio un beso, la primera que me alivió el dolor, la primera que me curó las heridas, la primera que me dio todo lo que un ser humano necesita para no morir sin valores. Mi madre ahora es mi amiga. Seguimos amándonos como antes, seguimos peleándonos como antes, seguimos pensando como antes, seguimos creciendo como antes. Y es verdad, que una vez escuche la frase que dice: uno aprende a ser hijo cuando es adulto. Pues yo digo que uno nunca aprende a ser hijo, porque nunca nada es suficiente para dar gracias y lograr hacer feliz a una madre.
Gracias mamá. Te amo.

La silla Vacía

Yo, Sergio Morelli, tuve un sueño. Un sueño distinto, raro, especial. Soñé que estaba sentado en una silla, en la azotea de mi casa de tres pisos, una casa a las afueras de la ciudad. Era un día nublado, triste, frío, el sol no asomaba su mirada y por la calle aún los vecinos no comenzaban su habitual recorrido matutino. Tenía puesto un buzo holgado y una zapatillas bastante cómodas. Todo era silencio. Me preguntaba que hacia en esta silla, sentado en la azotea de mi casa de tres pisos, no entendía muy bien como había llegado hasta este lugar. Tal vez si fuera de noche, hubiera subido a contemplar románticamente las estrellas del firmamento, que valgan verdades, en Lima es un espectáculo muy pobre. Sin embargo, era de mañana, muy temprano para estar en la azotea de mi casa de tres pisos, en lugar de estar durmiendo. A lo lejos, llegué a divisar que se aproximaba alguien de estatura promedio y contextura gruesa, era un hombre. Yo permanecía inmóvil, sentado en la silla en la azotea de mi casa de tres pisos, una silla de madera, que crujía al menor movimiento. Tenía cierta curiosidad por saber quien era, así que no dejaba de mirar a todos lados, entre la neblina. Desorbitado, absorto y confundido por el momento, me di cuenta que esta persona se iba aproximando más y más. La neblina no me dejaba distinguir quien era, sin embargo, luego de unos minutos, mirando intensamente tratando de descubrir a este personaje que se acercaba a mi, me di cuenta de quien se trataba, era mi padre, Arturo Morelli, que me seguía desde hace mucho rato, queriendo hablar conmigo.
Mi estado permanecía inmóvil, aunque más relajado al descubrir quien era la persona que me seguía. Lejos de mi se escuchaba una canción hermosa, como el sonido de una catarata que cae sobre las piedras y fluye siguiendo su camino. Mi padre me alcanzó y una sonrisa se dibujó en mi rostro, feliz de tenerlo cerca a mí. No suelo soñar mucho con mi padre, en general, no suelo soñar mucho. Sin embargo, mi padre contrario a la emoción que yo sentía al verlo, de un momento a otro, comenzó a insultarme y se abalanzó sobre mi queriéndome ahogar, golpear y hacerme daño. No entendí su reacción, no sabía que lo motivaba a golpearme. Era una mañana triste, pensé que tenerlo en mi sueño me traería algo inolvidable, algo hermoso. La relación con mi padre nunca fue buena, yo lo quiero mucho, pero nunca hemos tenido la oportunidad de acercarnos, de ser amigos. Por eso no sueño con mi padre, porque lo siento distante.
Yo ya no era un niño de cinco ni diez años. Era un adulto, un hombre capaz de defenderse, y así lo hice. Sin entender el por qué se su ataque, luché contra él y no dejé que me hiciera nada malo. Forcejeamos por un buen rato. Yo, aturdido por el momento, esquivaba cada ataque furibundo que mi padre intentaba propinarme.
Comencé a dar gritos preguntándole por qué me agredía, qué había hecho ahora que lo tenía tan furioso. Mi padre sólo seguía su ofensiva contra mi y su violencia se desataba cada vez más.
Unos instantes después, mirándolo a los ojos, entendí lo que mi padre buscaba, mi atención. Quería hablar conmigo, pero no encontraba la manera correcta de hacérmelo saber. Su impotencia de no encontrar soluciones ni respuestas positivas de mi parte lo frustraban mucho, y, no encontraba otro camino para desahogar su frustración que atacándome.
Logré sacármelo de encima con un gran impulso. Cogí su mano y la acerqué a mi rostro. Le dije con voz arrulladora que lo amaba, y comenzamos a platicar, punto por punto, algunas cosas que siempre me habían incomodado y que seguro, a él también. Sentí que su agresividad bajo paulatinamente, pero aún seguía un poco exaltado.
Unos instantes después, comencé a narrarle todo lo que guardaba en mi corazón. Durante toda mi vida nuestra comunicación había sido nula. Mi padre era una persona con poca facilidad de palabra, cariñoso en sus momentos de euforia, pero muy fiscalizador en su tarea como padre. De niño, eran pocos los momentos en los que compartíamos cosas juntos, jugábamos juntos, o simplemente pasábamos el tiempo haciendo nada. Mi padre siempre fue una persona responsable y trabajadora. Nada le fue fácil en la vida, y todo ameritaba de él su mayor esfuerzo y lucha constante.
El tiempo pasa Sergio, y las cosas que no hicimos antes quedaron ahí, en el recuerdo de las cosas inconclusas, en el baúl de los ‘no lo hice’, lejos de cualquier enmienda o corrección. Gracias a Dios la vida continua, y el tiempo nos da más de su riqueza para hacer en el presente lo que jamás nos atrevimos hacer en el pasado.
El éxito o fracaso de nuestras vidas como familia, como hermanos, como padres e hijos, como parejas, sólo depende de nosotros. Olvidemos lo pasado que no tiene remedio ni reparo, pero pensemos en el presente para hacer un mejor futuro.
Durante este sueño le reclamé muchas cosas a mi padre. Sentía que él se alejaba y quedarían nuevamente inconclusas las cosas que deseaba que supiera. Lo cogí fuerte del brazo. No lo deje ir. Él quizás no quería escuchar, pero lo forcé. Papá te amo, y quiero que salgamos adelante. Busquemos la ayuda que necesitamos, seamos amigos y confiemos mutuamente todo lo que nos pasa. La vida es ahora, no cuando tenía seis años y jugaba solo, con muñecos de plástico y disfraces raídos, en lugar de jugar contigo. No cuando me compraste una bicicleta, pero sólo una vez salimos a pasear juntos. La vida es hoy, no cuando anotaba un gol en las canchas del colegio y cada vez que te buscaba entre el público ya te habías ido. La vida somos Arturo y Sergio Morelli juntos. Seamos felices, tú, mamá, mi hermano y yo.