miércoles, 30 de diciembre de 2009

La niña de los ojos lindos

Había una vez un lugar muy lejos del centro llamado Banrural, algo parecido a una pecera gigante donde vivían seres vestidos de azul en unas cajitas de atención al público. Era el lugar perfecto para pasar la tarde entera y parte de la noche, encerrados, mirándose unos a otros, sobretodo, para el más romántico de la pecera, Ricardito, que no dejaba de mirar a la niña nueva de ojos miel, verdes, azules o los tres al mismo tiempo, surtidos en una combinación maravillosa y única.
Ricardito, que nunca se había atrevido a llamar a ninguna niña porque es tímido, una tarde perdió el miedo y se armó de valor, cogió una silla y le pidió a la niña de los ojos lindos que se sentara a su lado. Para qué, preguntó la niña; para conversar, respondió Ricardito.
El sentido del humor de Ricardito hacia reír a la niña de los ojos lindos, cuya sonrisa era la de un ángel, con unos labios rosa delineados y unos mármoles blancos perfectos, que juntos dibujaban la obra de arte más impecable y perfecta que ningún pintor surrealista ha podido crear hasta ahora. Su sonrisa era fantástica, surreal, pensaba Ricardito.

No pasó mucho tiempo para que se hicieran amigos. No pasó mucho tiempo para que Ricardito se enamorara de ella. Fiel a su estilo, romántico y bobo, el niño enamorado le dejaba mensajes sublimes escondidos por cada rincón de la pecera. Cuando la niña de los ojos lindos merodeaba el lugar y encontraba los mensajes, Ricardito, escondido, observaba la reacción de su amada y celebraba cada sonrisa que ella daba. Ricardito sentía que la hacía feliz y por eso minó toda la pecera de cristal con papelitos blancos que decían: te quiero ojos lindos.

Pasaron los días y Ricardito se las ingenió para conocer la casa de su amada. Le pidió que ella lo acompañe a hacer unos trámites al centro de la ciudad, y ella, encantada, le dijo que la fuera a recoger a su casa. Reto cumplido para Ricardito, porque no solo encontró la dirección de su doncella sino que pasó la mañana más linda después de mucho tiempo. Su bella dama vestía el mismo horripilante atuendo azul que todos los dueños de Banrural, pero que ceñido a su cuerpo parecía un vestido de gala. A mi niña todo le queda bien, pensó Ricardito. Conversando, se dio cuenta que la niña de los ojos lindos tenía una manerita de hablar muy particular, tenía un timbre de voz perfecto, de niña traviesa y frágil, dulce y apasionada, tenía la voz de una mujer, solo eso.

Ricardito pensó que no debió invitarla a salir esa mañana, porque se vio en problemas, se vio enamorado, más. Para remediarlo no tuvo mejor idea que regalarle flores, unas que se compran con una tarjeta de plástico pero que se entregan no con las manos, sino con el corazón. Cuando su doncella las recibió, iluminó con ráfagas de felicidad toda la pecera de cristal y no hubo día más feliz nunca jamás. Pasaron los días, porque es lo único que saben hacer, pasar, y Ricardito se propuso robarle un beso a la niña de los ojos lindos, un beso romántico, con una canción de Alejandro Sanz de fondo, con unas velitas en el centro de una mesa llena de deseos por cumplir que solo ella podía hacer realidad. Ricardito destapó el mejor vino y la mejor colonia de su armario, todo con tal de conquistar a la niña de los ojos lindos. Preparó la música de Boccelli y los gemidos de Sanz para darle el toque perfecto a la noche de su vida. Se sentó en el sillón de cuero negro donde siempre descansa viendo los mensajes de su doncella. No hizo nada más que esperar, se quedó dormido, pasaron las horas y la niña de los ojos lindos no llegaba, no habían mensajes que leer, uno a uno se fueron muriendo las velas de la mesita llena de deseos por cumplir y así la mañana acabó con la noche y con el corazón de Ricardito.

Valiente, porque Ricardito tiene un corazón preparado para la batalla, fue en busca de la niña de los ojos lindos. No la encontró. No está en la pecera de cristal. Su caja está vacía, no ha dicho a dónde va, solo se fue. Desconsolado y con una pequeña lágrima en el ojo izquierdo, el ojo que está más cerca de esa máquina boba que palpita sin parar, como el recuerdo de su niña de los ojos lindos, a la que espera cada noche, sentado en el mismo sillón de cuero negro, leyendo sus mensajes antiguos y cambiando las velitas, cada vez que llega la mañana.

La niña:

Ricardito. No pude llegar a tu encuentro.

Ricardito:

No te preocupes, yo te espero.

La niña:

Lo siento, creo que nunca llegaré.

Ricardito:

¿Por qué? La cena está lista.

La niña:

Lo sé, pero estoy muy lejos. En un lugar donde no puedes llegar.

Ricardito:

Pero yo voy a donde tú me pidas ojos lindos.

La niña:

Aquí no puedes venir, porque es peligroso.

Ricardito:

¿Dónde estás?

La niña:

No sé, es un lugar nebuloso donde cartitas en forma de avioncitos de papel revolotean encima de mi cabeza. Estoy encerrada en medio de relojes viejos, un mar a lo lejos, unas montañas pequeñas incendiadas por el sol y en el piso una manta rosa que lleva otro reloj puesto.

Ricardito:

¿Qué lugar es ese? Parece un invento tuyo, algo que solo está en tu mente. ¡Despierta niña!

La niña:

No puedo Ricardito. Ojalá te hubiera conocido antes, me caes bien.

Ricardito:

¿Por qué te despides?

La niña:

Porque es mejor así, prefiero estar aquí, en este mundo misterioso. Quizá encuentre a alguien con quien conversar, algún chico lindo como tú.

Ricardito:

¿Regresarás?

La niña:

Tal vez mi niño, porque nadie ha logrado llamar a los sueños, ahí está el encanto, ellos vienen solos.

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