miércoles, 30 de diciembre de 2009

La Fe Cristiana en el Mundo Actual: El Amor y la Solidaridad

Desde niño me enseñaron que la fe cristiana es una necesidad del hombre y que tenerla apacigua el día a día en el mundo actual. Me enseñaron que en el mundo existía un ser supremo al que yo debía entregar toda mi confianza, mis creencias, mis plegarias, mis sueños y mi existencia, y a cambio, recibiría esa fuerza necesaria para vivir y ser un hombre bueno.

La definición de hombre bueno siempre fue una incógnita para mí. Mi padre no creía en este ser supremo y me preguntaba si a pesar de eso era un hombre bueno. Mi vecindario estaba plagado de señoras muy devotas del señor de los milagros y, sin embargo, no siempre me trataban con el mismo amor que profesaban a esa imagen de mármol a la que cargaban una vez al año.

Fui creciendo y la fe cristiana se convirtió en un conjunto de reglas (mejor dicho dogmas) irrefutables que mi rebelde corazón adolescente se empecinó en incumplir. Entendía cada vez menos por qué tener fe significa ir a misa todos los domingos, rezar, no tener sexo, no fumar, no beber alcohol, no bailar macarena y alejarme de todo lo que un hombre común pueda desear. Me deprimía mucho cuando escuchaba decir al sacerdote en la iglesia que como hijos de Dios debíamos buscar la santidad (Mateo 5:48), pero que nunca la íbamos a alcanzar porque el único santo era nuestro padre celestial. Yo no quería ser santo, no sabía y no sé lo que es eso, no tenía claro el camino de la santidad a pesar que todos me decían que ese camino estaba escrito en la Biblia, en la vida de Jesús, en los evangelios, salmos y proverbios.

Al fin y al cabo me decepcioné por completo de buscar ser alguien que hoy no existe y me preguntaba si era correcto seguir la forma de vida de un hombre que vivió hace dos mil años y al que no vi, al que jamás me presentaron, al que solo conozco por crónicas y libros que demandan una cosa esencial para ser leídos: fe.

Durante mi juventud me alejé del camino de la fe y busqué la razón, la ciencia. Buscaba hacerme un ingeniero potentado capaz de explicar todo con matemáticas y dejar de lado esa vida crédula que tantas dudas me había generado. Me peleé con Dios, me peleé con la iglesia, me peleé con todo el mundo y hasta conmigo mismo. En ese camino exacto de la razón, donde la verdad depende de un resultado, de un número, de una respuesta, nunca pude dejar de lado algo que camufladamente siempre había estado conmigo, una palabra difícil de precisar, cuatro letras pequeñas que derivan toda una investigación y un estudio exhaustivo de la razón y, porque no, de la fe. Porque fueron en mis primero años en la fe en los que descubrí el amor: el amor por mis padres, por mi familia, por mis amigos. Esa incapacidad de hacer daño a alguien, ese sufrimiento por el dolor ajeno, ese compromiso con mi vecino que seguro mi madre me inculcó. Me pude alejar de todo el mundo cristiano pero jamás del amor. A pesar de mi existencia bohemia, de mis egoísmos, de mis pecados capitales, nunca pude dejar de sentir amor por la persona de al lado.

La pregunta necesaria es: ¿Qué es el amor? No lo sé. Es en estos momentos que necesito un poco de fe y razón. El amor en mi día a día tiene que ver con el prójimo, con las personas que me rodean, con ese niño al que me cruzo en la calle, el que me vende caramelos, el que hace piruetas en los semáforos. El amor tiene que tener un receptor, aunque seas tú mismo, amor propio, autoestima, pero ese es un tema al que abordaremos en otra ocasión, ahora me importa el amor que construye una sociedad como la que Jesús nos enseñó en su estancia en la tierra: ama a tu prójimo como a ti mismo.

La enseñanza del amor va un poco más allá: ama a tus enemigos (Mateo 5:44). Es aquí donde hacemos una diferencia: amar al prójimo, al necesitado, al menos afortunado es una cuestión de solidaridad; amar a mis enemigos es una cosa heroica, santa.

‘La solidaridad y el amor al prójimo se asemejan en que en ambos apuesta uno por el otro. De ahí que el mandamiento del amor al prójimo encuentre en la solidaridad un terreno abonado. No obstante, la solidaridad y el amor al prójimo se diferencian en que, en la solidaridad, la apuesta por el otro está motivada por un presupuesto común. En el amor al prójimo no se da ese marco restrictivo. El prójimo es una persona cualquiera, incluidos los extraños y hasta los enemigos…[1]’

Al necesitado, al menos afortunado… encontramos aquí un presupuesto común. En el amor no hacemos un proceso de clasificación. Por qué hacemos esta diferenciación, porque el tener un presupuesto común es lo que el mundo actual entiende, ayudar a los niños del sur de nuestro país victimas del frío y las heladas, hacer algo por los ancianos en las casas de reposo, alegrar la vida de los enfermos con cáncer, recoger a los niños que duermen en la calle. Todo esto es llamado solidaridad, porque no lo hacemos creyendo en el mandamiento de alguien supremo, lo hacemos si estamos motivados o si nos sentimos llamados a cumplir con la vida y retribuir un poco de las comodidades que disfrutamos. En el amor existe un punto importante, la fe: ‘entendemos por tal la aceptación del testimonio de un hombre sobre una noticia, promesa o acontecimiento cualquiera, fiados en el conocimiento y veracidad del que lo da…[2]’

Es la necesidad de creer ciegamente (tener fe) en el testimonio del hombre que nos enseñó qué es el amor: Jesús. Por esa razón, en el mundo cristiano no nos alcanza con la solidaridad, tenemos que llegar al amor porque va más allá de una obligación.

Amar a tus enemigos es la siguiente prueba. Si a veces es complicado amar a las personas que tienes que amar (sea familia, por ejemplo) ahora resulta que debemos amar también a nuestros enemigos, a los que nos han hecho daño, poner la otra mejilla, rezar por mi secuestrador, perdonar a mi violador, eliminar todo sentimiento de repudio contra mi antagonista. Cabe resaltar que para el cristianismo los derechos del hombre pasan por su existencia pero no por su valor o aporte a la humanidad. Bajo esa premisa, podemos decir que el amor al prójimo se sostiene de esa base para demostrar que la persona del frente no es mi enemigo sino un hombre al que debo amar por la única razón de que existe.

Cualquiera diría que solidarizarse o amar a una persona es éticamente correcto. Los cristianos hacen una diferenciación clara al respecto. Si amas a una persona nunca hay pierde, siempre construyes en ella algo mejor, trasciendes, lo elevas de nivel. Si te solidarizas entras a una ambivalencia ética, porque pasas por alto el hecho de que hacer cosas buenas por alguien no significa cambiarle la vida, no necesariamente. Darle una moneda a un mendigo no lo aleja de la pobreza en la que vive, por el contrario, lo condena a esa vida inhumana de extender la mano para vivir. Por lo tanto, no toda acción ‘buena’ construye existencialmente, en muchos casos, destruye.

Volviendo al amor al prójimo, está compuesto por tres manifestaciones existenciales: la confianza, la esperanza y la misericordia. Esta última es la más importante, porque radica en una actitud espontánea y un resultado positivo. Estas dos partes de la misericordia son inseparables, no hay actitud espontánea sin resultado positivo y viceversa. Entendemos por actitud espontánea a la acción producto de un impulso en completa armonía con todo lo que nos rodea. No hay premeditación, no existen intereses personales. La actitud espontánea es generada sólo por el prójimo y busca un resultado positivo en su existencia. La madre Teresa de Calcuta es un ejemplo claro de ello. Dedicó su vida a cuidar enfermos y, gracias a ella, esas personas condenadas a muerte tenían mejores condiciones de vida, sin que la madre consiguiera a cambio algún beneficio. Aquí observamos acción espontánea: un día decidir dedicar su vida a cuidar enfermos en todo el mundo; y resultado positivo: estas personas enfermas pasaron sus últimos días de agonía en los brazos de una madre incondicional.

En conclusión podemos decir que es más fácil solidarizarse por el prójimo y aliviarnos el sentimiento de culpa al ver a otro ser humano en desgracia. Porque es contradictorio pensar que el amor es un mandamiento cuando hablamos de actitudes espontáneas y demás. Es tal vez por esa razón que me alejé del mundo cristiano, porque profesan algo que es difícil de alcanzar y que la mayoría de sus feligreses no cumplen. Sin embargo, saludo esa disposición por buscar lo ideal, lo inalcanzable, porque es merito de la ciencia pretender cosas impensables y quizás esa es la semejanza más autentica entre la religión y la ciencia.

‘Sed, pues, vosotros perfectos, como vuestro Padre que está en los cielos es perfecto…’ (Mateo 5:48) y yo agregaría: ‘…busca la perfección por medio del amor y suma a la humanidad, convirtiéndote en un verdadero hijo de Dios…’







[1] Knud E. Logstrup (1982) Fe Cristiana y Sociedad Moderna – Solidaridad y Amor. Código ISBN de la Obra completa 84-348-1513-3. Ediciones S.M. 1987 Joaquín Turina, 39 – 28044 Madrid. Pág. 130

[2] Antonio Royo Marín (1973) La fe de la Iglesia – Lo que ha de creer el cristiano de hoy. Código ISBN 84-220-0648-0. Segunda Edición. Impreso en España. Pág. 17.

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