miércoles, 30 de diciembre de 2009

El mar y yo

Alguna vez participé de un taller de teatro en la católica. Tenía veinte años, dos sicólogos en mi haber y tres profesiones inconclusas. Jamás pensé hacer teatro, siempre he sido tímido y cohibido. Todas las veces que he necesitado pararme frente a un escenario han sido boicoteadas por mi necesidad de mantenerme en el anonimato, en el silencio del montón, de donde seguramente nunca saldré.

En el taller de teatro que hice con Alejandra Guerra, una actriz no muy conocida pero indiscutiblemente buena, talentosa y divertida, conocí a cuatro chicos no menos talentosos, aficionados al teatro más que yo, asiduos concurrentes a las plazas y centros culturales donde exponen las últimas obras de ese arte tan fascinante como lo es el teatro.

René, un chico no muy alto, gracioso, de cabellos ondulados, publicista, de vestir desalineado, profesor de ingles; Sonia, una chica alta, sicóloga, tímida, de tez morena, linda y de bella sonrisa; Andrea, pequeña, de rasgos árabes, linda, gran actriz, una mujer pensante, muy inteligente; y, Verónica, la más linda de todas, una actriz por mayoría de votos, inteligente, bella, estudiaba lo mismo que yo, ingeniería, pero con mayor éxito.

Verónica me cautivó desde el primer día de clases en el taller de teatro. Tenía una sonrisa increíblemente mágica, capaz de borrar lágrimas o tristezas. Era delgada y de una cabellera larga como la inspiración que provocaban sus ojos. Le encantaba el teatro pero como un pasatiempo. Ella quería ser ingeniera, terminar su carrera y seguir estudiando en el extranjero. Le gustaba viajar, conocía casi todas las ciudades del país, sobretodo la selva donde vivían sus abuelos. Alguna vez viajó a Buenos Aires y se maravilló con el país de Cortazar y Borges. A su regreso me contó que caminando por las calles del centro de BA llegó a un mini mercado llamado Rodo. Se tomó unas cuantas fotos bajo el letrero de aquel lugar y se acordó de su amiguito de teatro que tanto la quiere.

Verónica tenía novio, un chico de la católica que no gusta mucho del teatro. A pesar de tener una novia tan linda como Verónica nunca aparecía en escena, no la iba a recoger a las clases, no la buscaba en las horas de clases en la universidad, dejaba que fuera con nosotros a cuanta obra presentaran en el centro cultural y él ni se aparecía. Por momentos pensaba que la relación entre Verónica y este chico pragmático iba camino al fracaso, pero me equivoqué, porque eran una pareja estable, constituida, casi el matrimonio perfecto. No había manera de que Verónica se fijara en mi, no había forma de cautivarla, de decirle cosas insinuantes porque existía el miedo de que me abofeteara y dejara de quererme.

Un día (como en los cuentos de hadas) este grupo de intrépidos muchachos decidimos salir de paseo a la playa. Yo me opuse desde el primer momento, porque odio la playa, la arena, el sol y tengo un respeto desmedido (colindante con el miedo) al mar, pero como era de esperarse, nadie tomó en cuenta mis alegatos y por mayoría de votos decidieron ir a las playas del sur. Sonia era la más entusiasta con la decisión de ir a la playa, porque desde niña iba al sur con su padre y reencontrarse con el mar la hacia ponerse más bella que nunca. Andrea no era muy entusiasta pero tampoco le molestaba la idea de ir al sur. René estaba feliz de salir con chicas tan lindas. Verónica estaba preocupada por lo que pensaríamos al verla en ropa de baño, porque sospechaba erróneamente que la íbamos a descalificar, cuando en realidad, fue todo lo contrario. René y yo no dejábamos de mirarla, no con lujuria sino con embelesamiento, con admiración, nos convertimos en fanáticos de su figura, en fetichistas que buscaban tomarse una foto a su lado para enmarcarla en el centro nuestra alcoba.

Yo con mi cuerpo decadente, solo me quedaba divertirme y comer mucho arroz con mariscos y cebiche. Nos tomamos muchas fotos. Las chicas morían por tocar el mar con sus cuerpos bellos y delicados. René y yo apostábamos por la broma, la chacota, los comentarios en doble sentido y por comer mientras ellas chapuceaban en el mar. Son pocas las veces que he ido a la playa y no me siento mal por eso, porque de niño mi padrino me obligó a meterme al mar, me levantó y me lanzó a los brazos de las olas y no pude nadar porque mi cuerpo estaba paralizado por el ruido de esa masa enorme de agua salada.

Esta vez seria diferente. Por amor a Verónica dejaré de comer mariscos y me lanzaré al mar y lucharé con él por una supervivencia y a la vez una cuenta pendiente desde cuando era niño. Abandoné a René y fui en busca de Verónica que estaba jugando con las olas. Fui decidido, con ánimos de ganar esta rivalidad entre el mar y yo. Me lancé sin miedos, sin recuerdos ingratos, me sumergí en las aguas saladas del pacífico y me sentí un pez, una ballena, todo un lobo marino esmirriado y famélico.

La aventura duró poco. Mi insolencia fue vapuleada por la grandeza del océano. Me revolcó, me humilló, me sometió a la vergüenza ante los ojos de Verónica que no hacia otra cosa que reírse de mí, de mi desgracia, de mi torpe manera de encarar el mar.

Esa tarde terminé con arena en todos los agujeros de mi cuerpo. Verónica me consolaba con su sonrisa amplia y perfecta. El sol iba cayendo y mi osada incursión al mar pasó a ser recordado con ternura y cariño por parte de mis amigos del teatro, pero sobretodo por Verónica, que no dejaba de acariciar mi cabellera cada vez que alguien se burlaba de mí durante el viaje de regreso a casa.

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