martes, 31 de agosto de 2010

El Pozo de los Deseos

Era 30 de agosto de 1994. Mamá pasaría por nosotros a la escuela como todos los días. Sarita y yo la esperábamos en el portón del colegio, cogidos de la mano, deseando que ningún niño malo hiciera de las suyas con nosotros. Mamá se demoró un poco, aquella tarde sería especial y quizá el prepararla la había retrasado. Las cosas con papá no iban bien, así que esta vez solo seriamos tres.


Sarita llevaba las cartas en su maletita raída, las habíamos escrito en la hora del recreo, sentados en las bancas del patio central mirando cómo los otros chicos jugaban, mirando cómo los otros chicos eran felices. Pasaban los minutos y ya nadie quedaba frente al portón del colegio. Por un momento pensamos que mamá se había olvidado de nosotros, que seguro una cajetilla de cigarros la había distraído lo suficiente como para preferir seguir recostada sobre el sofá aterciopelado de dos cojines, mirando el humo que salía de sus labios y escuchando ese casete de boleros que hoy me atormentan. Sarita creía que lo mejor era regresar a casa, mamá no iba a venir, pero algo en mí me decía que mejor esperáramos unos minutos más, total, nada mejor teníamos que hacer. Sarita, entonces, cogió las cartas y las acomodó en su cuaderno de control. Noté que con frecuencia hacía lo mismo, seguro tenía miedo de que las cartas volaran o se evaporaran por alguna extraña razón. Ninguno quería que eso pase, esos papeles rayados eran nuestra última esperanza.

Mamá apareció a lo lejos con una sonrisa que hace tiempo no veía. Nos dio un beso a cada uno y nos enrumbamos al destino de la tarde. Era un día amarillento, lento, como un ligero recuerdo, borroso, de esos evocados cuando aparece la muerte. Subimos al bus y mamá cargaba en sus piernas a Sarita, yo cogía ambas mochilas y mi hermana no dejaba de mirar la suya, porque era la más importante, la que contenía nuestras cartas. Durante el camino pensaba que papá debería estar con nosotros, pensaba que un acto de fe es mejor cuando se suman más personas a él. A la vez no dejaba de mirar por la ventana y me maravillaba con aquel paisaje nuevo, es que no salía mucho de casa y viajes largos solo lo hacía en el coche de papá, pero aquella tarde, papá no estaba.

Llegamos al centro de Lima, curiosamente había mucha gente caminando hacia un mismo lugar. Sarita y yo no soltábamos las manos de mamá mientras cruzábamos esas avenidas largas y anchas, hastiadas de carros y transeúntes. El lugar era una catedral pintada de rojo, vayamos a saber por qué. Cuando entramos, tuvimos que hacer una cola larga. No pensábamos encontrar a tanta gente, no imaginábamos encontrarnos con tantas cartitas. Sarita sacó las hojas rayadas de su maletín y las apretó con fuerza, como si quisiera evitar que salgan corriendo. Mamá quiso leerlas, pero no la dejamos. Pasaron algunos minutos y llegó nuestro turno de dejar las misivas en aquel pozo de veinte metros de profundidad, lleno de cartitas de colores, lleno de pedidos y ruegos. Al lado del pozo había un cuartito donde alguna vez durmió la santa, rodeado de rosas, todas rojas, quizá eso explica el color de la catedral principal. Sarita me dio la carta que llevaba mi nombre, mero formalismo porque ambas decían lo mismo. Nos miramos, y, temiendo lo peor, soltamos las cartitas que volaron como plumas hasta encontrar el fondo, perdiéndose en el mar de sobres, en aquella inmensidad de suplicas donde la nuestra era una más.

Querida Santa Rosa de Lima:

Me llamo Sergio Morelli y tengo nueve años. Sé que no todas las noches te rezo, perdón por mi olvido, a veces me quedo dormido y cuando abro los ojos al día siguiente recién me doy cuenta. Te quiero pedir una cosa, seguro estas ocupada con tantas oraciones pero te suplico me prestes atención. Mi hermanita y yo te pedimos que mis papitos no se separen, últimamente se pelean mucho y eso nos hace llorar, algunas veces papá se va de la casa y mi mamá se queda llorando, por favor, te pido que eso cambie. A cambio, mi hermana y yo prometemos estudiar mucho, sacarnos buenas notas en el colegio y ver si así mis papás se ponen contentos. También prometemos portarnos bien, no pelear entre nosotros, recoger la mesa después de comer para que mamá no grite y no romper nada del escritorio de papá para que no se moleste. Te lo pido mucho Santa Rosita, nosotros queremos mucho a mis papis y no queremos verlos mal. Prometo volver el próximo año y traerte otra carta. Gracias Santa Rosita. No te olvides de mí.

Nunca más Sarita y yo regresamos al pozo de los deseos, tampoco rezamos mucho después de aquel día. Por alguna extraña razón Santa Rosita de Lima es la única santa que me genera confianza, por alguna extraña razón alguna vez creí en ella y no sé si me falló o no. Lo único que sé es que mi cartita sigue perdida en aquel pozo, sepultada por miles más, tratando de encontrar un buen lugar donde la mano redentora de la santa pueda llegar para cumplir el pedido de estos dos niños. Santa Rosita, donde quiera que estés, sospecho que tienes mucho qué leer.

1 comentario:

  1. excelente articulo, definitivamente expresiones desde la inocencia de nuestra infancia. Ojala Sta. Rosita se diera el tiempo de leer todas las cartas. :)

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