viernes, 23 de mayo de 2008

El derecho a no nacer

La primera vez que pisé una clínica acompañado de una mujer, que no era mi madre, fue con Elvira. Ella y yo éramos una eventual pareja y nos dimos cita en aquel sanatorio con la consigna de hacernos una prueba de embarazo. Un momento de placer y descuido nos hizo dudar de la posibilidad indeseada de ser padres. Caminamos por los pasillos de la clínica buscando el laboratorio que ella ya conocía. Era la primera vez para mí, pero no para Elvira, que ya había pasado por esta clase de sustos. Luego de perdernos por los rincones del sanatorio, encontramos el laboratorio y pedimos la orden del médico de turno. Pasamos por caja para cancelar la factura del examen médico. Elvira estaba nerviosa por el pinchazo que iba a sufrir. Yo estaba tranquilo, porque una paz indescriptible me permitía pensar en cada paso que daba y apoyar a Elvira, quien era la que llevaría la peor parte. Las mujeres, en un eventual embarazo, sufren lo peor de todo. Después de la noche de placer y emociones fuertes, vienen los nueve meses de gestación, los cuales, enteramente los lleva la mujer. Engordar veinte kilos, sufrir trastornos sicológicos, perder su independencia, porque durante los nueve meses todo lo que haga o deje de hacer afectaran al ser que lleva dentro, sufrir los malestares físicos, las nauseas, los vómitos, los dolores de espalda, la sorprendente hinchazón de sus glándulas mamarias y de toda parte del cuerpo que pueda aumentar de tamaño, como sus piernas, pies y caderas. La mujer pasa por la penuria del periodo menstrual, la insoportable menopausia, las peores enfermedades cancerigenas y, en líneas generales, al parecer Dios se ensañó con ellas. Nosotros sólo hacemos la parte divertida de todo. Somos meros acompañantes, no nos involucramos. En plena sala de parto, mientras la mujer lucha entre la vida y la muerte, nosotros estamos parados con nuestra camarita de video. Somos unos desalmados. Pero en fin, Dios hizo las cosas así, por eso creo fervientemente en que él es hombre y occidental.
Mientras Elvira y yo esperábamos nuestro turno para la prueba, un silencio nos invadió. Me preguntaba qué sería de mi si el resultado de la prueba fuera positivo. Qué sería de mi si el médico me dijera que dentro de nueve meses sería papá. Muy aparte del choque económico que eso traería consigo, quería pensar en qué tal padre podría llegar a ser. Me preguntaba si era justo someter a un ser humano a la inseguridad de este mundo, al individualismo que se vive hoy en día, a la miseria, al hambre, a la injusticia social, al dolor, a la impunidad, a la mala educación, a la mentira, a falta de ideales, a la marginación, a la indiferencia, al odio, a la desesperanza, al distorsionado concepto de Dios, a la falta de ética y de tolerancia. Es justo que por una noche de sexo y placer, corramos el riesgo de traer un ser humano al mundo y enfrentarlo con toda esta barbarie. El sexo es lo más instintivo que nos queda de nuestra naturaleza animal, y fue un error de Dios basar la reproducción en un instinto y no en la inteligencia, que te puede dar una verdadera libertad de decisión. Debería existir otra forma de reproducirnos y cancelar al sexo como una vía para poblar la tierra. Pero lamentablemente este es el mundo que mis padres me obligaron a vivir y mis abuelos a ellos y así por los siglos pasados hasta ahora. Elvira sigue nerviosa por el pinchazo y por los resultados del examen.
Entramos al laboratorio. Elvira se sentó junto al técnico que le sacaría la muestra de sangre para hacer la prueba. Odio las agujas y me culpo por someterla a este sufrimiento. Hace algunas noches nuestros cuerpos disfrutaban el uno del otro y ahora, temerosos, enfrentábamos el mundo tal y como es. La aguja penetraba el brazo izquierdo de Elvira. Su rostro de dolor, junto con el mío, era evidente. El médico nos tildó de exagerados, pero para mi no lo era. Ese galeno, acostumbrado a pinchar a las personas, me trataba como uno más en su record, pero para mí este momento era importante y crucial.
Salimos del laboratorio y nos fuimos a sentar a la sala de espera. Bien dicen que la espera desespera, pero no teníamos otra opción. Caminaba por el pasillo mientras Elvira me pedía que me sentara a su lado. Con cada minuto que pasaba, sentía que esa tranquilidad que me había estado acompañando hasta ahora se iba diluyendo. Elvira tenía el brazo recogido, con un algodón en la articulación de su brazo izquierdo. Debíamos esperar una hora.
Con forme los segundos pasaban como si fueran los pasos acostumbrados en una procesión de octubre, yo seguía pensando en la posibilidad de ser padre. Qué de bueno podía legar yo, en otro ser humano. Qué de bueno podía inculcar a un ser débil e indefenso. Todas mis frustraciones, mis taras, mis falencias, mis miserias, mis melancolías, mis miedos, mis traumas y demás, serian heredados por un ser humano que vendría al mundo como una hoja en blanco, donde yo comenzaría a escribir sus primeras líneas.
Mirando el reloj, me sentía desfallecer al pensar en la responsabilidad de cargar con un SER sobre mis hombros. Velar por su bienestar y hacerlo feliz, hasta que él entienda, por sus propios medios, lo que es la felicidad. Pensé, que si Elvira resultaba embarazada, la mejor opción era el aborto, una práctica ilegal en un país como el nuestro donde lo que está al margen siempre termina colándose entre lo que esta permitido. El aborto debería ser legalizado en este país de lo ilegal. Seguramente, si fuera algo bajo la ley, sería evitado con más esfuerzo. Aunque para mi, el aborto es legal desde cualquier punto de vista ético y moral, si es que lo que entiendo por moral es lo que no entienden, en una sociedad primitiva y obsoleta como la nuestra. Pensaba en la manera cómo pedirle a Elvira, una mujer de mente abierta y de vanguardia, que abortara en nombre del bien de la humanidad y de ese niño que utópicamente crecía en su vientre. Para qué traer un niño más al mundo habiendo tantos que se mueren de hambre. Para qué aumentar la población de un mundo sobre poblado, donde pronto el alimento será escaso y el agua el factor de lucha entre los pueblos. Para qué aumentar la pobreza, el hambre y la miseria. No, Elvira tendría que entender que el traer un SER más al mundo era una locura.
Faltaban pocos minutos para que el médico nos entregara los resultados del examen de sangre. Caminos rumbo al consultorio. Un ambiente de tensión se vivía entre nosotros. Elvira tocó la puerta del doctor y una voz nos ordenó a pasar. Nos sentamos, nos cogimos de la mano. El galeno abrió el sobre con la respuesta a todas nuestras dudas. El resultado fue: negativo. La paz volvió a nuestras almas y una sonrisa se dibujó en nuestros labios. El médico cumplió con darnos las indicaciones de cómo cuidarnos para evitar este tipo de sustos. Elvira y yo nos miramos, nos pusimos en pie, salimos caminando del consultorio y de la clínica. Nos dimos un último beso en la mejilla y no nos volvimos a ver más. Ese susto jamás lo volveré a pasar.

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