viernes, 23 de mayo de 2008

Un Último Viaje

Mi nombre es Sergio Morelli, tengo 21 años de edad y creo en Dios. Mi padre es Arturo Morelli, tiene 52 años y sospecho que también cree en Dios. Mi madre, Soledad Echevarria, tiene 50 años y toda una vida acompañada de Dios.
Mi padre, mi madre y yo, vivimos juntos desde hace 21 años, los años que tengo yo. Ellos se conocen un par de años más y se enamoraron de la manera más romántica y digna de cualquier historia de telenovela. Hoy en día, después de varios años de estar viviendo juntos, nos sentamos a la mesa redonda del comedor central de nuestra casa, con la motivación de terminar con todo lo que estamos viviendo hasta ahora, con las ganas de mandar todo a la mierda porque no nos entendemos y creemos que muerto el problema, adiós a la tristeza. Mi hermana menor, Sara Morelli, a sus 19 años, se fue de casa con un muchacho que, según mi madre, tiene buenos sentimientos, pero que, lamentablemente, no es un buen prospecto.
Mi madre se soba los ojos como evitando llorar, mi padre en silencio me mira y quiere sonreír. Yo, incrédulo, porque por primera vez en mi vida no sé que decir ni como actuar. Todos sentados a la mesa, unos llorando, otros riendo, yo pensando. Nuestra casa es pequeña pero linda. Nos hemos mudado recién, hace un par de meses. Tenemos muebles, piso, lámparas, puertas y ventanas nuevas, pero sólo una lúgubre lámpara ilumina este momento. Nos cayó la noche. Mi madre se puso en pie y caminó rumbo a su dormitorio. Mi padre, de igual manera, cogió su libro favorito del estante de caoba y se sentó a leer sobre el mueble nuevo de la sala. Yo, sentado, jugaba con una cuchara pequeña puesta sobre la mesa. Se escuchan los sollozos de mi madre encerrada en su dormitorio. Se siente la indiferencia de mi padre leyendo un libro que nunca leeré. La noche esta sobre nosotros y con ella toda su penumbra. La lúgubre lámpara ya no nos puede iluminar más, estamos perdidos en el dolor y en la incertidumbre de un mañana desolador. No puedo ir al dormitorio a consolar a mi madre. No puedo quitarle el libro de las manos a mi padre y pedirle que no sea indiferente, que mire a su alrededor y que haga algo. Me levanto de la mesa. Tengo unos jeans, una camisa amarilla, la única que me gusta de las camisas que poseo en mi armario, unos zapatos negros sin lustrar, mis lentes de marco grueso y mi peinado chúcaro. Camino por toda la casa, miro a mi padre que no se inmuta. Sigo mi trayecto y paso por la puerta de mi madre que sigue llorando. Entro a mi dormitorio, comienzo a escribir porque es lo único que me hace feliz. No hay futuro, pienso. Es mejor terminar con todo esto, sigo escribiendo. Mi letra es horrenda y grande. No cae ninguna lágrima mientras escribo estas líneas, no puedo llorar. Saco mi cabeza por la ventana de mi cuarto, miro el coche de papá y se me ocurre una idea para terminar con todo esto. Sigo escribiendo y sin llorar. Maquino en mi mente lo siniestro que puede ser mi final, mi salida de este mundo al cual jamás pedí entrar. Me perdí en mis temores, en mis miedos y complejos. Pensé en mis fracasos, en mis caídas, en mis errores, en el dolor que le causé a tanta gente a la cual nunca pedí perdón. Falta poco para terminar de escribir y se va aclarando la oportunidad de acabar con todo este sistema de cosas insufribles. Miro la noche por mi ventana, escucho los coches de gente feliz que pasea por las calles de San Borja. Recuerdo cuando era niño y también era feliz. La nostalgia se apodera de mi pero aun no puedo llorar. Recuerdo, cuando de niño, mi padre me sacaba a montar bicicleta, a jugar pelota o a pasear en el Nissan Sunny marrón que teníamos en ese tiempo. Fueron pocos momentos entre papá y yo pero los recuerdo con cariño. Lástima que jamás seré padre y no podré darle esos recuerdos a ningún ser humano. Termino de escribir. Salgo de mi habitación y busco las llaves del Kia guinda. Salgo de la casa con las llaves y el dolor de mi partida entre las manos. Siento el sollozo de mi madre y la indiferencia de mi padre por última vez. Miro mi casa, pequeña pero linda. Miro la fotografía de la familia feliz que alguna vez fuimos. Miro la noche y su tristeza. Cierro la puerta y a nadie le importó mi fuga. Bajo por el ascensor. Camino sin saludar al portero que siempre me anima con una sonrisa. Entro al coche guinda y nada me persuade de renunciar a mi partida. Pienso que nadie sospecha a donde voy, que nadie se imagina en donde terminará mi viaje. Enciendo el motor, piso embriague y hago los cambios para sacar el coche lo más sigilosamente posible. El portero me observa salir sin su sonrisa acostumbrada, por el contrario, su rostro expresa una tristeza que presagia, de alguna manera, el mundo que veré a partir de ahora. Giro mi mirada hacia el portero y le hago un ademán de adiós. Raudo, escapo al mundo del cual jamás volveré y una avalancha de recuerdos me enciman como ráfagas de escenas vividas, de sueños inalcanzados, de alegrías efímeras y tristezas eternas. Dios, nunca fui feliz aquí y ahora me voy contigo, pienso. Acelero con más furia, sabiendo que no hay marcha atrás. Corro y recuerdo los consejos de mi padre cuando me enseñó a conducir, hace ya varios años atrás. No importa, pienso. Quiero morir y acabar con esto, quiero terminar mi existencia y ver que me depara el más allá, sino me gusta, puedo volver a escapar. Haré uso de la libertad que Dios me dio, la misma que me da esa luz verde del semáforo para seguir con mi carrera imparable hacia la muerte, un mundo mejor que éste. Gracias por estos 21 años de momentos felices y más infelices, adiós a todas las personas que me amaron y que por mi culpa me terminaron odiando, adiós a mis padres que deben seguir como los dejé, como siempre. Ahora una luz roja me impide el paso, pero esta vez nada me puede parar, ni Dios. Un coche me enviste, más dolor, pero ahora físico. Escucho un ruido estruendoso y la noche se hizo eterna. Adiós.

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