jueves, 25 de diciembre de 2008

Mi último día en San Marcos (Parte I)

Nunca pensé regresar a San Marcos. Desde el año 2002 que ingresé a la universidad y que pasados seis meses la abandoné, me preguntaba si era posible volver en el tiempo y regresar a mi casa, San Marcos.
El año pasado después de mi inesperada incursión en el mundo bancario, descubrí que esa posibilidad de retroceder el tiempo era viable. Por cosas inexplicables del destino regresé a San Marcos, pero no a la universidad, si no, a la agencia de banco de la avenida Colonial.
Mi primera agencia en el banco fue Plaza San Miguel. Era una agencia grande, con lindas chicas, con buena paga, céntrica, me gustaba mucho, sobretodo porque ahí trabajaba Fernanda, una linda chica a la cual perdí el rastro cuando me cambiaron de oficina. A las semanas, después de haberme encariñado con los chicos y chicas de San Miguel (aunque ellos no se hayan encariñado conmigo) me dieron la noticia, fatídica en ese entonces, de que debía partir a mi nueva agencia, San Marcos.
Yo estaba aterrado, con mucho miedo, no quería irme de San Miguel, no quería ver gente nueva, no quería conocer a nadie más, yo quería quedarme trabajando en Plaza, pero ya nada podía hacer.
Recuerdo que el día de mi partida lo único que hice fue cuadrar mi caja, devolver mi efectivo, caminar hacia el módulo de mi gerente, escuchar un par de palabras acostumbradas en este tipo de situaciones (todas falsas, por compromiso) coger mi mochila y sin despedirme, como si no hubiera pasado nadie por ahí, abandonar la agencia como cualquier cliente menor.
A media de la tarde, caminando por el centro comercial de Plaza, me preguntaba cómo llegar a mi nueva agencia. Tomé un par de buses, pregunté por mi nueva oficina a unas cuantas personas del lugar, todo era nuevo para mí, y más aún, porque la municipalidad había comenzado las obras de reparación de las avenidas Colonial y Venezuela. Todas las calles del límite entre Cercado de Lima y el Callao eran un polvorín, nada comparado con la comodidad de Plaza. No quería estar ahí, quería volver a mi agencia que tan feliz me hacia, pero tenia que ser valiente y seguir buscando mi nueva oficina.
En más de una hora llegué a las puertas de mi nueva agencia, San Marcos, llamada así porque está a la espalda de la universidad por la que años atrás transitaba como estudiante. Entré. La primera impresión fue de miedo porque la oficina no era tan grande como Plaza, pero había más clientes, otros tipos de clientes: trabajadores de construcción civil, obreros, policías, gente como uno. Aquí estaba seguro de no encontrar, como me ocurría en Plaza a: cantantes, bailarinas de la farándula, actores, humoristas, futbolistas, y demás. En San Marcos sólo encontraría al Perú profundo, al Perú autentico.
Crucé toda la agencia para poder presentarme ante mi nuevo gerente. Recuerdo que las primeras personas que me dieron la bienvenida fueron la chata Ros y la tía More.
-Algo me decía que hubiera venido en tacos –dijo la chata Ros.
Luego, la gerente, Naty, me dio una calurosa bienvenida y me presentó al resto del equipo. Así conocí a Carmen, la supervisora, una mujer embarazada y tan encantadora como seria; a Valiente, el promotor principal, un chico con cara de amargado, noble, inteligente y buen amigo. Ellos me entretuvieron por unos minutos, me dijeron algunas normas de la agencia como la hora de ingreso y la posible hora de salida, me comentaron del ambiente de la agencia, del tipo de operaciones que se realizan y todo un resumen de las cosas que debía tener en cuenta como nuevo integrante de la plana san marquina.
Dando un vistazo fugaz, encontré a mi amigo Lucho, en la ventanilla uno. Lucho y yo habíamos estudiado juntos en la capacitación para ingresar al banco. Lucho es un chico de barrio, querendón, divertido, inteligente y amante de la bohemia nocturna. Al encontrarlo me sentía menos solo, por lo menos ya tenía un amigo.
Me preguntaron si ya tenía experiencia en caja. Yo respondí que sí. Entonces Carmen me pidió que comenzara a jalar, lo más tranquilo que pueda, porque lo importante era cuadrar al final del día. Así conocí a Rosita, la chica que me ayudó el primer día en San Marcos, a la que tuve distraída con tantas preguntas primariosas que no podía evitar, por los nervios y por el miedo de estar en una agencia nueva, sin conocer a nadie que me pueda ayudar.
La tarde duró poco. No hice muchas operaciones y cuadré ante la mirada incrédula de mis supervisores. Lucho me preguntó si tuve alguna dificultad, yo le dije que todo bien. Valiente me pidió mi lonchera con el efectivo correctamente cuadrado y yo, habiendo cumplido mis tareas, decidí conocer mi nueva casa. La ante bóveda estaba en el segundo piso, junto a los baños y el comedor. Unos economatos azules abrían paso en el pasaje rumbo al cuarto del servidor y al del pequeño lavabo, propiedad de la señora Alicia, una mujer dulce y amorosa que nos atendía como si fuéramos sus sobrinitos. Todo tenía el formato del banco, predominaban los colores blanco y azul, había unas pizarras plagadas de fotos de algunos chicos que había conocido esa misma tarde y de otros que me faltaban por conocer. Todo era distinto a Plaza, me costó el cambio, siempre me cuestan los cambios, pero algo me decía que no la iba a pasar tan mal.
En el lugar de citas, que hacia las veces de baño, conocí a Emmanuel, un chico huraño, parco, con una sonrisa poco frecuente, que me preguntó donde vivía. En San Borja, respondí. Ahí también vive tu gerente, me dijo. Nunca pude hacerme amigo de este chico grandulón. Pocos meses después se fue de la agencia, por motivos personales.
Efectivamente mi gerente vivía cerca de mi casa, así que aprovechaba esa coincidencia para viajar gratis todas las noches de regreso. Naty era una mujer muy amable, con modales refinados, de conversación directa y de silencios prolongados. Emmanuel y yo la acompañábamos en el taxi de regreso. Gracias chicos por acompañarme, decía Naty. Nunca me dejó pagar parte del taxi, a pesar de que se lo insinué varias veces, siempre amable, me decía que no me preocupase, que ella siempre viajaba en taxi, y que era un favor nuestro el hecho de acompañarla. Pocos meses después Naty ascendió a otra área del banco y se fue después de una gran fiesta de despedida en su honor. Tal vez nunca le agradecí la calidez con la que me recibió en mi primer día en San Marcos, pero guardo en mi memoria lindos recuerdos de esa mujer refinada y delicada que terminó llorando de alegría y tristeza el día de su despedida.
Algunas veces Carmen, que también vivía en San Borja, me daba un aventón hasta mi casa. Un lindo gesto de Carmen, que no era mi amiga, que sólo era mi jefa, una supervisora intachable, rígida, sin pelos en la lengua. Alguna vez recuerdo que me quiso afeitar la barbilla porque le parecía repugnante mi bozo incipiente. En otras oportunidades me reprochó la manera de ir vestido, las camisas que usaba, el largo de mi cabellera, el tamaño de mis uñas y cualquier detalle que yo ignoraba o simplemente no prestaba atención porque me parecían menores. Carmen era una mujer muy retadora, nos obligaba a mejorar cada día, a jalar más, a mostrar calidad en nuestra atención a los clientes, a vender, a cuadrar rápido, a no cometer errores esperanzados en que ella los podía solucionar. Carmen fue una gran influencia para mí, para mi desempeño posterior, para mis pequeñas victorias, porque me enseñó a conocer un ambiente de trabajo, los cuales me parecían ajenos, porque siempre había estado metido en mi casa o en la universidad. San Marcos se había convertido en mi primer trabajo, en el primer lugar donde tenia que demostrar en qué era bueno, no por una nota vigesimal, si no, por un nombre, por un prestigio y, en el menor de los casos, por un sueldo.
Carmen poco después se fue de la oficina por dos razones: la primera y la más importante, porque iba a ser mamá, de una bebe llamada Sofía (un nombre que me pareció bello desde la primera vez que nos dijo que llamaría así a su primogénita) y, en segundo lugar, porque había ascendido a gerente y le dieron su propia agencia.
Con el paso de los días San Marcos se había convertido en mi segundo hogar, a pesar de que al principio quería regresar a San Miguel, a pesar de que había pasado por mi mente la loca idea de rogarle a mi antiguo gerente para que me diera la oportunidad de volver. Los chicos de San Marcos me acogieron con cierto cariño, unos más que otros (El maestrito Oscar, mi madre Jessica, mi pata Lucho, mi hermana la Ñoña, La tía More, la chata Ros, Rosita del Perú, La santa Ludmi, Yuju, todos estos chicos en una primera etapa) pero sentí, poco a poco, que había muchas cosas por hacer en ese lugar, muchas cosas por aprender y quien diría, alguna vez, muchos milagros que experimentar.



lunes, 15 de diciembre de 2008

Coplas a la vida de mi padre

Mi padre y yo no conversamos mucho. Tal vez es una costumbre que estamos empecinados en no cambiar. Tal vez él no tiene nada que decirme. Tal vez yo tampoco.
Mi padre llegó a esta ciudad cuando tenía la edad que yo tengo ahora, veintitrés años. Entró a la policía y quizá ahí aprendió a decir lo necesario y a escatimar palabras. Ingresó a la universidad porque se cansó de ser un simple cabo. Estudió contabilidad y terminó su carrera el año en que conoció a mi mamá.
Mis padres se casaron a los nueve meses de conocerse, según ellos, sin ninguna prisa evidente. Mi papá tenía la idea de no encargar ningún bebe a la cigüeña porque quería sacar el titulo de contador y tenía que invertir todo su dinero en esa empresa. Pasaron algunos meses y mi padre se dio cuenta de que no pudo cumplir su promesa, mi madre ya estaba esperándome.
Pasaron los nueve meses de rigor y con ellos llegamos el titulo de contador y yo.
Cuando cumplí los tres años mi padre logró hacerse oficial de la policía nacional, dando un examen de admisión, ocupando el primer lugar. Yo no sabia nada, por eso no lo felicité. A los pocos meses lo destacaron a Huancayo. Yo no iba ni a la escuela primaria, así que no me quedó más remedio que ir con él.
Cuando regresamos de Huancayo se hizo presidente de la cooperativa de todas las cooperativas. Nunca entendí mucho de esas cosas, a penas tenía seis años, por eso tampoco lo felicité.
Cuando cumplí los diez años mi padre ascendió a mayor. Le hicieron una gran fiesta en casa, celebrando tan loable rango. Estuvo tan borracho esa noche que tampoco lo pude felicitar.
Cuando cumplí dieciséis años mi padre ascendió a comandante. Yo estaba preparándome para postular a la universidad. A los pocos meses ingresé y recuerdo de ese momento las palabras más felices de mi padre hacia mí: hijo, tienes un gran futuro. Él era un comandante y yo un cachimbo san marquino.
El año pasado mi padre comenzó a enseñar en una universidad privada, algo que me gustaría hacer, dirigirme a un aula que espera escuchar algo interesante, es un gran reto. Admiraba su respeto por los horarios y su dedicación, cuando lo veía salir los días sábados a las cuatro de la mañana, rumbo a Huacho, donde eran las clases.
Este año mi padre ascendió a coronel. Fue un examen arduo y la espera de los resultados fue eterna y angustiosa. Mi padre se había preparado por muchos años para lograr esta meta, ser coronel. Había estudiado cada día, cada semana, cada mes por casi cinco años. Se levantaba a las cuatro de la mañana para correr a la computadora y leer todas esas leyes enredadas que no llego a entender para qué sirve. Salía a caminar en las noches con su libro en mano y una linterna que iluminaba su lectura y sus pasos. Se privaba de algunos lujos, de algunas salidas, de algunos viajes, que bien merecido se lo tenía, pero que prefería no hacer, para no perder el tiempo en otra cosa que no sea estudiar. Todos estos sacrificios, a sus casi cincuenta y cinco años, lo hacia sin descuidar sus labores en el trabajo y sufriendo los embates de las desventuras de un hijo inefable como yo.
Ahora, mi padre recuerda con cariño y nostalgia, sus épocas de cabo, parado a media noche en la embajada norte americana, con su fusil y su silla, detrás del muro de concreto que hacia las veces de trinchera.
Mi padre no habla mucho, pero en todos estos años que vivo con él me ha enseñado algunas cosas, a parte de las matemáticas y el ajedrez: me ha enseñado qué pastilla comprar para evitar el embarazo de una chica, me ha enseñado que la universidad no es para mí, me ha enseñado que lo mejor es ganar mi propio dinero, me ha enseñado a montar bicicleta, me ha enseñado lo que es un preservativo, me ha enseñado a conducir (digamos que más fueron clases teóricas, pero vale la intención), me ha enseñado que patinar es peligroso, me ha enseñado que el silencio y las pocas palabras a veces vienen bien.
Son pocas las conversaciones con mi padre, pero su vida es un ejemplo de perseverancia que no logro captar del todo. Nunca esperó una felicitación mía ni de nadie, nunca esperó que aplaudieran sus disertaciones ni que lo levantaran en hombros por cada uno de sus logros. En las reuniones en su honor, en casa de algún tío, siempre mantiene el perfil bajo, la miraba risueña y esa sonrisa imperturbable que indica que siempre estará pensado en el siguiente paso, en la siguiente meta.
Mi padre es un inagotable batallador, un incansable guerrero, con un talento innato para la vida y para las grandes pruebas. Jamás se deprime ante una barrera, nunca da su brazo a torcer en busca de un sueño. Siempre esta leyendo, siempre esta pensando, siempre busca la manera de ver hacia delante, sin esperar que la vida lo premie, sin esperar nada más que su mejor esfuerzo.
Tal vez mi padre no sea el hombre perfecto, de seguro no lo es. Pero sus talentos y virtudes logran sobresalir más que sus taras o sus defectos.
Aquella noche, cuando nos enteramos que ya era coronel, lo esperé hasta muy tarde, pasada la media noche, le di un abrazo por todos esos abrazos que me ahorré años atrás y lo felicité por haber conseguido su sueño de ser coronel. Estoy seguro que jamás se sentirá tan orgulloso de mí como yo lo estoy de él, pensé.
-Te admiro mucho papá –le dije.
-Gracias hijo.
-Y ahora, ¿Qué viene? –pregunté.
-No lo sé, ya es muy tarde, mañana pensaré –dijo mi padre, me dio un beso y se fue a dormir.

lunes, 8 de diciembre de 2008

Otro sábado Diferente (Atentado contra mi celular)

Como alguna vez lo dije: Mis sábados son poco emocionantes. Me levanto temprano después de una larga faena de viernes y voy camino, una vez más, a mi centro de trabajo, ese antro azulado, ese mercadillo financiero donde todas las semanas me pierdo en medio de papeles, billetes, ordenes y vistos.
He dormido poco la noche anterior y, es por esa razón, que subo al bus y me entrego a los brazos de Morfeo y dejo que el colectivo me lleve más allá de mi destino, más allá de mi rutina, como si me dejara secuestrar, adrede, por el sueño y por ese par de individuos desaliñados que gritan, cobran y aceleran, presos de su propio camino.
Finalmente llegué a San Marcos, mi agencia de banco, el lugar donde sigo siendo feliz, aunque ya no tanto, pero al que religiosamente regalo horas y más horas de mi lánguida existencia. El día estaba frío, a pesar de estar comenzando el verano, el sol brilla por su ausencia. Los clientes acudieron sin demora, los papeles inundaron mi escritorio, las ordenes y los vistos iban tan rápido como el dinero en las manos de los cajeros, mientras que yo, abrumado, sin fuerzas, queriendo escapar, dejo que mis horas fluyan y la mañana se extinga.
A la salida, Soplin y yo escapamos completamente vencidos por el cansancio y por la monotonía. Fuimos a imprimir un libro de Blanchard, un economista norteamericano, para mi último examen de economía en la facultad de ingeniería. Caminamos por los bordes de la universidad San Marcos, por esas calles recién construidas. Conversamos de todo, con esa facilidad y espontaneidad que solo te puedes permitir con una amiga como Soplin. Entramos a una tienda y dejamos el libro. Una chica de estatura promedio, labios gruesos, mirada esquiva y cabellera sumamente larga (tan larga que no la quisiera tener cerca en épocas de calor) nos invitó a regresar en una hora para recoger el libro y las fotocopias.
-OK. Gracias – dije.
Salimos de las fotocopiadoras y decidimos ir rumbo a la casa de Soplin. El sol se había apoderado del cielo así como las gotas de sudor habían invadido mi cara. Las calles estaban desoladas, algunos coches zigzagueaban por aquellas pistas recién asfaltadas. Entramos a una bodega, pedimos un par de gaseosas para continuar nuestro camino. Todo parecía muy tranquilo, sosegado, como cualquier sábado.
Mientras cruzábamos la pista usada como desvío debido a las obras en la avenida Universitaria, a pocas cuadras de llegar a nuestro destino, distraídos, ensimismados en nuestra conversación, abrumados por el calor y por el cansancio, nos dimos cuenta, sin querer, que una sombra sospechosa y sorpresiva, a la cual no alcanzamos a percibir del todo, nos embosca por la espalda, con alevosía, con ventaja y premeditación, sin remordimiento y sin piedad, arranchándome el celular que colgaba, ostentoso y coqueto, de mi cintura.
-¿Qué te ha quitado? –grita Soplin, asustada.
Yo quedé impávido, arrobado, pensando que, una vez más, demuestro que soy muy lento y bobalicón para esta ciudad tan desenfrenada. No sabía qué hacer. Sólo atinaba a ver cómo mi celular se alejaba en las manos de aquel facineroso, de aquel ladronzuelo, que iba corriendo al lugar donde cambiaria mi celular por unos cuantos pesos o, lo que sería menos malo y más inteligente, por unos cuantos quetes.
-¡Corre! –vuelve a gritar Soplin.
Despertado por el grito de Soplin, recuerdo, que ese celular tiene un gran significado para mí. En primer lugar: es post pago, y si ese truhán se lleva mi celular, yo seguiré pagando como un idiota la línea que otro usará. En segundo lugar, pero no menos importante, es que ese adminículo guardaba un contenido sentimental muy grande, un recuerdo de Sofía, el gran amor de mi vida.
Sin encontrar otra reacción o por simple inercia (la de siempre hacer lo que Soplin dice) salgo eyectado, embalado, mismo campeón de atletismo, en busca de mi celular hurtado, pensando que no dejaré que otro use mi línea (la que sufro pagar cada fin de mes, porque no es poca cosa) y que me roben los recuerdos de Sofía.
Corrí como hace años no lo hacía. Boté mi mochila, tiré mi botella de gaseosa, enterré mis zapatos en el polvo, me desajusté la corbata y me desaliñé como cualquier orate, en cada tranco gigantesco que mis piernas delgadas y enclenques daban.
No lo voy a alcanzar, pensé.
El ladronzuelo me llevaba ventaja, la cual se iba acortando gracias a mis piernas de bailarina, delgadas y largas. La avenida nos quedó corta para tan trajinada carrera. Doblamos la esquina de la calle Orbegoso, en el Cercado de Lima, cruzamos parques, tiendas, quioscos, pisamos caca de perro (o de quién sabe qué) mientras a lo lejos escuchaba el grito de los vecinos que nos alentaban, al ladrón y a mi, pensando que estábamos en alguna competición benéfica o en alguna olimpiada escolar.
En medio de mi maratónica persecución, unos valerosos emisarios del bienestar urbano, unos ángeles de la paz, unos guardianes del bien y el orden me rescataron en sus bicicletas y me regalaron la captura de mi agresor. Uno de los serenos aguerridos se lanzó de su bicicleta y cayó, certero, sobre la espalda de aquel muchacho de mal vivir y el segundo efectivo lo sometió contra el suelo y gracias a ellos recuperé mi celular.
-Agárralo fuerte carajo –grito el primer sereno.
-¡Ayúdanos pues! –gritó el segundo mirándome.
Yo, asustado por las arremetidas del delincuente, lo cogí del brazo con todas las fuerzas que me quedaban.
-Ya pues jefe, perdón, tengo una hija que mantener –dijo el ladrón.
-Llama a la policía. Rápido carajo –gritó el primer sereno.
El segundo sereno sacó su radio y dio parte a la policía, mientras su compañero y yo éramos victimas de la fuerza descomunal de aquel malhechor. Parecíamos dos pedazos de tela colgados de sus brazos.
Luego de unos minutos, con una coordinación que no le reconocía a la policía, llegaron dos efectivos policiales y redujeron, ahora sí como se debe, al delincuente que pugnaba por zafarse en medio de suplicas y empujones.
-Ya, ya, sube mierda –dijo el policía.
Cuando el agresor estaba en el patrullero, me doy cuenta que Soplin estaba detrás mío, cargando todas las cosas que había dejado regadas en la pista.
-¿Estás bien? –preguntó Soplin.
-Si, ¿y tú?
-Yo sí. ¿Lo atraparon, te devolvió tu celular?
-Si, aquí lo tengo –dije.
-Señores tienen que acompañarnos –dijo uno de los policías.
-Sáquenle la mierda a ese huevón – gritó, indignada, Soplin.
Subimos al patrullero. Yo no tenia fuerzas para decir algo contra el malhechor. Aquel desafortunado hombre se deshacía en disculpas y Soplin lo callaba, sin remordimiento, pagándole el susto que nos propinó minutos antes.
Llegamos a la comisaría Palomino, entramos aturdidos por los gritos del muchacho, quien se llamaba Joan (bueno, así declaró en la ficha que le hicieron llenar) mientras Soplin llamaba a sus amigos para contarles lo que le había pasado y yo buscaba el teléfono de papá para que me diga qué hacer.
-Alo. Papá, estoy en la comisaría –dije.
-¿Qué has hecho? –pregunta mi padre, desconfiado.
Siempre mi padre piensa lo peor de mí, pienso.
El policía de turno me pide que narre los hechos, algo que me gusta hacer al detalle, misma historia literaria. Joan no paraba de pedirme disculpas y Soplin no dejaba de callarlo y recordarle lo mal que se había portado.
-Calla mierda, encima que nos haces trabajar, ¡te quejas! –grito, rudo, el policía.
Luego encontré a uno de los serenos que me ayudaron en la persecución. Le ofrecí una simbólica propina por darme esa ayuda tan valiosa. El otro sereno, me pidió que redacte una carta de felicitación y que la envíe a la municipalidad de Lima para su próxima condecoración. Yo acepte, gustoso.
-La vida no vale un celular –dijo el sereno-. La próxima vez no vaya detrás del choro.
La tarde fue larga. Esos trámites policiales duran mucho y ponen en una situación peligrosa a la victima. Me pidieron mis datos personales frente a mi agresor. Me abandonaron en un ambiente cerrado con Joan, y este aprovechó para conminarme a quitar la denuncia.
-A la pregunta, conteste: ¿se rectifica en su denuncia? –preguntó el efectivo.
-Ya pues jefe. Tengo una niña. ¡Sea conciente pues! –suplicó Joan.
-No. Mantengo mi denuncia –respondí, con el poco valor que me quedaba.
A los pocos minutos la familia de Joan se hizo presente en la comisaría. Una señora gorda de ojos claros y cabellos rizados me pedía un minuto para hablar conmigo. No me conmoví.
Soplin se encontró en la puerta de la comisaría con su amiga Lucia, una linda y dulce chica que trabaja en otra agencia de banco y que vivía en uno de esos condominios cerca de ahí.
A la salida de la comisaría fui a la casa de Lucia, para recoger a Soplin, y nos quedamos esperando que la familia de Joan me dejara huir del lugar sin miedo a represalias. Lucia nos tranquilizaba con su presencia.
A la media hora, salimos en busca de un taxi. Fuimos a recoger mi libro de Blanchard y después nos dirigimos a Plaza San Miguel, en nuestro afán de despistar al enemigo.
No sé si Joan merecía que lo disculpase. Tampoco sé si saldrá libre o si ya está libre. Solo sé que Soplin y yo ya no caminaremos más por esas calles soleadas del cercado de Lima, exhibiendo mi celular y conversando distraídamente. Solo sé que por unos minutos fui el hombre que jamás logro ser y que perseguí al desalmado que me quería robar mi línea de crédito y mis recuerdos de Sofía.
Una vez más Soplin me ayudó a sacar esa valentía que no solo se necesita en una agencia de banco, sino también, en las calles de esta ciudad.


El espectáculo de los bebes

Eva es mi jefa en la agencia donde trabajo y mi amiga, eso creo, fuera de ella. Llegó a trabajar conmigo hace un poco más de un año. Se enamoró de un chico algo huraño pero noble y, a los pocos meses, nos dio la feliz noticia de su embarazo.
Eva es muy inteligente y rápida en su labor diaria. Soluciona los problemas de la agencia con un criterio muy certero, el cual envidio, y tiene una facilidad para entablar amistad y confianza con los chicos y chicas que comprenden su trabajo.
Hay algunos días en los que me considero su amigo y otros días que no tanto. No soy tan hábil como ella y, seguro, eso la defrauda. No tengo su criterio certero y por eso su confianza va decreciendo de manera exponencial. No tengo su experiencia y tampoco su talento pero, sin embargo, me dio la oportunidad de trabajar a su lado.
El primer sábado del último mes del año, Eva, organizó la fiesta de bienvenida para su bebe. Invitó a toda la agencia, pero no todos pudieron ir, lo cual fue algo bueno, porque no había tantas sillas para todos.
Llegué a las ocho de la noche al departamento de Eva, en el tercer piso de un edificio recién construido en la avenida la marina en San Miguel. Me recibió Emmanuel, el novio de Eva, y me guió, muy cordial, por los pasillos de ese edificio nuevo y acogedor. Entré al departamento y encontré a Franco, el popular Pe, que estaba acompañado de su novia, Anie, linda y encantadora, con los que pasé un largo rato entretenido esperando a los demás invitados.
Al poco rato llegó Eva, que había salido a comprar algunos detalles para la fiesta. Estaba más linda que los días en la agencia. El embarazo les da a las mujeres un aire angelical, una sonrisa iluminada, una mirada tierna y feliz. Verla, me hace dudar de mi idea férrea de jamás ser padre, de nunca contemplar en ninguna mujer ese milagro de dar vida.
Muchas veces Eva nos sorprende con algún grito de dolor risueño cuando es asaltada por algún movimiento, involuntario y distraído, de aquel bebe que ella lleva en su vientre. Trata, sin obtener resultado alguno, de trasmitirnos esa sensación de felicidad al llevar en su vientre a un nuevo ser, minúsculo e indefenso, pero capaz de provocar los sentimientos más puros y espontáneos, esos que no son muy comunes en nuestra precaria condición humana. Me quedo perplejo, alunado, tratando de imaginar a Sofía esperando un hijo mío, inspirándome la ternura de darle todo mi amor, toda mi devoción en esa dulce espera, cumpliendo sus antojos, mimándola con esa barriga prominente (la misma que hoy luce Eva) y mirando a Sofía, llorando de dicha y agradecimiento, por ser tan generosa al darme la oportunidad de ser papá.
Existen tantas cosas detrás del milagro del alumbramiento. Es increíble que un acto tan manoseado, tan vilipendiado y ligero como el sexo sea capaz de darnos algo tan puro y tan mágico como la posibilidad de traer un bebe a este mundo. Jugamos, bromeamos y satirizamos el sexo, pero al final de todo, somos producto de eso.
Los invitados iban llegando uno a uno. Eva se alegraba con el cariño de cada persona que estaba presente. El bebe, al que responderá al nombre de André, seguramente también estaba sonriendo, si es que sabe hacerlo, al sentir a su mamá tan feliz.
Los animadores de la fiesta comenzaron su repertorio. Nos sacaban a bailar, a cantar, nos ponían en ridículo, todo con tal de robarle una risotada a la futura madre. Eva comía y reía, era feliz viendo como sus amigos se sometían a las pruebas más simplonas y divertidas que la imaginación afiebrada de ese dúo de la animación podía perpetrar contra nosotros.
Llegó el momento de los regalos. Eva y Emmanuel debían adivinar qué era lo que había en tantos paquetes envueltos.
-Aquí hay ropita –decía Emmanuel. Fue lo único que dijo en toda la noche.
Todos los regalos eran prendas diminutas, retazos de tela en forma de cuerpos pigmeos, liliputienses, que causaban los suspiros de todos los invitados. Es increíble que esos seres tan pequeños, con el tiempo, se conviertan en hombres y mujeres como nosotros. Son ángeles, dice mi mamá.
La noche pasó como un suspiro. El repertorio o las fuerzas de ese dúo de animación se esfumaron. Para terminar, esta pareja que nos había alegrado la noche se despidió muy cariñosamente, con besos y abrazos, y dejando en cada una de nuestras manos, una propaganda de su trabajo. Animación Sana Infantil, decía el panfleto. Mi amigo Samir me mira, travieso y cómplice, y dice:
-Tigre, para cuando quieras ser papá.
-Gracias. Pero todavía no –dije.
Todavía no, por lo menos hasta que Sofía vuelva conmigo, pensé.