viernes, 6 de junio de 2008

Mis amigos inseparables

Todo empezó una mañana como cualquiera, de verano. Mis amigos y yo tomamos el bus rumbo a Conchan, para el examen de manejo. José y Antonio son mis amigos desde la época de colegio, hace ya cinco años, y ahora vamos rumbo a sacar nuestra licencia de conducir. José es muy divertido, gracioso y siempre tiene una anécdota que contar. Antonio es más loco, desenfrenado, bohemio, pero muy estudioso y destacado en lo que hace.
Vamos en el bus mirando el pobre paisaje del sur de Lima y pensando cómo será el examen de manejo. Yo, particularmente, no me he preparado a consciencia y tengo miedo del examen escrito. José y Antonio se burlan de mi, porque ellos si son más precavidos y estudiaron mucho. Sin embargo, en los tres existía la duda y el miedo por el examen práctico.
El sol era insoportable. Marzo es el peor mes del año porque es el mes con más calor. Para la gente que gusta de los días de playa, cae muy bien un día como este, pero para mi es inhumano. José lleva puestos los lentes ahumados que le regalé en su cumpleaños y Antonio viste una camisa hawaiana, muy colorida y precisa para la ocasión. Yo, poco inteligente y desprovisto de todo concepto de comodidad, luzco un jeans negro y una camisa, que a pesar de ser manga corta, es pegajosa y sintética. Me odio por venir así, pero era demasiado tarde, estábamos en camino a la gloria, rumbo a conseguir lo que todo hombre aspira, el brevete, el permiso de conducir, la licencia de manejo, el carné que te dice que eres un chofer con todas las de la ley y tienes la oportunidad de movilizarte en coche y, mejor aún, si es acompañado de alguna chica linda, en fin, no hay nada que un hombre con brevete no pueda hacer.
Presentía que en el bus encontraría a muchos jóvenes como nosotros que van en busca de ese sueño, el brevete. Miraba a todos lados y veía cómo los chicos mirábamos pasmados al conductor, tratando de captar las maniobras básicas del arte de conducir. Ese personaje grasoso, desaseado, de uñas largas y negras, de peinado tieso, como si toneladas de laca hubieran caído sobre esa cabeza cubierta de algo más que sólo cabello. Ese personaje se había convertido en nuestro ídolo, en nuestro mentor y guía. Todos nos veíamos manejando cualquier vehículo a las velocidades que este conductor nos hacia sentir en cada cambio, en cada giro de timón, en cada freno, en cada grito que lanzaba a sus colegas. El manejar un coche te envalentona, te hace sentir más hombre y más ganador. Eso buscábamos mis amigos y yo, sentirnos hombres ganadores.
Llegamos al centro de exámenes de manejo y el bus prácticamente se quedó vacío. Una caravana de hombres sobreexcitados nos acorralaron con el afán de convertirse en nuestros guías para esta hazaña. Nosotros, muy seguros de nuestras capacidades, rechazamos cualquier tipo de ayuda.
Caminamos hacia la puerta de entrada, con nuestros papeles en cada mano. Un hombre hostil nos dio la bienvenida y nos permitió entrar a punta de gritos. No nos amilanamos y seguimos con la frente en alto en busca del siguiente paso. Hicimos una larga cola para sacar una fotocopia de nuestro documento de identidad y nuestro examen médico. La copia estaba treinta centavos, un robo. Corrimos a la ventanilla donde nos darían un formulario que tenía que ser llenado con letra imprenta. Con el único lapicero que teníamos en nuestro poder, apoyados de la pared, llenamos con mucho cuidado cada dato que nos solicitaba el formulario. Hicimos, nuevamente, una larga cola para entregar el formulario completamente lleno y sin enmendaduras, a la señorita de uniforme que tampoco era muy amable que digamos. La cola estaba llena de hombres de todas las edades, de todas las clases sociales y de todos los distritos de la gran Lima. No había mujeres. Algunos, por nuestra desaliñada apariencia, dábamos al ambiente un aire a reclusorio, a penal de alta seguridad, donde se puede encontrar a los criminales más avezados. El sudor mezclado con el polvo del lugar hacía de nuestros rostros una especie de vasija de barro. Odio el calor, odio el verano.
Entramos juntos al examen escrito. José y Antonio salieron a los diez minutos de comenzada la prueba. Aprobaron. Yo, como era de esperarse, me demoré todo el tiempo permitido. También aprobé. Caminamos rumbo al salón donde nos inscribirían para el examen práctico, la parte más difícil del examen. Estábamos nerviosos, aunque ellos no dejaban de burlarse de mí, por haberme demorado tanto en el examen escrito. Me gusta la manera como estos momentos me hacen recodar la época de colegio, cuando salíamos de los exámenes bimestrales y, parados en medio del patio, esperábamos a los más lentos en el examen de matemáticas, mi materia favorita. Era divertida la competencia sana que se proponía en el salón de clases. Era divertida la manera cómo peleábamos por un punto más en el examen, por el halago del profesor de turno, por el reconocimiento público, por la mejor nota o el mejor cuaderno. De esa burla sana era victima nuevamente, ahora en el examen de manejo.
Por casualidades del destino entramos los tres a dar nuestro examen práctico de manejo. Estábamos nerviosos, pero teníamos que saber manejarlo. A José le dieron un coche rojo, a Antonio uno azul y a mi uno blanco. Yo entré primero al circuito, como guía. Intenté ir despacio para que el jurado no piense que soy un conductor temerario que se cree dueño de las pistas. La primera parte del circuito era una trocha. Fui lo más lento que pude, aunque eso provocó que mis demás compañeros se amontonaran en la entrada del camino. Sentía las ‘puteadas’ de todos ellos, porque gracias a mi lentitud, comenzaban mal el examen. Traté de serenarme, de no ponerme nervioso. Entre al camino llano, intenté aumentar la velocidad pero no quería desesperarme. Miré al frente y encontré el primer semáforo en rojo. Paré. Algo en el asiento me incomodaba, entonces, aprovechando el semáforo en rojo comencé a mover el asiento para colocar mejor mis piernas. No me di cuenta, hasta que el instructor grito el color de mi coche y me exigió que siga la marcha, pues el semáforo ya había cambiado a verde hace un buen rato. Me quería morir. Señores, el semáforo en verde es para avanzar, dijo el juez con una voz alterada. No puedo cometer ningún error más, pensé. El siguiente obstáculo era el ovalo. Bajé la velocidad y traté de no pegarme mucho a los bordes para evitar pisar la línea amarilla. Todo un pelotón enfurecido me seguían los pasos. Mi primer pare, una señal importante pero muy olvidada por los conductores de hoy en día. Me demoré los ocho segundos que alguna vez un instructor de manejo me aconsejó, pero creo que fueron demasiado. El juez me volvió a llamar la atención con un grito. Completamente desmoralizado, entré a la prueba de estacionamiento en diagonal. La prueba de fuego era colocar el coche a casi cuarenta y cinco grados sin pisar los botones que estaban pegados en la pista. Como era de esperarse, con toda la presión sobre mi, volví a cometer una falta, al pisar los botones amarillos antes de entrar al carril que me correspondía. Me odié a mi mismo. Puse retroceso y di marcha sobre mis pasos fallidos y volví a pisar el bendito botón. Continué la marcha, sin más fuerzas que las del mismo coche que prácticamente se manejaba solo. Ahora tocaba lo más complicado, el estacionamiento en paralelo. Traté de concentrarme y relajarme un poco, después de las bestialidades que había cometido. No lo logré, pero a pesar de eso, esto fue lo único que hice bien en mi examen.
Salimos del circuito y todos me querían matar. Les había malogrado el examen. Los instructores habían puesto de guía al más incapaz del pelotón. Me sentí mal, frustrado y decepcionado. Quería desaparecer del lugar y no sentir las miradas lacerantes de todos los postulantes, sobre todo, las de mis dos queridos amigos.
Ese día como era lógico a ninguno de los tres nos dieron el brevete, pero ni José ni Antonio me reprocharon la manera tan tonta en la que afronté el examen. Me mostraron su apoyo, tan solo con su silencio, tan solo con el simple hecho de dejar las cosas tal y como estaban. Ese día fueron pocos los postulantes que salieron con el brevete en sus manos, pero fueron muchos los que aprendieron que no hay primera sin segunda. Mis amigos y yo regresamos por el mismo camino que nos había traído hasta aquí. Esperamos el mismo bus y nos fuimos con las mismas ilusiones de algún día portar un brevete. Esa mañana no me fui con una licencia de conducir, pero si me fui con dos amigos que una vez más marcaron en mi corazón una muestra de amor, entrega y compañerismo. Son momentos como éste los que forjan a los verdaderos amigos, a los que siempre están ahí, por cualquier motivo, por cualquier razón, con la única recompensa de seguir creciendo juntos y seguir viviendo momentos como los de aquella mañana de verano insufrible, pero feliz.
Para mis verdaderos amigos, los quiero mucho.

1 comentario:

  1. Genial! Si sigues hablando de personas tan geniales y bien humoradas llegaras lejos jejeje.Va mejorando tu cadencia en la dicción,chevere sigue muchacho que estare supervisando.

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