domingo, 5 de julio de 2009

Mi Hermana Sara

Cuando era niño me preguntaba quien era la visitante que dormía en los brazos de mi madre. Esa nueva personita que dormía en esos brazos que sólo me pertenecían a mi, esos brazos que me habían arrullado y me habían dado (y me siguen dando) cariño y amor. Ese pequeño bulto con patas, parecido a una ratita de laboratorio, con cabellos lacios, mejillas coloradas y manitas inquietas era mi hermana Sara.
Yo tenía casi tres años cuando Sara nació. Nadie me explicó que mi trono seria usurpado por un ser diminuto que con el tiempo se convertiría en una bella mujer de veintiún años, con galanes por doquier y una vida independiente que yo admiro y valoro.
Recuerdo que mi estado de ánimo cambió a mis escasos tres años. Me sentía abandonado, olvidado por la mujer que me entregaba todo su amor y que ahora me desplazó por darle a esta nueva inquilina toda la atención que antes era para mí.
Paso el tiempo y Sara dejó de ser una usurpadora y se convirtió en una compañía para mis días solitarios de niño triste. Aquellos días en los que mi única compañía era mis muñequitos de plástico: vaqueros, indios, caballos y coches que vivían regados en el suelo, divirtiéndome la existencia y dejando que mi imaginación tuviera la última palabra.
Sara no hablaba pero su sola presencia y movimiento me hacia querer menos a esos plásticos tiesos, sin vida y preguntarme, inocente y cándido, por qué ella sólo movía sus manos y balbuceaba cosas que no entendía y nunca se dirigía a mi, sino, sólo a mamá. Que raros esos bultos pequeños, pensaba.
Sara fue creciendo y con su tamaño y belleza llegaron sus primeras palabras. Ya nos podíamos entender mejor. No puedo asegurar que conversábamos, pero digamos que intercambiábamos monosílabos, gritos, gestos y llantos. Yo comencé a ir al jardín de niños y sospecho que esas mañanas ella me extrañaba. Por las tardes nos montábamos sobre ese coche amarillo que papá nos había regalado en navidad. Sara se burlaba de mis disfraces de zorro, superman y hombre araña con una sonrisa desdentada y angelical. Cuando Sara aprendió a caminar era muy divertido empujarla un poco para que perdiera el poco equilibrio que tenia. Mi malicia de niño triste me permitía regocijarme cuando la veía caer de poto con su carita de: ¿qué paso?
Los días y las noches con esta personita que invadió mi vida sin que yo lo pidiese fueron llenándose de risas y momentos felices. Éramos una familia completa (con el perdón de mi última hermana Marice que también es un amor).
Sara y yo íbamos a todos lados juntos, ella en los brazos de mamá y yo corriendo detrás, entendiendo que con forme iba creciendo también iba perdiendo algunas comodidades.
Debo reconocer que Sara se convirtió en la sensación de la familia. Era muy linda, irradiaba una dulzura que jamás llegué a tener ni en mis primeros días como humano, una belleza apacible, tierna, delicada, capaz de derretir cualquier corazón, metiéndose al bolsillo a cualquier persona que la conociera.
Fuimos creciendo más y más, sin sentir sobre nosotros el peso de los años. Fuimos al mismo colegio, no al mismo grado, pero siempre regresábamos juntos a casa, comiendo canchita o papita rellena de veinte centavos, a veces con mamá, a veces con Aurora (nuestra otra mamá) y otras, como fue casi siempre, sólo ella y yo.
Regresando a casa tuvimos miles de aventuras, desde las peripecias para llegar a nuestro destino, los chicos malos que nos quitaban nuestra canchita o nuestro dinero, sin que yo pudiera defenderla; la vez que me robaron el primer reloj que papá me regaló y que intenté recuperar pero que fue inútil porque era un niño débil y tonto y esos chicos malos me dieron unas cuantas bofetadas mientras Sara, viéndome tirado en el suelo, me estiró su manito diciendo: mejor vamos a casa.
Nunca fui un niño muy comunicativo, por eso nuestras caminatas eran en silencio. Algunas veces ella hacia alguna gracia que me obligaba a reír. Otras veces regresábamos a casa en compañía de ‘el gringo’, ese amigo que saludaba a los policías y que su educación me divertía, porque en mi seriedad de niño triste no entendía la necesidad de saludar a todo el mundo.
Esos años vienen a mi memoria acompañados de algunas lágrimas y otras sonrisas inevitables. Fueron esos tiempos en los que fui un niño triste feliz, porque sólo tenia a Sara a mi lado, esa compañera infatigable que caminaba conmigo todos los días de regreso a casa, esa amiguita que en un principio me robó mi sitial de privilegio en la familia pero que terminó colmando mi existencia de preguntas y me enseñó que la vida tiene altas y bajas y que esas épocas fueron de las altas, y aunque años después, cuando fuimos adolescentes, caímos enfrentados en riñas y peleas tontas que no voy a recordar porque también me harían llorar, pero de pena.
Me quedaré siempre con la imagen de esos dos niños regresando a casa después del colegio, en esos días en los que el pasaje escolar costaba veinte centavos y nosotros preferíamos caminar para poder comprarnos algo que guste a nuestro paladar. Me quedo con esa complicidad de hermanos, con ese cariño puro de la infancia, cuando todo parecía más lento y el mundo nos inspiraba un miedo enorme. Esos niños ya no están más, murieron con el paso de los años y se convirtieron en adultos que ya no viven más juntos, que la vida se encargó de separar tan arbitrariamente como alguna vez los juntó.
Después de muchas turbulencias aprendimos que la mejor manera de amarnos como hermanos era bajo las licencias de la distancia. Ella se fue a vivir su vida, lo que le tocaba vivir, yo me quedé un poco más atrás, esperando a la vida, esperando que ella hiciera su voluntad conmigo. Sara se fue de la casa antes de los veinte, hizo su empresa y vive como mejor se siente y eso me hace feliz, saber que tal vez ya no compartimos el cochecito amarillo de nuestros primeros años pero que al verla una vez por mes, radiante, bella, madura e independiente me hace confiar en la premisa de que no nacimos para vivir juntos por mucho tiempo, porque ella es fuego y yo agua, y es en la distancia donde nos amamos más, donde hemos encontrado ese equilibrio que perdimos entre la adolescencia y la juventud.
-Feliz cumpleaños gordita. ¿Cuántos marzos son? Ya estás enorme –digo.
-Gracias hermano. ¡Te pasaste! Eres el primero en saludarme. Si ya estoy grandota. Nos vemos más tarde. Un abrazo, te quiero mucho –responde.
-Siempre fuimos los primeros en saludarnos. ¿Recuerdas? –digo.
-Si, tienes razón hermanito, siempre fue así. De verdad muchas gracias, me emocionas y sabes que soy una llorona –responde.
-Lo sé, te quiero mucho gordita –digo.
-Yo también boti –responde.
Era la media noche del 24 de marzo, yo estaba en mi habitación escribiendo estas líneas y ella estaba al otro lado de Lima, sola, en su departamento.

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