viernes, 23 de mayo de 2008

Amor Incondicional

Luego de una noche sin dormir. Donde los pensamientos se apoderaron de mi mente y mis ojos divagaban mirando el techo. Desperté muy temprano en la mañana sin poder levantarme de la cama. La bulla de mis padres y hermanas corría por toda la casa. Como la mayor parte del tiempo, Soledad Echevarria, mi madre, está en la cocina preparando el almuerzo. Ella es una mujer entregada al hogar, sin que eso signifique que lo disfrute. Siempre con su carácter duro, radical y huelguista, pero sin la chispa revolucionaria para cambiar las cosas. Nos ama con todas sus fuerzas, es lo que siempre dice. Amanece, anochece y vuelve otra vez. En las mañanas, sola, pasa las horas echada sobre la cama viendo televisión y pensando en sus días en este mundo, lejos de la familia que la vio nacer y crecer, lejos de la cuidad donde paso su niñez y donde seguramente fue feliz. Preocupada por el dolor ajeno, pero ajena a su propio dolor. Fría, considerada, gruñona, bondadosa, justa y a la vez agradecida, ella es mi madre, te amo mamá.
En la sala se encuentra Arturo Morelli, mi padre, indiferente como siempre lee su periódico junto a una maquinita (una grabadora, esas de última generación) donde graba lo que su memoria ya no puede recordar. Lejos de nosotros, a miles de kilómetros, en un mundo donde sólo él habita y entiende, ahí vive mi padre estudiando, leyendo, apostando a la vida siempre, aprovechando oportunidades, emprendedor, ganador, todo un luchador. Gracias a él yo puedo estudiar en la mejor universidad del país. Incondicional para las metas académicas, los diplomas y las medallas. Parco, despistado y poco considerado, es el calificativo que mi madre le da al final de cada día.
El día esta frío y triste. El sol no se atreve a salir desde hace ya varios días. En la calle se escucha el ladrido de los perros y la campañilla del pepenador que realiza su ronda matutina. Ensimismado en el silencio de mi alma y de mi habitación. Fuera de toda perturbación y sumergido en la más profunda concentración, soy ajeno a lo que pasa a mi alrededor. No me importa nada. Hay una pesadez en mi cuello que me desanima a levantarme de la cama. Ojala fuera de noche, pienso. Abro mis ojos, los vuelvo a cerrar. Volteo mi cuerpo boca abajo. Siento mi respiración sobre la almohada. De repente, el sonido de los maderos de mi vieja cama me liberan del sueño. Ya son casi las diez de la mañana. ¡¡¡Dios!!! Hoy no quiero levantarme.
Rosario Morelli, mi hermana de apenas once años, sigue con los gritos y alaridos. De un momento a otro comienza a decir mi nombre:
-¡¡¡Despierten a Rodrigo!!! Papá dile a tu hijo que se levante –dice Rosario, con autoridad y algo enojada.
No estoy completamente dormido y escucho, sin hacer el mínimo ruido, todo lo que se dice fuera de mi habitación. Al poco rato Soledad, mi madre, necesita algunos ingredientes para el platillo que estaba preparando con cierto entusiasmo. No dudó en salir de la cocina y decir:
-Arturo vamos al mercado para hacer unas compras para terminar con el almuerzo. Será algo rápido, no tengo tiempo que perder –dijo mi madre, seria, sin dudar.
Mi padre, con cierto desgano, dejó su periódico junto a la mesita de lámpara y restregándose los ojos soltó un contundente -ya voy –con un rostro cansado y aburrido.
Papá se dirigió a su recamara para guardar su grabadora de mano. Él es una persona muy cuidadosa, y no permite que nosotros encontremos sus cosas abandonadas en cualquier lugar. Entre gruñidos y respiros agitados, abre la puerta de mi habitación y con voz fuerte y tensa dice:
–Levántate ¡ya! Para que limpies el patio trasero y ayudes a tu hermana con sus tareas –dice mi padre, como hablándole a un soldado.
El mensaje fue directo y conciso. Sentí la orden en medio de mi frente, como estaca clavada en el centro de mi rebeldía. Me pareció impositivo, tan castrense que me sentí, de momento a otro, con una cólera que no me dejaba pensar con naturalidad.
Me saqué las sábanas de encima. Fastidiado, me moví sobre la cama de un lado a otro pensando que hacer, que decir, contra quien arremeter. Llamé de un solo grito a mi hermana. Rosario, que aún seguía indecisa entre hacer sus tareas o seguir jugando y causando alboroto, se acercó con su rostro angelical y travieso, el cual aún recuerdo con cariño y nostalgia. La dulzura de su mirada y el entusiasmo de sus pasos, saltando de un lado a otro, cargaban entre sus manos un cuaderno celeste y una pregunta entre líneas. Con voz baja, casi con un susurro, para evitar que alguien me escuche, le dije:
–Yo no soy tu profesor particular, así que a mí me pides bonito las cosas –ladré, furioso y con ira.
Rosario, enterró su carita por debajo de su mirada, de sus lindos ojos marrones cayeron algunas lágrimas, la sonrisa que siempre la acompañaba ya no estaba. Una niña de once años victima de mi locura, de una rabieta sin sentido. Se asustó, y para cuando me di cuenta ya no estaba. Salió corriendo con pasos acelerados de mi habitación rumbo al comedor donde seguramente le aguardaban más dudas e inquietudes sobre sus cursos. Yo me levanté de la cama y fui tras ella. Salí de mi habitación un poco aturdido por el bochorno del que recién se levanta. Me senté a su lado en una silla pequeña para tener a Rosario más cerca. Empecé a mirar a todos lados. Sentía como la ira aún estaba en mi corazón, queriendo salir y destruir lo que estuviera a su paso, es realmente increíble como las palabras de mi padre habían aturdido tanto mi mente. Ellos se habían ido al mercado. Yo estaba solo con Rosario, sentados en el comedor con los cuadernos primariosos dispersos por toda la mesa. Mi hermana era la victima. Empecé a gritarle y a ponerla nerviosa. Le preguntaba rápidamente y sin tiempo para que piense los teoremas matemáticos que exponían en sus libros. Mis palabras fueron ofensivas y dañaban su autoestima. En el fondo sabía que lo que estaba haciendo no era correcto, pero no me detuve. Nada me importaba, sólo deseaba desatar mi cólera. De un momento a otro, entre tantas palabras lacerantes que le dije, Rosario, se puso a llorar.
Sentí que debía calmarla. Lo intenté, pero de pronto, dos pensamientos abordaron mi mente, primero, que mis padres estaban a punto de llegar en cualquier momento, y, al ver llorar a mi hermana, buscarían en mi al único culpable, en segundo lugar, pensé, que la personita que tenía frente a mí, era mi hermanita, la cual adoraba y era la razón de vivir. Sin embargo, esa mañana sombría, Rosario estaba llorando de frustración por mis constantes humillaciones.
Como temía, de repente la puerta principal de fierro empezó a sonar. Alguien metía la llave por las cerraduras y empujaba la puerta. Eran mis padres, agitados, cargando las bolsas del mercado. Al entrar a la sala, dejaron las bolsas sobre la alfombra y vieron los ojos de Rosario, ya calmados, pero con vestigios de haber derramado algunas lágrimas. Mi madre corrió a los brazos de Rosario para ver que pasaba. Me preguntó que le había hecho, que había sucedido. Yo, sin saber que hacer ni que decir, balbuceaba cosas sin sentido, como una persona que no sabe como ocultar su culpa. Mi padre venía detrás con las bolsas más pesadas, llenas de frutas y abarrotes. Al observar la escena, cargado de ira y conmovido al ver a su querida hija en ese estado de tristeza y llanto, acurrucada en los brazos de su madre, lastimada, con los ojos cargados de melancolía, me miró a los ojos y no dudo en decirme
–Que basura eres –dijo.
Yo sentí que la frase fue demasiado dura para lo que estaba pasando. Pensé que la culpa de todo la tenía él por haberme ordenado de la manera más mandona y autoritaria. Soy el hijo de la casa, el mantenido, el que sólo estudia y no aporta nada al hogar, pero, decir un buenos días hijo, o talvez, un hijo levántate, necesitamos tu ayuda, hubiera permitido que yo me sienta mejor y con deseos de obedecer, de comportarme como un buen hijo, diligente y comprometido con su familia.
Comencé a llorar y a reírme como un orate. Gritaba, fuera de mis cabales, que todo lo que era se lo debía a él, mi padre. Le preguntaba qué se sentía tener a un hijo como yo, fracasado, desobediente, orate, frustrado y triste, pero mi padre, sólo atinó a caminar hacia su cuarto y cerrar la puerta. Todo quedó en silencio.
Después de acompañar a Rosario a su habitación y tranquilizarla, Soledad, fue detrás mío. Yo seguía llorando y sintiendo por dentro mucho dolor por las palabras de mi padre. Arturo Morelli no me golpea, es más, jamás ha levantado su puño contra mi, pero tiene una facilidad de hacer sentir mal a las personas con tan sólo decirles una palabra. No sé si lo piensa mucho o si entrena animosamente para eso, pero duele lo que dice cuando esta enfadado, duele mucho. Yo le tengo un gran respeto y admiración. Quizá por eso me hiere tanto su agresividad contra mí. Sé que tuve la culpa, que no debí ensañarme con Rosario, que ella no tenía la culpa de nada, que mis frustraciones o mis arranques de cólera sólo se debían a mis desordenes mentales y necesitaba ayuda. Soledad, empezó a consolarme, pero no me ayudaban mucho sus palabras. La cólera se seguía apoderando de mí. Es increíble la fuerza negativa que puedes cargar en esos instantes de ira. Me fui a mi cuarto, cerré la puerta con llave y empecé a llorar con más fuerza. Boté todo lo que estaba en mi cama y gritaba en silencio que odiaba a todo el mundo. De un momento a otro, en medio de mis gritos internos, siento que alguien abre mi puerta de una manera presurosa, por un momento pensé que era mi padre, pero dentro mío pensaba que seria casi imposible. Dejé de mirar la puerta y me perdí entre mis sábanas. Era mi madre que seguramente estaba preocupada y quería solucionar las cosas de una vez. Me hacia miles de preguntas para poder dar con el problema que me aquejaba. Por su mente pasaban todo tipo de ideas, desde la universidad, mi vida sexual, mi orientación sexual o algún tema de niño del cual ella no hubiera estado enterada. Yo negaba sólo con la cabeza, no la quería ver. Le decía que la odiaba, que me había cansado de todo, que quería mandar todo a la mierda. Soledad aumentaba su preocupación y me pidió que la acompañe al dormitorio de mi padre para poder solucionar las cosas. Me decía que no era sano que viviera con ese rencor, con esa rabia, que a fin de cuentas terminaría por destruirme. Ante la insistencia de Soledad accedí a acompañarla al cuarto donde estaba mi padre. Mi actitud mostraba un cierto reparo, mis piernas iban una tras otra rumbo a la habitación principal. Mi padre estaba echado sobre la cama, viendo la televisión. Al sentarnos a su lado parecía no inmutarse por nuestra presencia hasta el momento en que Soledad le dijo que queríamos conversar con él.
Esta conversación con mi padre me hizo sentir muy bien. Pocas veces en mi vida había sentido de manera flagrante que mis padres me amaban de una manera increíble. Sentí que por mucho tiempo había sido un egoísta que no tuvo en cuenta lo que sus padres habían pasado, pero que sin embargo, me sentía lo suficientemente capaz como para pensar que podía hacer de juez y condenarlos a ser culpables de toda la frustración que tenia en mi corazón. Lloré mucho esa mañana, y mis padres juntos, conmigo. Ahora los amo más, pero por sobre todas las cosas los entiendo y admiro. Sé que ellos siempre buscarán lo mejor para mi, que son seres humanos con defectos como los tiene todo el mundo, pero sé también que a partir de ahora sólo me concentrare en sus virtudes. Gracias a Dios crecí en esta familia, que a pesar de las dificultades siempre ha logrado salir adelante. Siento que necesito ayuda, que en mi mente hay muchas cosas que debo borrar, y me di cuenta que el resultado de mi vida sólo depende de lo que yo haga, no de mis padres. Estoy seguro de contar con el apoyo de ellos, pero por sobre todas las cosas, con su amor incondicional.

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